A sus veintiséis años, Carmen de Ibarra — que nunca había sido estúpida pese a que su comportamiento así lo hiciera suponer con frecuencia — tenía ya suficiente madurez como para reconocer que, si se detenía a analizar a fondo sus sentimientos, tendría que despreciarse a sí misma de tal forma que le resultaría imposible sobrevivir con su propia vergüenza.
Había destrozado muchas vidas y muchas familias, entre ellas su propia vida y su propia familia, y por tanto, su conciencia no le permitía aceptar que no lo había hecho por una irrefrenable ansia de libertad, sino porque su profunda depravación le había impulsado a rechazar a aquellos hombres que no la avasallaron hasta el punto en que ella deseaba, inconscientemente, sentirse sojuzgada.
¿Cómo confesarse a sí misma que ansiaba saberse menospreciada, humillada, ofendida, golpeada y reducida a la simple condición de receptora de las necesidades sexuales de un ser repelente y brutal cuya sola presencia provocaba náuseas?
Aceptarlo, hubiera significado tanto como aceptar la autenticidad de su desequilibrio mental, y que los que la llamaron loca cuando destruyó su matrimonio o su relación con Germán de Arriaga tenían toda la razón.
Y en el fondo, ¿no era una forma de locura aquella incalificable relación que mantenía con su captor, al que odiaba y que en ciertos momentos le repelía, pero al que a la vez deseaba y necesitaba con un ansia enfermiza?
La ambivalencia o la profunda complejidad de sus sentimientos la desconcertaban, y quizá, en inconsciente gesto de autodefensa, prefería dejar su mente en blanco y vivir aquellos días como si se trataran de un largo sueño del que en cualquier momento tenía que despertar necesariamente.
A la Iguana , por su parte, y pese a que su experiencia con respecto a las mujeres podía considerarse por completo nula, no le había pasado sin embargo inadvertido el cambio ocurrido en la actitud de su cautiva; cambio que percibía incluso a través de la piel en el momento de poseerla.
Por lógica, no estaba en condiciones de averiguar cuándo una mujer mentía o no en el momento de gritar de placer, pero sí estaba en perfectas condiciones de comprender, mejor que nadie, cuándo repugnaba, y le constaba — tenía la certeza — de que al menos ella se había acostumbrado a su presencia y su contacto.
Ya no la sentía tensa y agarrotada en el momento de aproximársele y comenzar a acariciarla, y cuando la penetraba, no se enfrentaba con la rigidez y la sequedad de los primeros días, sino con una húmeda, tibia y palpitante acogida, que hacía que se pudiera deslizar dentro de ella con una dulce suavidad, para sentir luego cómo su carne, ya ardiente, le rodeaba, aprisionándole e impidiéndole escapar.
Comenzaron a tener, también, largas conversaciones en las que le habló de su vida, de sus amargos años como arponero en apestosos balleneros, y de los lejanos y curiosos lugares que había conocido a través de sus múltiples viajes.
Pero, sobre todo, y más que de sí mismo, le agradaba hablarle de los libros que había leído, y le gustaba aprender de ella, tratando de que le confirmara cosas de tierra firme o el comportamiento de gentes que se le antojaban por completo inconcebibles.
— Lejos del mar no puede haber vida… — aseguró convencido de lo que decía.
— Te equivocas… — le contradijo —. Y para la mayoría de los hombres, es a orillas del mar donde concluye toda posibilidad de vida… La tierra es fértil, generosa y pacífica, y sabemos siempre lo que cabe esperar de ella… Pero… ¿quién puede confiar en el mar? Un día se muestra tranquilo y dadivoso, y al siguiente se enfurece y lo destruye todo, devorando a las naves y sus tripulantes… No comprendo cómo puede gustarte el mar.
— Si no hubiera sido por él, porque me calmaba en los momentos de ira, o porque comprendía que, frente a su inmensidad, ni yo ni nadie significábamos nada, no creo que hubiera soportado tantos años de burlas y desprecios… — hizo una pausa y quizá por primera vez su mirada y su tono de voz parecieron distintos, casi humanos —: ¿Acaso elegí este rostro y este aspecto…? Sin embargo, nadie ha hecho otra cosa que insultarme y echármelo en cara, y te juro que tardé mucho en aceptar la idea de que nadie… ¡Nadie, óyeme bien…! tuviera conmigo un solo gesto amable.
— Debió de ser muy duro.
— Duro no es la palabra… — agitó su deforme cabeza como si le costara admitir que había vivido aquellos tiempos —. No existe palabra capaz de describirlo… Ni siquiera mis lágrimas les conmovían, aunque es cierto que pronto dejé de llorar… Un día comprendí que había pasado mi vida buscando compasión, y que en realidad no era compasión lo que deseaba.
— ¿Venganza?
— Tal vez.
— ¿De qué…? ¿De no haber encontrado esa compasión?
— De todo… No sé quién me engendró, ni por qué lo hizo, pero desde ese mismo instante conmigo no se han cometido más que injusticias… — sonrió —. Y hasta que decidí ser aún más injusto que los demás, no comenzaron a irme bien las cosas… — señaló la cadena —. Por eso te trato así, y por eso soy cruel con cuantos me rodean… Al fuego se le combate con el fuego. No hay otro medio, y ahora me respetan.
— Te temen. No te respetan.
— ¿Qué más da una cosa que otra…? ¿Tú me temes…?
— Sí.
— Con eso me basta… — hizo una pausa y se encogió de hombros con sincera indiferencia —. Y ni siquiera me importa repugnar… Incluso me divierte advertir cómo asquea mi presencia… Es una gran cosa imponer esa presencia y saber que tienen que tragarse sus náuseas por miedo a que me enfurezca….
— Es lógico…
La observó un tanto sorprendido por la naturalidad con que lo había dicho.
— ¿Qué es lógico…? — quiso saber.
— Que te agrade despertar odio, asco y miedo… — Carmen de Ibarra se pasó la mano por el largo cabello en un ademán que repetía, casi como un tic nervioso, cientos de veces a lo largo del día —. Todos deseamos causar algún tipo de impacto en los demás, y cuando no podemos conseguir que nos amen o nos admiren, preferimos cualquier sentimiento a la indiferencia.
— Yo hubiera preferido esa indiferencia — señaló Oberlus con absoluto convencimiento —. No me hubiera importado pasar por la vida sin que nadie reparase en mí…
— Eso no es cierto… — le rebatió —. Nadie desea pasar por la vida sin que reparen en él, y tú menos que nadie… Me consta que, de algún modo, tendrías que haberte hecho notar.
Él meditó unos instantes. Luego, súbitamente, dijo:
— Tal vez un día te quite esa cadena.
Niña Carmen experimentó una extraña sensación de vacío en la boca del estómago pero no hizo comentario alguno.
Oberlus no pareció reparar en su silencio, e insistió:
— ¿Te gustaría salir y recorrer la isla?
Se encogió de hombros:
— No creo que haya mucho que ver.
— Podrías tomar el sol.
No obtuvo respuesta.
Tres semanas más tarde, la Iguana Oberlus tomó cincel y martillo y desprendió el perno que cerraba la ancha argolla que sujetaba la cadena a un tobillo en el que había dejado ya una profunda marca.
— ¿Por qué lo haces?
— Ya no hace falta que sigas encadenada… Imaginé que podrías suicidarte, pero ahora sé que no lo harás… Y en esta isla no hay adónde ir.
Cuando se sintió libre, Carmen Ibarra no hizo gesto alguno. Permaneció sentada en la cama, contemplando la cadena, y resultaba de todo punto imposible averiguar qué era lo que en verdad estaba pasando.
Él la observaba inmóvil, y por último señaló los arcones del fondo de la cueva adonde ella nunca había tenido acceso.
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