Carmen de Ibarra le contempló asqueada, con la misma mirada con la que se pudiera observar a un sapo o una serpiente que de improviso hubieran comenzado a hablar.
— ¿No hay nada, divino o humano, que tú respetes…? — quiso saber —. ¿Ni siquiera a tu propio hijo…?
— Ni siquiera eso… — admitió Oberlus —. Cuando me declaré en rebeldía, lo hice contra todo y contra todos… Dios y mis hijos incluidos… — le apuntó con el dedo —. Pero te prometo que, si se parece a mí, le respetaré… Lo mataré en el acto, pero ofreciéndole, eso sí, todos mis respetos…
Ella se puso en pie y comenzó a pasear, despacio, de un lado a otro de la amplia cueva, sujetándose los riñones y avanzando con paso cansino y bamboleante. Sin mirarle, dijo:
— A veces tengo la impresión de que te llevarías un disgusto si el niño naciera normal… Te sentirías traicionado. No por mí, que es imposible, sino por él… En el fondo ansías que se sienta tan orgulloso de la fortaleza de su padre, que prefiera parecerse a él, aunque le cueste la vida en el momento de nacer…
— Estás loca…
— No… Sé muy bien que no lo estoy… Y sé también que en el fondo eres como todos… ególatra y pedante; orgulloso de tus propios defectos, aunque esos defectos hayan labrado tu desgracia… — se había recostado en la pared de piedra, fatigada, y respiraba con ansia, como si le faltara aire. Luego señaló a los tres cautivos, encadenados como fardos —. ¿Qué hubieras hecho de nacer como ésos? Uno tonto, y los otros dos sumisos a cuanto se les diga… ¡Míralos…! Los has convertido en pobres bestias con menos voluntad que un perro… ¿Hasta cuándo los vas a tener así…? No pueden ni moverse…
— Hasta que pase el peligro…
— Tú mismo has dicho que aquí no corremos peligro… Lo que estás haciendo con ellos es inhumano.
— Yo soy inhumano.
— Lo sé… — admitió Niña Carmen con naturalidad —. Y también sé que te sientes satisfecho de serlo, pero no es mi caso — hizo una pausa —. Tal vez tengamos que compartir esta cueva mucho tiempo… Si los dejas como están, pronto apestarán a diablos…
Durante dos largos días, la tripulación del Adventurer removió hasta la última piedra y el último matojo del islote de Hood, a la búsqueda de un hombre al que todos habían visto con sus propios ojos, pero al que — nunca mejor dicho — parecía haberse tragado la tierra.
Los cañones fueron lanzados por el acantilado, las mercancías y maderos, incendiados, los campos de cultivo arrasados, y los aljibes destruidos, con lo que no quedó rastro alguno de la labor de Oberlus y sus esclavos, pero, pese a ello, no hubo forma humana de que «aquella rata hediondq»… — según palabras del primer oficial Stanley Garret — saliera de su escondrijo…
Se había corrido la voz de que aquel asunto apestaba a piratería, y los dos hombres debían de ser supervivientes de algún navío que transportaba un gran tesoro, y la tripulación se mostraba ansiosa por encontrar al fugitivo, y obligarle a revelar su escondite con lo que todos serían ya ricos para siempre.
Sin embargo, el capitán Lazemby, al que en verdad tan sólo movía un sincero deseo de hacer justicia y no daba crédito alguno a historias de piratas y tesoros, llegó al convencimiento de que no podía permanecer fondeado por más tiempo frente a una roca pelada en un perdido archipiélago del Pacífico, y al tercer día ordenó levar anclas, decidido a poner en conocimiento de sus superiores, lo más pronto posible, todo lo ocurrido.
Tal vez el Almirantazgo tuviera a bien comunicárselo a las autoridades españolas y éstas enviaran uno de sus navíos a investigar, aunque el capitán Lazemby sabía por experiencia que, aun contando con la buena voluntad de todos, pasaría mucho tiempo antes de que nadie pudiera tomar cartas en el asunto.
— Nunca imaginé… — comentó esa noche en la cena del comedor de oficiales — que algún día llegara a ser testigo de un crimen y tuviera que dejarlo sin castigo…
— Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano, señor… señaló el primer oficial Garret —. Nadie puede culparnos de desidia…
— No es cuestión de desidia o culpabilidades… — replicó secamente el capitán —. Es cuestión de ira… Ira e impotencia… Ver cómo aquel energúmeno corría, comprender que iba a matar y no poder hacer nada por evitarlo, me destrozó los nervios… — apretó el servilletero de plata con su enorme manzana, arrugándolo como si fuera de cartón —. ¡Cielos…! Jamás me he sentido tan frustrado… Cien hombres, cuarenta cañones, uno de los mejores buques de la armada, y no hemos podido acabar con esa sabandija… ¡Mayordomo…! — gruñó —. Sirve ron… Quiero emborracharme esta noche aun cuando vaya contra las ordenanzas. Y que nadie me despierte en dos días… ¡Es una orden…!
La orden se cumplió y el capitán Lazemby abrió de nuevo los ojos cuando se encontraba ya muy lejos, en mar abierto, poco antes de que la Iguana Oberlus se decidiera a abandonar su escondrijo y trepar hasta la cumbre del acantilado, a comprobar que no se distinguía ya rastro alguno del Adventurer .
Se cercioró, paciente, de que no habían dejado ningún destacamento en la isla, y la recorrió luego, muy despacio, advirtiendo, furioso, que su labor de años había sido destruida a conciencia.
No quedaba en pie ni un solo frutal, ni una acequia, ni un aljibe, e incluso la tierra de los bancales de cultivo había sido aventada a los cuatro puntos cardinales. También las herramientas de trabajo habían desaparecido, y todo aquello que podía arder se había convertido en un montón de cenizas.
Una vez más se habían ensañado con él y tendría que volver a partir de cero, pero le constaba que ahora las cosas se habían puesto aún más difíciles, porque pronto el Adventurer haría correr por los puertos del Pacífico la noticia de que en el islote de Hood, en el archipiélago de Las Galápagos, se ocultaba un hombre al que una tripulación había visto cometer un crimen.
Su paz, una paz basada en el hecho de que el mundo ignoraba su presencia, se había acabado.
Por otra parte, los tres cautivos conocían ahora su escondite, sabían cómo entrar y salir de él, y les bastaría con colocarse cualquier amanecer en la cima del acantilado, para impedirle subir a base simplemente de lanzarle piedras en cuanto lo intentara.
Maldijo a los ingleses, pero más aún se maldijo a sí mismo por haberse dejado sorprender con la inesperada llegada del navío.
Sabía desde siempre que su primera obligación era cerciorarse cada amanecer de que no se distinguía vela alguna en el horizonte, y había fallado en algo tan primordial y sencillo.
La noche antes se había quedado leyendo hasta muy tarde, y luego, en el momento de ir a dormir le apeteció hacer el amor pese a que Niña Carmen se negaba desde hacía más de una semana, alegando que podría afectar al niño.
Discutieron.
Al fin ella accedió, y eso pareció despertar su deseo, exigiendo más, con lo que concluyeron por dormirse, agotados, cerca ya del alba; un alba en la que, por aquella maldita mala suerte que siempre parecía perseguirle, el más rápido de los navíos de la Armada inglesa navegaba empujado por buen viento y una corriente favorable, en dirección al islote de Hood.
Por enésima vez se preguntó qué diablos le había hecho a los cielos para que estuviesen de nuevo en contra suya. El destino, la fatalidad, los dioses, o quienquiera que fuese el que repartiese la suerte o la desgracia, parecía complacerse en torturarle con especial inquina, como si se tratara de un experimento en el que intentaran averiguar hasta qué punto se podía martirizar a un hombre sin llegar a destruirlo.
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