— Me estás cansando — señaló él con naturalidad —. Decide de una vez lo que piensas hacer, porque no voy a quedarme aquí escuchando tu estúpida historia.
— Te quedarás hasta que yo decida.
La Iguana Oberlus clavó en ella los ojos, casi burlón, y menospreciando el arma, se irguió con lentitud, mientras ella continuaba apuntándole, con el dedo cada vez más tenso sobre el gatillo.
Ya en pie, la miró de arriba abajo y se encaminó sin prisas al camastro, deteniéndose frente a la piedra junto a la que descansaba la segunda pistola.
— ¡No se te ocurra tocarla…! — amenazó Niña Carmen con voz ronca, pero él no pareció escucharla; se inclinó, tomó el arma, y se volvió mientras la amartillaba.
— La diferencia entre tú y yo… — dijo mientras le apuntaba con pulso firme — es que no eres capaz de matar ni a tu verdugo, mientras que a mí no me importaría matar a mi propia madre… — Sonrió mostrando su sucia dentadura —. Decídete, porque tienes tres segundos.
Ella trató de leer en el fondo de sus ojos:
— No vas a disparar… — aseguró.
— ¿Estás segura?
— Sí.
La explosión atronó la cueva, y su eco pareció repetirse un millón de veces rebotando de pared a pared.
Asombrada, incrédula aún, Carmen de Ibarra permaneció unos instantes muy quieta, tratando de comprender lo que significaba estar muerta tras haber recibido un balazo en el pecho disparado casi a bocajarro.
Pero el estruendo huyó escapando por la estrecha salida de la caverna, y de nuevo se hizo un silencio en el que no se podía percibir más que su agitada respiración y el violento golpear de su corazón.
Buscó la herida bajando la vista, pero no la encontró.
Él, el monstruo ahora más odiado que nunca, continuaba frente a ella, muy quieto, mirándola impertérrito y burlón.
Comprendió la verdad, apuntó a su vez al pecho de su enemigo y apretó el gatillo.
Sólo hubo ruido. El mismo ruido, que se repitió de idéntica manera y escapó por la misma salida.
Niña Carmen arrojó lejos el arma.
— ¡Te has estado riendo de mí todo este tiempo…! — le increpó —. Habías quitado las balas
Oberlus asintió en silencio, se aproximó despacio, y de un violentísimo bofetón la derribó de espaldas con sillón y todo.
— Esto por los insultos… — puntualizó, y la observó mientras tomaba aliento en el suelo, sacudiéndose el vestido y limpiándose la sangre que comenzaba a manarle de la nariz —. No soy tan estúpido como crees… — añadió —. Y necesitaba saber cómo pensabas, y cómo te comportarías cuando te dejara libre… — Se aproximo hasta casi tocarla con los pies y la pateó levemente —. Porque quiero que estés libre… — dijo —. Resulta demasiado cómodo para ti justificarte con el hecho de que te mantenía encadenada… Quiero que lo que hagas de ahora en adelante, lo hagas a conciencia, porque te gusta y lo deseas… — Se desabrochó los pantalones dejando a la vista su enorme pene ya excitado, y ordenó —: Y ahora chúpamela hasta que me corra sobre tu precioso vestido de encaje…
Tragándose su ira y su odio, pero sumisa y satisfecha, Niña Carmen obedeció, pese a que la sangre que continuaba manándole de la nariz se le introducía también en la boca.
Los hombres quedaron admirados por la súbita presencia de la mujer que hizo su aparición de pronto, una radiante mañana, vistiendo pantalón masculino, botas ceñidas y una amplia camisa marinera que permitía, no obstante, adivinar la rotundidad de su portentoso pecho, alto y firme.
De los cuatro esclavos, Knut y Mendoza hacía más de dos años que no veían a una mujer, y los otros casi uno, por lo que se extasiaron ante la perfección de su rostro, un poco pálido por el encierro, y por la gracia casi alada de sus gestos cuando saltaba de una roca a otra.
Ella les observó con una mezcla de pena y curiosidad en un principio, hizo caso omiso a las advertencias de Oberlus, y pronto se enzarzó en largas charlas con el chileno, que era, naturalmente, con quien mejor se entendía en su idioma común, pese a que éste se mostraba remiso a la hora de hablarle, dirigiendo furtivas miradas a la cumbre del acantilado, desde donde Oberlus les vigilaba con ayuda de su inseparable catalejo.
— No puede vivir siempre aterrorizado… — le hizo notar ella —. No es un dios que todo lo pueda.
El mestizo le mostró la mano a la que le faltaban dos dedos, y señaló hacia el mástil del que aún colgaban los restos del piloto portugués.
— Él me hizo esto… — dijo —. Y mató a ese hombre… Y a docenas de otros, nadie puede saber cuántos… — continuó colocando piedras de lava en lo que un día sería un gran aljibe que recogería toda el agua de la ladera —. Está loco y no debe fiarse de él, porque es, además, un loco astuto… La utilizará hasta que se canse, o hasta que capture a otra mujer… Ese día su vida valdrá menos que la de una tortuga, puede estar segura…
Niña Carmen guardó silencio meditando en la posibilidad, que no se le había ocurrido antes, de que otra mujer hiciera su aparición en la isla. Por último, como si buscara deliberadamente cambiar de conversación, inquirió:
— ¿Y nunca ha pensado escapar…?
Sebastián Mendoza la miró como si sospechara de ella o imaginara por un momento que tan sólo se trataba de una espía enviada por su odiado verdugo.
Señaló hacia la macabra bandera que dominaba la isla:
— Gamboa lo intentó, y ya ve… — dijo —. En este maldito peñasco no hay adónde ir, ni elementos con los que construir una balsa manejable… Nos tiene atrapados… — La miró con fijeza —. ¿Hace mucho que está aquí?
— Perdí la cuenta… — fue la respuesta —. Dos o tres meses, supongo…
— Yo también perdí la cuenta… — El chileno pareció hundirse en sus amargos pensamientos —. En casa me darían por muerto cuando regresó mi barco, y tal vez ya mi mujer se haya casado con otro… ¡Dios! — exclamó —. Es la impotencia lo que hace más duro este suplicio.
— Pronto acabará.
Lo dijo convencida, como si supiese algo que el mestizo ignoraba, o hubiera madurado ya sus propios planes, pero el otro nada dijo, y continuó con su tarea, tal vez porque no compartía en absoluto su optimismo, o porque no deseaba comprometerse, ya que, en el fondo, no sabía quién era exactamente aquella mujer, ni hasta qué punto dependía de Oberlus.
Carmen de Ibarra — ¡quedaban tan lejos los tiempos en que fue Niña Carmen para alguien! — pareció comprender que nada obtendría de su interlocutor por el momento, y reanudó un largo paseo por la isla que se había convertido en una especie de rutina que le producía, no obstante, una especial satisfacción.
Aún no tenía un concepto claro de cuál iba a ser su futuro y hasta qué punto éste se encontraría ligado al de la Iguana Oberlus y el islote de Hood, pero había llegado a la conclusión de que cuanto había ocurrido, marcaría su vida en adelante y le serviría, sobre todo, para conocerse mejor a sí misma, y saber qué era lo que en realidad deseaba.
Desde que contaba dieciséis años había tenido que abrirse camino a través de una confusa maraña de ideas y sentimientos tratando, inútilmente, y ahora lo comprendía, de descubrir, en la complejidad de su mente, qué era lo que buscaba y lo que exigiría del hombre al que se entregara para siempre.
Había acabado por saberlo y no estaba dispuesta a engañarse más a ese respecto. Le gustara o no, había nacido esclava, y debía aceptarlo con sumisión, aceptando al propio tiempo, que tan sólo se sentiría feliz junto a alguien que la dominara sacando a la luz, sin tapujos, aquellas aberrantes degradaciones que tanto había luchado por ocultarse a sí misma y ocultar a los demás.
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