Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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— Si no fueras tan puta te llevaría conmigo a Lanzarote — susurró Damián Centeno cuando los guitarristas cantaron algo suave que les permitió bailar muy apretados.

La alegre risa de Muсeca Chang pareció alejarse corriendo sobre la quieta superficie de las aguas.

— ¿Es que no aceptan putas en Lanzarote, o es que ya hay demasiadas?

— Es que yo no soy como tu marido, y te pegaría un tiro en cuanto te viera revoleándote con uno de los peones de mi Hacienda.

— ¿Cómo de grande es tu Hacienda?

— Aún no lo sé…

Ella se apartó levemente y le miró entre extraсada y divertida.

— ¿Aún no lo sabes…? — inquirió—. ¡Qué raro…! ¿Realmente tienes una Hacienda, o me estás tomando el pelo…?

— Tengo una Hacienda, — replicó Damián Centeno seriamente—. Acabo de heredarla, y tan sólo me falta arreglar un asunto para tomar posesión de ella. Entonces sabré exactamente cómo es de grande y cuánto dinero tengo.

Muсeca Chang sonrió con picardía:

— ¿Y cuál es el asunto que tienes que solucionar…? ¿Cargarte a otro de los herederos…?

— No exactamente… — La apretó de nuevo contra sí—. Quizás algún día, si decido llevarte a Lanzarote, te lo cuente…

— ¿Y quién te ha dicho que tengo interés en ir a Lanzarote…? — inquirió ella con naturalidad—. No sé dónde queda, ni creo que me gustara… — Le mordió en la oreja suavemente—. Estoy bien contigo… — le susurró al oído—. Pero no sé si continuaré aquí cuando regreses… Puede que dentro de tres días aparezca un hombre, o una mujer, y decida marcharme… Siempre he sido así, y así quiero seguir siendo de momento…

— ¿Nunca habrá nada que te haga cambiar…?

— Quizás un hijo, pero no puedo tenerlos, y no me veo adoptando a un mocoso para acabar arrastrándolo de cama en cama y de prostíbulo en prostíbulo… — Le tomó la mano, conduciéndole de nuevo a la mesa, donde le sirvió una copa de champaсa mientras alzaba la suya—. Brindemos por nosotros… — pidió—. Por esta noche, por tu vuelta y por que aún me encuentres aquí ese día…

Al alzar la copa Damián Centeno tuvo el absoluto convencimiento de que no valía la pena regresar a Barbados, porque Muсeca Chang ya no estaría allí esperándole. La magia de su encuentro se había roto; su cortísima historia juntos había concluido, y a partir del momento en que abandonara la isla cada cual emprendería un camino distinto que probablemente jamás volverían a cruzarse.

Esa noche hicieron el amor con desespero; como si en verdad se tratase de dos enamorados condenados por el destino a separarse, y Muсeca Chang estuvo a punto de rozar una vez más el «Gran Orgasmo» sin acabar de atraparlo por completo.

Luego, con la primera claridad del día anunciándose apenas más allá del balcón, Damián Centeno se vistió en silencio, tomó su maleta y abandonó la estancia y el hotel. El avión, un estruendoso bimotor azul y blanco, calentaba motores en el extremo de la pista, y el piloto, un gordo barbudo que se cubría con una verde gorra de orejeras, tomó su equipaje, lo lanzó al último asiento y le indicó, sin una palabra, que embarcase.

Diez minutos después volaban sobre el Océano y, pese al rugido de los motores y el traqueteo del aparato, la noche de insomnio, el champaсa y el cansancio fueron más fuertes, y apoyando la cabeza en la ventanilla Damián Centeno se quedó profundamente dormido.

Le despertó el golpear del tren de aterrizaje sobre la pista del aeropuerto de Pointe-á-Pitre, y a partir de ese momento no volvió a dedicar un solo pensamiento a Muсeca Chang y las felices horas que habían pasado juntos, porque tenía que concentrarse en lo único que en verdad le importaba: localizar a los Perdomo «Maradentro», acabar de la forma más rápida posible con los chicos y desaparecer.

Cuando el avión se detuvo al fin y se apagaron los motores, sacó del bolsillo interior de la chaqueta un fajo de billetes y se los tendió al barbudo de la gorra verde.

— Espéreme hasta maсana… — dijo—. Si al mediodía no he vuelto, puede marcharse…

El piloto contó los billetes, dudó un momento y por último hizo un leve gesto con la cabeza, asintiendo.

— De acuerdo… Le esperaré hasta las doce. A esa hora tengo que irme. Me aguardan unos clientes en Trinidad.

— No se aleje del avión.

— Descuide.

Un taxi le condujo directamente a las Oficinas del Puerto, en las que el comandante Claude Duvivier le comunicó que sentía notificarle la triste nueva de la desaparición de su pariente Abel Perdomo, cuya búsqueda había sido dada ya por concluida, pero que el resto de su familia podría encontrarla sana y salva en casa de un pintor espaсol llamado Mario Zambrano, en Basse-Terre.

— No tiene pérdida… — concluyó—. Es una casa blanca, con una gran galería que cae sobre el mar justamente en lo alto de la colina, frente al viejo fuerte de Richepanse… — Le tendió la mano—. Salude a su familia de mi parte… Deben de estar esperándole, porque ayer mismo le comuniqué a Zambrano qué nos habíamos puesto en contacto con usted.

Media hora después Damián Centeno estaba sentado frente a una hermosa langosta y una botella de vino blanco en «Chez Félix», a la entrada del puerto, meditando sobre la forma de acabar con sus víctimas y abandonar la isla en el mismo avión en que había venido. Se sentía tranquilo e incluso casi agradablemente relajado, pese a que, por lo que Duvivier dijera, los «Maradentro» ya debían de saber, a aquellas horas, que los andaba buscando. Hubiera preferido que creyesen que había abandonado la persecución meses atrás, pero ahora que el padre estaba muerto y el barco se había hundido as dificultades se reducían de modo considerable. Ya no tenía que enfrentarse más que a una mujer, una chiquilla y dos muchachos, y empezaba a abrigar el convencimiento de que lo mejor sería acabar con toda la familia y evitarse de ese modo futuros problemas. No había visto a Aurelia Perdomo más que de lejos, pero no tenía aspecto de ser mujer que se cruzara de brazos si le mataban a los hijos.

«No me gustaría pasarme el resto de la vida esperando a que aparezca… — se dijo—. Tendré que librarme de ella.»

Aunque pudiera resultar sorprendente, la idea de asesinar a cuatro personas no le inquietaba en absoluto. Las muertes ajenas habían dejado de preocuparle treinta aсos atrás, incluso en el caso de tratarse de unos crímenes tan fríamente calculados como aquellos, porque en lo íntimo de su ser, Damián Centeno no se consideraba a sí mismo más que una víctima del tiempo y las circunstancias que le tocaron vivir. Había pasado por una infancia y una juventud miserables que no le ofrecieron otra alternativa que la delincuencia o la Legión, y la Legión le había enseсado a matar sin el menor remordimiento de conciencia cuando aún no había cumplido veinte aсos. Pretender que a aquellas alturas estuviese en condiciones de distinguir en qué se diferenciaban las muertes justificadas por razones de guerra o política, de las muertes injustificables puramente privadas, constituía, en verdad, una ilusión estúpida. Le había dado el «paseo» a untos inocentes diez aсos antes tan sólo porque el capitán Quintero o cualquier otro oficial se lo ordenaba; había enviado a tantos muchachos a misiones sin esperanzas, y había participado en tantos pelotones de ejecución, que aquellas cuatro vidas no serían nunca más que cuatro números de una lista interminable. Que tuvieran nombre y apellidos, nada significaba. Todos cuantos llevaban aсos enterrados y de los que nadie se acordaba, también lo habían tenido.

El problema por tanto no estribaba en asesinar a cuatro personas, sino en hacerlo pulcramente y esfumarse. Del fondo de su maleta había extraído ya el pesado revólver que le había acompaсado a lo largo de casi media vida y cuyo familiar contacto advertía ahora sobre la piel, bajo el cinturón y la camisa. Una vez trató de calcular cuántos «tiros de gracia» habrían escapado por el caсón de aquel arma, pero perdió pronto la cuenta. Si alguien le obligaba a enumerar cuántas de aquellas muertes no sirvieron de nada también perdería la cuenta. Sin embargo, tanta inutilidad nunca le produjo hastío o remordimientos. Tan sólo le condujo al convencimiento de que era hora de que las muertes sirvieran de provecho.

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