Alberto Vázquez-Figueroa - La Iguana

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A finales del siglo XVIII, existió un hombre llamado «Iguana» Oberlús, que debido a su terrible aspecto era despreciado y maltratado por todo el mundo. Harto de esa situación, huyó al archipiélago de Las Galápagos, y en el islote de La Española estableció su morada. Allí esperó impaciente durante años, pero al final sus deseos se vieron cumplidos: en ese islote atracaron unos pocos barcos y «La Iguana» no desaprovechó su oportunidad. Secuestró algunos de sus tripulantes y los sometió a sus órdenes, tratándolos como simples criaturas salvajes, tal y como lo habían tratado a él durante toda su vida.

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Se sentía feliz y satisfecho. Aquél era su primer viaje como oficial, y había tenido la suerte de efectuarlo a bordo de un buque limpio valiente que lo mismo encaraba altivo las temibles olas del Cabo de Hornos, que se deslizaba con la suavidad de una gaviota sobre las tranquilas aguas del Pacífico.

Daba gusto sentirlo obedecer a un simple golpe de timón escuchar como cantaba el viento en su velamen, o contemplar a disciplinada tripulación que trepaba a los palos a un corto toque de silbato, para efectuar cada maniobra con precisión absolutamente matemática.

Pronto, cuando fondearan frente a aquella agreste isla solitaria el espectáculo se repetiría una vez más, y eso le hacía experimentar un inquietante cosquilleo en la boca del estómago, semejante al que experimentaba cuando de niño su padre prometía llevarla ver a los titiriteros.

— ¡Coleman…! — llamó —. Apreste a los gavieros, y cuando los tenga listos despierte al señor Garret…

El arrugado contramaestre hizo un gesto de asentimiento, echó un vistazo a tierra y desapareció presuroso por una escotilla.

El tercer oficial Elliot Caine estudió la dirección del viento comprobó la impecable orientación de las velas, y sonrío orgulloso de sí mismo y de su barco.

El sol, que nacía ya a sus espaldas, proyectó directamente una luz rojiza sobre el agreste peñasco que pareció incendiarse como si la pulida roca hiciera las veces de gigantesco espejo contrastando por ello con el pálido azul del cielo y el verde esmeralda de un mar en calma.

Elliot Caine tomó de nuevo el catalejo, se afianzó en los obenques como había visto hacerlo a los más viejos marinos y estudio la agreste costa sobre la que volaban ya centenares de aves marinas que se lanzaban al agua en busca de su desayuno diario.

Súbitamente algo reclamó su atención, pero el cabeceo del barco estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio, y cuando volvió a mirar, enfocando su catalejo hacia la más alta roca de la punta norte, no le cupo duda de su descubrimiento.

Alzó el rostro.

— ¡Vigía…! — gritó —. ¿Ves a un hombre en tierra…?

La respuesta tardó unos minutos en llegar, pero al fin, excitado, el marinero gritó a su vez desde lo alto:

— Lo veo, señor… Nos hace señas… Puede que sea un náufrago…

Casi al instante la puerta del camarote del capitán se abrió, y éste hizo su aparición en paños menores y cara de pocos amigos.

— Es que no se puede dormir en paz en este maldito barco? — exclamó apoderándose del catalejo de su tercer oficial —. ¡A ver…! ¿Dónde diablos está ese náufrago…?

Elliot Caine extendió el brazo señalando con el dedo:

— Allí, señor… Sobre la roca de la punta norte…

El gigantesco capitán Lazemby, uno de los hombres más altos, fuertes, pelirrojos, eficientes y autoritarios de la Armada Real, se afianzó firmemente sobre sus pies, y estudió el punto que le indicaban, balanceándose expertamente al compás del navío.

— ¡Es cierto…! — admitió —. Por lo que se agita parece que se trata de un jodido náufrago… — buscó a su alrededor —. ¿Dónde está el señor Garret…?

— Subirá en seguida, señor — fue la tímida respuesta —. Pensé que podría dejarle dormir un poco más…

El capitán Lazemby estudió desde su increíble estatura a su imberbe tercer oficial como quien analiza la composición de las patas de un escarabajo.

— ¡Joven…! — señaló —. Usted no está aquí para pensar, sino para recibir órdenes… Le costará un mes de paga… — Hizo un gesto con la mano mientras se encaminaba de regreso a su camarote —. Traiga al señor Garret inmediatamente y que los hombres se preparen para la maniobra… Me divierte salvar náufragos…

Diez minutos después reaparecería perfectamente afeitado y uniformado, mientras los gavieros comenzaban a recoger el trapo y la costa de lava destacaba ante ellos con total nitidez, hasta el punto de que se podían distinguir casi los rasgos del hombre que en pie sobre la roca, no cesaba de agitar los brazos desesperadamente.

— ¡Ya te hemos visto! ¡Ya te hemos visto…! — masculló el malhumorado capitán aceptando el tazón de café que le ofrecía su camarero —. Un cañonazo de saludo para que se quede tranquillo — ordenó volviéndose a su primer oficial —. A lo mejor es inglés…

El eco de la explosión despertó a Oberlus.

Ya las velas mayores habían sido recogidas; ya la proa no acuchillaba el agua sino que tan sólo se clavaba mansamente e ella recortado su ímpetu, y ya los hombres se aprestaban a lanzar el ancla y arriar los botes, cuando, de improviso, un gaviero alzó el brazo alarmado:

— ¡Allí…! ¡Allí! El hombre de la roca gritaba ahora, al parecer pidiendo auxilio aunque no pudieran entenderse sus palabras, agitando los brazo cada vez con mayor desesperación mientras otro hombre llegaba corriendo colina abajo, saltando y brincando por sobre piedra y matojos como una cabra enloquecida.

Algo iba a ocurrir, y lo presintieron de inmediato

El que llegaba blandía una pistola en cada mano, a las que el sol de la mañana sacaba destellos a cada salto, y al poco sonó un disparo. Ochenta miembros de la tripulación del Adventurer clavaron los ojos en la isla y advirtieron cómo el desconocido del peñasco trastabillaba. Luego, el otro se detuvo, apuntó con sumo cuidado por segunda vez y distinguieron el humo que nacía del cañón de su arma, mucho antes de que llegara a sus oídos el estampido.

Alcanzado con la espalda, Sebastián Mendoza cayó de frente, trazó una amplia pirueta en el aire y se hundió para siempre en el mar arrastrado al fondo por el peso de sus cadenas.

El capitán Lazemby, que había tenido el tiempo justo de enfocar su catalejo sobre la figura de Oberlus antes de que desapareciera como un fantasma entre los arbustos, lanzó un reniego:

— ¡Maldito asesino…! — gritó —. ¡Garret…! ¡Botes al agua ¡Tráigame a ese hijo de puta para colgarlo del palo mayor…!

Un centenar de hombres de la marina inglesa desembarcaron minutos más tarde en las costas y playas del islote de Hood o La Española, en el archipiélago de Las Galápagos o Islas Encantadas, y comenzaron a peinar, de abajo arriba, su minúscula y accidentada superficie.

Pero cuando media hora después alcanzaron la cumbre del acantilado y contemplaron el abismo a sus pies, se volvieron a mirarse entre sí, desconcertados.

El primer oficial Stanley Garret, que navegaba desde hacía ocho años a las órdenes del colérico capitán Lazemby, soltó un sonoro resoplido:

— ¡Atrás todos…! — ordenó —. Levantad las piedras si es preciso, pero ese tipo tiene que aparecer… No puede haberse ido nadando.

Regresaron de igual modo, duplicando ahora su atención, lo que les permitió descubrir los dos cañones y la gran cueva de la cañada oeste en la que se amontonaban mercancías provenientes del Madeleine y el Río Branco . También encontraron la gruta que había servido de tumba a Dominique Lassá, algunos restos del piloto Gamboa, y, colgada de una rama, la campana que había pertenecido a la naufragada fragata francesa.

El capitán Lazemby, que había bajado a tierra y aguardaba sentado sobre una silla de tijera a la sombra de un cactus, observó, estupefacto, a su primer oficial:

— ¿Cómo que no está…? — inquirió incrédulo —. ¿Qué quiere decir con eso de que no está…? Yo lo he visto… usted lo ha visto… ¡Toda la tripulación lo ha visto, y vio cómo asesinaba a un pobre hombre desarmado, disparándole por la espalda…! ¿Es que nos hemos vuelto locos…?

— No, señor… — masculló el pobre oficial atragantándose —. No nos hemos vuelto locos, pero no aparece…

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