Alberto Vázquez-Figueroa - Océano
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Abrigaba el convencimiento de que el recuerdo de los verdes ojos de Yaiza y aquel halo de misterio que la rodeaban le perseguirían durante muchísimo tiempo, pero le constaba, también, que la muchacha nunca estaría más cerca de él de lo que había estado hasta el presente, y continuar a su lado no hubiera servido más que para ahondar en una herida que comenzaba a ser dolorosa.
Odiaba el desasosiego que se había apoderado de su espíritu desde el momento en que le mirara aquella maсana en la sala del hospital, y anhelaba volver a la paz de una existencia placentera en la que todo se limitaba a pintar, dar largos paseos por la playa, tener alguna que otra aventura esporádica con sus modelos o turistas de paso, y emborracharse los viernes en las tabernas del puerto.
Agitó la mano, respondiendo al saludo de las mujeres desde popa, advirtiendo cómo Asdrúbal permanecía atento a la maniobra, Sebastián empuсaba con mano firme el timón, y el sol comenzaba a surgir ya a sus espaldas. El mar aparecía verde y levemente rizado, y la balandra chirrió y cabeceó cuando una suave brisa que llegaba de tierra tensó su roja vela y la impulsó para que fuera ganando velocidad.
De pronto se escuchó un alarido, y Mario Zambrano se volvió alarmado. Al final de la playa acababa de hacer su aparición la desproporcionada masa humana de la negra «Mamá Shá», que gritaba y corría sin abandonar su enorme bolso repleto de cachivaches.
Agitaba al aire su único brazo libre en un desesperado esfuerzo por conseguir que el barco no se alejara, y era tal su carrera que al fin cayó de bruces, pero casi de inmediato se alzó pesadamente, puso una rodilla en tierra, gritó y lloró suplicando, y reinició su desvencijada marcha tambaleante hasta alcanzar el borde del agua, permitiendo que las olas empaparan su larga falda.
— ¡No te vayas, niсa…! — aulló—. ¡No te vayas, hija de Elegbá, amada de Dios, reina de mis días…! ¡No me dejes aquí…! ¡No me dejes, por favor…!
Mario Zambrano acudió junto a ella y la tomó por el brazo, obligándola a retroceder para que una ola no la derribara nuevamente.
— ¡Vamos, «Mamá Shá» — rogó—. Déjelo ya… Tranquilícese…
Pero se diría que ella ni siquiera había advertido su presencia, atenta como estaba únicamente a la figura de Yaiza que la observaba, inmóvil, desde cubierta…
— ¿Qué será de mí si tú te marchas…? — gritó—. ¿Cómo viviré si tu Dios me abandona? ¡Mi reina…! ¡Mi diosa…! ¡Vuelve!
— No puede, «Mamá Shá», tiene que irse.
— ¿Por qué?
— Alguien quiere hacerle daсo.
La negra se volvió a él y sus ojos parecieron querer atravesarle:
— ¿Daсo? ¿Quién pretende hacerle daсo si los dioses la protegen…?
— Es una historia muy larga… ¡Vámonos a casa…!
Ella negó con un gesto.
— ¡No…! No me moveré de aquí hasta que vuelva y me lleve con ella…
— ¡No volverá, «Mamá Shá»!
— ¡Volverá…! —insistió la negra con tozudez.
Mario Zambrano optó por encogerse de hombros.
— ¡Como quiera…! — admitió—. Por mí puede quedarse hasta el juicio final.
La balandra había ganado impulso, empequeсeciéndose en la distancia, y el pintor le lanzó una postrera mirada, agitó de nuevo el brazo, y dando media vuelta inició el camino hacia lo alto de la colina.
Ya en la casa, se asomó a la baranda y pudo advertir que la negra había tomado asiento en la arena, muy cerca de la orilla, con los ojos fijos en la figura de la muchacha que continuaba en popa, aunque no fuera ya más que una minúscula figura casi imperceptible.
— ¡Cosa de locos…! — murmuró para sí —. Y han estado a punto de volverme loco a mí también…
Se volvió a observar el cuadro aún fijo en su caballete y en el que apenas había sabido esbozar más que los contornos de la figura de Yaiza, sin captar tan siquiera uno solo de sus rasgos, y le asaltó una profunda sensación de alivio al comprender que ya no tendría que volver a enfrentarse al problema de reiniciar el baldío esfuerzo de atrapar la personalidad de su modelo. Luego, mientras se encaminaba a la cocina a preparar café, se preguntó hasta qué punto tenía razón «Mamá Shá» y nadie hubiera conseguido reflejar en un lienzo el indescriptible misterio que rodeaba a Yaiza Perdomo.
Al poner el agua a hervir cerró los ojos tratando de imaginar que al abrirlos ella continuaría sentada allí, en el extremo de la larga mesa de basta madera, o la sorprendería planchando junto a la ventana, e incluso tuvo la impresión de que su olor a mujer-niсa invadía la estancia superponiéndose a todos los otros olores de la vieja cocina.
— ¡Mierda…! — exclamó—. Tengo que quitármela de la cabeza o acabará convirtiéndose en una pesadilla.
Alargó la mano y tomó de la estantería una botella de ron de la que sirvió un largo vaso que consumió despacio hasta que el café estuvo listo. Luego, con el vaso y la botella en una mano y la taza de café en la otra, salió de nuevo a la terraza, en la que se acomodó dispuesto a no moverse hasta que la «Graciela» se hubiera perdido por completo de vista en el horizonte, momento en el que confiaba encontrarse completamente borracho.
Media hora después la negra vino a tomar asiento en el gran sillón de respaldo de mimbre, y durante unos instantes se miraron en silencio como dos seres a los que hubieran arrebatado al mismo tiempo lo único de valor que habían tenido nunca:
— ¿Por qué? —inquirió al fin la gorda—. ¿Por qué?
— Alguien trata de hacerles daсo. Un hombre. Atravesaron el Océano para escapar de él, pero temen que eso no baste y tengan que pasarse el resto de la vida huyendo.
— Elegbá les protegerá… —sentenció «Mamá Shá»—. Nadie puede enfrentarse a Elegbá.
— Pues hasta ahora su diosa no ha hecho mucho por ellos… — ironizó Mario Zambrano, a quien el alcohol comenzaba a hacer efecto—. Si ésa es la clase de vida que da a sus elegidos, rezaré para que nunca se fije en mí…
— Tú nunca podrás saber lo que significa ser un elegido de los dioses… ¡Nunca…!
El pintor alzó su vaso en un cómico gesto:
— ¡Brindo por eso…! — exclamó—. Brindo por continuar siendo un pobre exiliado que disfruta de lo poco que están dejando en la tierra para disfrutar: ron, mujeres, y algunos paisajes que pintar… — Bebió largamente—. Yo no creo en los dioses… — aсadió—. En ningún dios, ni blanco, ni negro… — Ahora apuntó con su vaso hacia el barco, que no era más que un diminuto punto en el horizonte—. Aunque le confiese que cuando ella se sentaba en esa baranda estuve a punto de aceptar que podía existir un dios, un cielo, e incluso ángeles capaces de tomar forma humana… — Sonrió con lo que era una mueca de amargura—. ¿Quiere que le confiese una cosa, «Mamá Shá»…? Reconozco que me enamoré de esa chiquilla como el más estúpido colegial… En cuatro días… ¡Qué digo en cuatro días…! En cuatro minutos… Entré en aquella habitación, la vi, me miró y ¡plaff…! ¡La cagamos!
La negra, que rebuscaba en su informe y atiborrado bolso, acabó por encontrar uno de sus apestosos habanos acabados en punta de alcachofa, y lo encendió aspirando un humo que parecía surgido de la chimenea de una fábrica de piensos:
— Los dioses suelen ser celosos… — Seсaló recostándose en el respaldo del sillón—. No les gusta compartir a los seres que aman, y con frecuencia acostumbran a poner a prueba a sus predilectos, aunque tan sólo sea para cerciorarse de que han elegido bien… ¡Y esa niсa es uno de ellos…! Me duele el corazón saber que ese barco se la lleva, pero me siento feliz porque la he visto, le he hablado y me ha tocado, con lo cual mi vida no ha resultado estéril… — Cerró los ojos como si estuviera pasando revista a sus recuerdos y, sin cesar de fumar, continuó —: A veces, en los momentos de duda me asaltaba el temor de que quizás había perdido mi tiempo en la búsqueda de unas verdades que muchos niegan… ¿Y si yo fuera la equivocada? me decía. ¿Y si todos estos aсos de persecución de unas seсales que no se presentaban no hubieran sido al fin y al cabo más que fantasías de negra loca…? ¡Se me antojaba terrible, porque nada puede existir más terrible para un creyente que la duda…! — Abrió los ojos y le miró sonriente—. ¡Pero ahora…! Ahora sé que esos aсos que dediqué a «saber», acabaron por abrirme los ojos del espíritu para poder descubrir que ella es la prueba de que hay alguien por encima de nosotros; «Alguien» capaz de tocar con su dedo a una criatura y echarla al mundo para que los pobres humanos comprendamos su auténtico poder…
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