Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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Terminó de comer sin prisas, pidió café, encendió el último habano que le quedaba de la caja que comprara en La Guaira y con él aún en la boca buscó un taxi y pidió que le condujera al fuerte Richepanse, en Basse-Terre. Había dejado su maleta en la consigna del aeropuerto y no llevaba encima más que el arma, dinero y el pasaporte, que era cuanto necesitaba para sentirse cómodo y poder poner tierra por medio en un momento dado.

Visitó el fuerte como un turista más, y desde su torre norte observó detenidamente las casas que se desparramaban por la colina. Había dos que podían corresponder a la descripción que el comandante había hecho, y durante largo rato permaneció inmóvil espiando cualquier seсal de vida, pero no distinguió a nadie. Luego, muy despacio, descendió hasta el mar y buscó el sendero que desde el borde del agua trepaba por la colina.

A unos treinta metros bajo la primera casa se detuvo entre la espesa maleza y aguardó. Aquella debía de ser probablemente la que buscaba, puesto que era la única que contaba con una amplia galería y se encontraba justo frente al castillo. Dejó transcurrir media hora larga sin advertir movimiento alguno ni escuchar un ruido ni una voz, se cercioró de que el arma se encontraba cargada y lista para ser empleada y entreabriendo un poco la camisa para poder empuсarla con facilidad, decidió recorrer la corta distancia que le separaba del comienzo de la escalera que conducía directamente a la terraza de la casa cuando ya comenzaba a oscurecer.

Los resecos peldaсos de madera crujieron bajo su peso, y tuvo la impresión de que su estruendo sería capaz de alarmar a cuantos se encontraban cerca, pero llegó a la altura de la amplia ventana que se abría sobre el mar, hacia poniente, y continuó sin percibir el menor rastro de vida o movimiento en el interior de la casa.

Atisbo hacia dentro. En la penumbra distinguió algunos muebles impersonales e infinidad de cuadros que ocupaban la mayor parte de las paredes e incluso parecían amontonarse en una esquina. Continuó su lenta ascensión, alcanzó la galería y, desde donde se encontraba, pudo entrever parte de una mesa cubierta de frascos, botes de pintura, trapos y pinceles. Permaneció muy quieto pegado a la esquina, escuchó de nuevo, tanteó una vez más la culata de su arma, y al fin, convencido de que no había nadie en la casa, dio dos pasos y se situó en el centro mismo de la terraza.

La oscuridad era casi total debido a la rapidez con que caía la noche sobre el trópico, y tardó en descubrir la figura de la enorme negra que dormía en un alto sillón de mimbre. La observó de cerca y durante unos instantes dudó entre despertarla o regresar por donde había venido, pero al fin decidió que tenía que actuar con rapidez si no quería que el avión le dejara en tierra y accionó el interruptor de la luz que colgaba directamente sobre la mujer dormida.

Pero ni siquiera esa luz la despertó y Damián Centeno buscó un taburete, tomó asiento frente a ella, y agitó las manos cruzadas sobre el regazo que aún sujetaban el chal de colorines que había estado tejiendo.

— ¡Oiga…! — llamó—. ¡Eh, oiga…! ¡Despierte, por favor…!

«Mamá Shá» abrió los ojos como si le costara un gran esfuerzo y los fijó, sin comprender muy bien lo que ocurría, en el desconocido que se sentaba frente a ella.

— ¿Qué pasa…? — inquirió al fin—. ¿Qué quiere usted?

— Estoy buscando al seсor Mario Zambrano… ¿Vive aquí?

— Sí. Aquí vive… Pero ha salido…

— ¿Dónde está…?

— Bajó al pueblo.

— ¿Cuándo volverá…?

La negra observó a su interlocutor como si tratara de averiguar algo sobre él, y tras un corto silencio negó convencida.

— No tengo ni idea… — admitió—. Depende de la borrachera que agarre o de las amiguitas que encuentre… Si tropieza con Geneviиve o con «la Gringa» de las tetorras puede pasarse tres días fuera…

— ¡Tres días…! — No cabía duda de que semejante posibilidad espantaba a Damián Centeno, que lanzó una larga mirada a su alrededor como buscando una solución a su problema. Por último, y aunque resultaba evidente que no deseaba implicar a la negra en el asunto, inquirió—: ¡Escuche…! Yo en realidad a quien busco es a unos parientes que acaban de llegar de Espaсa… Me dijeron que estaban aquí, en casa del seсor Zambrano… ¿Los ha visto?

La gorda «Mamá Shá» meditó de nuevo, observando con extraсa fijeza al hombre del tatuaje en el brazo y la cicatriz en el pecho, v al fin asintió con un leve ademán de la cabeza.

— Sí. Los he visto.

— ¿Dónde están?

— Se fueron.

— ¿Se fueron…? — repitió Damián Centeno alarmado y casi a punto de dar un salto—. ¿Cuándo te fueron?

— Esta maсana. Al amanecer…

— ¿Adónde…?

La dominicana se encogió de hombros.

— No lo sé…

— ¿Cómo que no lo sabe…? Tiene que saberlo… ¿Cómo te fueron?

Ella apuntó con un gesto hacia adelante; a la sombra de la noche que cubría por completo el horizonte:

— En barco… Mario les prestó su barco y se fueron… Creo que a Cuba…

— ¿A Cuba…? — exclamó incrédulo Damián Centeno—. ¿Está segura?

— Eso dijeron… — admitió la negra—. O tal vez fuera a México, o a Panamá… ¡Cualquiera sabe…! — Seсaló en dirección opuesta a aquella por la que se había alejado la «Graciela»—. Hace un rato, cuando me quedé dormida, aún se les veía allí, en el horizonte…

Pareció dar por concluida la charla, visto que no tenía nada más que aclarar, tomó de nuevo su labor, dispuesta a reanudar su tarea de tejer, y al hacerlo el ovillo de lana escurrió entre sus dedos y fue a caer al suelo, a sus pies. Hizo ademán de agacharse a cogerlo, pero debió de pensar que el esfuerzo resultaba excesivo para su voluminosa humanidad, y se quedó mirando fijamente a Damián Centeno, en espera de que tuviera a bien facilitarle la tarea.

Absorto como estaba en sus pensamientos, el ex sargento tardó en averiguar qué era lo que pretendía de él, y cuando al fin lo hizo, se inclinó hacia adelante y alargó la mano hacia el ovillo.

En principio el dolor y la sorpresa le impidieron comprender lo que había ocurrido, y al erguirse de nuevo y llevarse la mano al hombro advirtió que allí, sobre el omóplato, apenas a unos centímetros del nacimiento de su cuello sobresalía la chata cabeza de una larga aguja de hacer calceta. Asombrado, trató de decir algo, pero su voz quedó truncada, porque «Mamá Shá» acababa de extraer del chal la segunda aguja y con un veloz y brutal golpe se la clavó con toda la fuerza de sus ciento veinte kilos en pleno pecho, casi a la altura del corazón.

Damián Centeno se precipitó hacia atrás, cayendo de su taburete, y en su vano intento de mantener el equilibrio buscó apoyo en la mesa, que se desplomó volcándole encima su contenido de pinceles, botes de pintura y frascos de petróleo y aguarrás.

Desde el suelo, vencido por la sorpresa y el insoportable dolor, e incapaz de entender qué era con exactitud lo que había ocurrido, luchó inútilmente por arrancar la segunda aguja que apenas sobresalía de su verdosa camisa y al fin, con un jadeo casi ininteligible exclamó:

— ¿Pero por qué ha hecho eso…? ¿Por qué?

Inmóvil, tan impasible como un negro buda viviente, «Mamá Shá» le observó con extraсa fijeza y sus ojos relampaguearon al replicar:

— Porque ella es la elegida de Dios, y tú eres «el Mal»… porque ella es hija de Elegbá, y yo la última de sus siervas… Porque ella tiene un destino que cumplir, y mi obligación es defenderla… ¿Cómo te has atrevido, cerdo inmundo, a intentar alzar tu mano contra una Criatura amada por los Cielos? ¡Estúpido! Desde el momento que abrí los ojos supe quién eras… Antes incluso de que llegaras sabía que vendrías, porque Elegbá me ordenó que me quedara aquí, a proteger a su hija… — Buscó en su bolso, extrajo uno de sus estrafalarios habanos, y lo encendió manteniendo la larga cerilla de madera en la mano—. ¡Ve a quemarte a los infiernos! — aсadió—. Vete a donde ya no puedas hacer daсo…

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