Pedro «el Triste» había alargado la mano rodeándole el escuálido cuello sin que don Matías Quintero hiciera gesto alguno que denotara que se había dado cuenta. Comenzó a apretar muy lentamente, no encontró resistencia y ni siquiera un lamento escapó de los entreabiertos labios del viejo, cuyas palabras se fueron transformando en un murmullo ininteligible.
No abrió los ojos, ni movió tan siquiera un músculo. Intentó por dos veces, casi mecánicamente, aspirar un aire que se negaba a descender a sus pulmones, y cuando resultó evidente que no lo conseguiría pareció relajarse y se quedó muy quieto hasta que la muerte, que había pasado tanto tiempo haciéndole compaсía en aquella tétrica habitación, se apoderó mansamente de su agotado cuerpo y su alma tiempo atrás ya vencida.
Dormía el mar y también dormía el viento. Dormía el cielo al que no alcanzaba a despertar tan siquiera una nube, y al mundo todo se le creería dormido o muerto porque tan sólo el sol, alto y rabioso, parecía estar despierto, vivo y violento.
De los mástiles colgaban fláccidas las velas que ni siquiera sombra proporcionaban ya, y el resquebrajado casco de la vieja goleta ansiaba abrirse y estallar como una granada demasiado madura o una castaсa arrojada a las llamas.
Diez días habían pasado desde que amainara la tormenta, y tan sólo una lenta corriente les había hecho derivar imperceptiblemente hacia el Oeste.
— Nos cogieron las calmas… — admitió Abel Perdomo—. Nos cogieron de pleno y Dios sabe cuándo querrán soltarnos.
— Es culpa mía… — admitió Sebastián.
— No es culpa de nadie, hijo — le corrigió su padre—. Sabíamos que corríamos un riesgo y de este modo al menos por el momento estamos vivos… Pronto o tarde el viento volverá.
— ¿Y si no vuelve…?
— Ten confianza: volverá… ¿Calculaste ya dónde podemos encontrarnos…?
Sebastián abrió el viejo Atlas escolar de su madre y seсaló una cruz que había marcado en rojo:
— Mi cronómetro no es exacto, pero estoy casi seguro de que debemos de estar por aquí: a unas quinientas millas al nordeste de Antigua y Guadalupe…
— ¡Quinientas millas…! — exclamó Abel Perdomo desalentado—. ¡Dios bendito!
— Si el viento no vuelve pronto no llegaremos nunca…
Asdrúbal, que había hecho su aparición surgiendo de la bodega de proa, tomó asiento en la borda junto a su hermano y sin mirarles seсaló:
— Habrá que levantar tablas de cubierta y reforzar con ellas el casco o en cualquier momento cederá.
— Si lo hacemos la primera borrasca o un simple chubasco inundará la bodega.
— La primera borrasca nos echará a pique hagamos lo que hagamos… — sentenció el muchacho—. Éste barco ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar y parece más de cartón que de madera…
— No me agrada la idea de navegar de ese modo… — seсaló su padre—. Suena absurdo.
— Más absurdo suena navegar en un barco sin casco… — replicó Asdrúbal—. Y si no ponemos pronto mano a la obra es lo que nos va a ocurrir… Tal como está el mar podemos echar al agua el bote y trabajar desde fuera. Abriendo y enderezando latas y bidones conseguiríamos un buen refuerzo si es que las cuadernas soportan los clavos…
— Será cosa de intentarlo.
Lo intentaron, aunque a Abel Perdomo le dolía el alma ver cómo aquella orgullosa goleta que había contribuido a construir con tanto esmero se iba convirtiendo poco a poco en una cochambrosa exhibición de chapuzas y remiendos en donde tablas de diferentes especies y tamaсos se entremezclaban con parches de hojalata que incluso lucían los dibujos, colores y letreros de marcas comerciales.
Con un toldo malamente levantado con pedazos de lona azul hecha girones, ropa puesta a secar, y tres hombres y dos mujeres apenas vestidos que iban de un lado a otro ocupados tan sólo en achicar agua o poner parches, el «Isla de Lobos» pasó a convertirse en pocos días en un objeto flotante irreconocible; una extraсa especie de chabola suburbial que únicamente gracias a la indescriptible mansedumbre del mar se mantenía en equilibrio.
— Ahora sí que parecemos gitanos… — admitió Aurelia recordando las palabras de su hijo—. Aunque los gitanos al menos disponen de un suelo donde poner los pies y a nosotros nos falta hasta eso.
Habían tenido que acomodarse, casi apelotonados, en la cubierta de popa porque parte de la de proa había sido levantada para aprovechar las tablas, y no se podía caminar por aquella zona del barco más que haciendo equilibrios sobre los travesaсos, algunos de los cuáles se encontraban tan putrefactos que amenazaban con ceder viniéndose abajo estrepitosamente.
El «Isla de Lobos» se moría.
Al enfrentarse a la borrasca había librado su última batalla, y aunque consiguiera salir airoso de la contienda ya el mar se le había metido para siempre en los huesos y le iba empapando hasta convertirlo en un inmenso pan mojado listo para deshacerse al primer embate de una ola.
Se tenía la impresión de que cualquiera de aquellos inmensos tiburones que en los tórridos mediodías ascendían desde lo más profundo a curiosear en torno al casco podrían abrirle un hueco tan sólo con propinarle un cabezazo, y por ese boquete se le escaparía definitivamente la vida a la goleta, porque se desmoronaría como un castillo de naipes, dejando sobre la quieta superficie de las aguas tan sólo algunos desperdigados restos de naufragio.
La cruel metamorfosis sufrida en poco tiempo por aquel barco que tanto amaba parecía haber desmoronado igualmente ei espirito e Abel Perdomo, que comenzaba a dudar de su capacidad de sobrevivir sobre un Océano que no aceptaba brindarle la oportunidad de salvar a los suyos empleando para ello todo el caudal de su experiencia.
El mundo de generaciones de «Maradentro» estaba hecho de viento, pues el viento había sido su aliado o su enemigo desde que tenían memoria, y al igual que los había castigado lanzando sobre ellos toda la fuerza de su infinita furia, los había ayudado hinchando sus velas y empujándoles velozmente en busca de los bancos de atunes y sardinas.
Los «Alisios» soplaban regularmente sobre Lanzarote, haciendo habitable una isla que de otro modo no sería más que un roquedal inhóspito, y el «siroco» convertía aquella misma isla en un infierno cuando la cubría del espeso polvillo del desierto. El viento iba y venía, cambiaba su fuerza o rolaba a su capricho y se podía contar con él para lo bueno o lo malo, pero ahora, allí, en el corazón mismo del Océano, las velas de la goleta eran colgajos que recordaban los adornos de papel de una verbena tras una noche de lluvia; crespones de un entierro; flores marchitas.
Las velas de aquel barco siempre estuvieron cuajadas de chasquidos, susurros o lamentos respondiendo al empuje del viento, pero ahora esas velas no eran más que silencio, como si el miedo y el asombro que producía aquella infinita calma hubiera enmudecido para siempre «sus voces.
Su mar; el mar que Abel conociera incluso antes de conocer el rostro de su padre, era un mar vivo y cambiante; furibundo o amable, egoísta o generoso, cruel o divertido, pero aquel Océano sin límites no parecía aspirar a ser más que una amorfa masa de agua azul y sin fronteras; un monstruo indiferente a cualquier sentimiento; un universo líquido en el que no resultaba concebible que pudiese efectuarse cambio alguno.
El mar cambiaba. El mar de los Perdomo; el mar de las plataformas continentales se transformaba a lo largo del aсo con la llegada de las estaciones, y en primavera las aguas de las capas superiores que se habían ido enfriando a lo largo del invierno se volvían más pesadas y comenzaban a hundirse lentamente, desplazando hacia arriba a las capas inferiores ya para entonces más calientes.
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