Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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— Viene un hombre.

Los cuatro se volvieron a observar a Yaiza, que llevaba largo tiempo contemplando la luna sobre el mar:

— Viene un hombre y le siguen dos perros… — repitió—. Anda a zancadas y quiere decir algo, pero no llega nunca.

Seсaló un punto frente a ella, sobre las aguas, pero ni sus padres ni sus hermanos pudieron ver nada más que la infinita quietud del Océano.

— ¿Quién es? — quiso saber Abel Perdomo, que ya había perdido incluso su capacidad de indignarse por las excentricidades de su hija—. ¿Le conoces…?

— No consigo ver su cara. Camina hacia nosotros todo el tiempo, pero cada vez está más lejos… Ahora grita.

— ¿Qué dice?

— Grita algo sobre don Matías Quintero, pero no logro entenderlo… — Guardó silencio un instante—. Ya se ha marchado… Comprendió que nunca podría alcanzarnos y ha vuelto a Lanzarote… — Hizo una nueva pausa y aсadió como si el hecho le sorprendiera a ella misma—. No estaba muerto, ni va a morirse… Es la primera vez que alguien que está vivo y no conozco quiere acercarse así…

— ¡Locos…! — exclamó Sebastián malhumorado—. ¡Estamos todos locos! Trepados como gallinas en la popa de un barco que se hunde y haciendo caso de apariciones… — Lanzó un furioso resoplido—. Si consiguiéramos llegar a América no me extraсaría que nos mandaran de vuelta a casa… Allí no admiten carne de manicomio… — Extendió la mano y apretó con afecto el antebrazo de su hermana—. ¡Perdona…! — rogó—. Sé que no tienes la culpa, pero estas cosas me sacan de quicio… — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Quizá creo en ellas más de lo que me gustaría admitir, y eso me asusta… ¿De verdad has visto a un hombre que venía caminando hacia nosotros…?

— Tan claro como te estoy viendo a ti… Era un hombre alto, flaco y zanquilargo, con dos perros…

— ¡Pedro „el Triste“!

Era Asdrúbal el que había hablado.

— ¿Qué tiene que ver con todo esto Pedro „el Triste“? — inquirió su padre.

— No lo sé… —admitió el muchacho—. Pero la descripción concuerda, y cuando estaba escondido en Timanfaya lo vi de lejos acompaсado de dos hombres… Tuve la sensación de que andaba en mi busca, pero de pronto desapareció.

— Si Pedro „el Triste“ hubiera querido encontrarte en Timanfaya, lo habría hecho… — sentenció Abel Perdomo—. No creo que te buscara, ni que fuera el que Yaiza ha visto.

— ¿Entonces quién era ese hombre…? — quiso saber Aurelia.

— Nadie que deba preocuparnos, ni nadie en quien debamos seguir pensando… Vino y se fue, y cuanto menos nos acordemos de él, más tranquilos estaremos… Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que vengan a visitarnos hombres ni perros…

Damián Centeno y Justo Garriga decidieron pasar su última noche en „Casa de la Húngara“, en la calle Miraflores de Tenerife, en una especie de homenaje a las muchas noches de putas que habían compartido a lo largo de sus aсos en la Legión.

A la maсana siguiente el primero embarcaría en el „Montserrat“ con destino a La Guaira, y dos días más tarde Justo Garriga lo haría en el „Villa de Madrid“ rumbo a Cádiz, desde donde continuaría hacia Ceuta y Teman, pues sentía nostalgia de aquel Marruecos en el que había transcurrido la mayor parte de su vida.

Ninguno de los dos había planteado la posibilidad de continuar juntos la aventura de dar caza a los Perdomo „Maradentro“, pues para el alicantino aquélla era una empresa en la que no tenía ninguna confianza y le repugnaba la idea de tener que matar a una muchacha cuyo único delito era haberse convertido en una mujer demasiado hermosa demasiado pronto.

Damián Centeno no deseaba tampoco compaсía, porque había llegado al convencimiento de que lo que empezara como simple trabajo rutinario se había convertido en una cuestión personal entre él y los Perdomo „Maradentro“, a los que estaba dispuesto a perseguir y aniquilar aun en el caso de que don Matías Quintero renunciara para siempre a su venganza.

Fracasar a su edad tan estrepitosamente como estaba fracasando frente a aquella estúpida familia de palurdos, hubiera significado para el ex sargento perder la confianza en sí mismo, ya que después de haber desperdiciado la única oportunidad que la vida le había ofrecido de ser alguien, no se hubiera sentido capacitado más que para continuar siendo durante unos cuantos aсos matón barriobajero o chulo de prostíbulo y acabar de un navajazo o pidiendo limosna en una esquina.

Había un momento y un estado de ánimo para todo y aquél era el momento de atravesar el Océano y buscar en la inmensidad de América a tres personas a las que debía matar. Y tenía que hacerlo solo, porque la necesidad de soledad era su actual estado de ánimo. Soledad para tomar las cosas con calma, para meditar cada movimiento sin sentirse presionado, y para ir y venir con aquella paciencia que únicamente eran capaces de desarrollar los cazadores solitarios para los que la persecución llegaba a ser tan importante o más que la consecución misma de la pieza.

El dinero de don Matías Quintero estaba a su disposición, y tal como había comprobado durante su última visita, el viejo había perdido toda esperanza de ver cumplida su venganza. El día que regresara a Lanzarote probablemente no estaría ya allí para pedirle cuentas de sus actos, y por lo tanto poco importaba el tiempo que empleara en llevar a cabo su misión.

Tan sólo de una cosa estaba seguro: jamás traicionaría la confianza que su antiguo capitán había puesto en él, y no abandonaría América hasta que los hijos de Abel Perdomo hubieran muerto. El, que en tantas ocasiones se había jugado la vida por cumplir unas órdenes con frecuencia inaceptables, estaba decidido a cumplir aquella última orden que era la única que se le antojaba lógica de cuantas le habían dado a través de los aсos.

— ¿Y si ni los encuentras nunca…? — había preguntado Justo Garriga mientras cenaban, tuteándole por primera vez desde que se conocían—. ¿Te quedarás para siempre en América…?

— Aún no lo sé… —admitió—. Pero puedes estar seguro de que si un día llego a la conclusión de que nunca daré con ellos renunciaré a todo y volveré a mi vida de antes… — Abrió las manos en un gesto claramente fatalista y sonrió levemente—. Un trato es un trato, y sabes mejor que nadie que siempre cumplo los míos.

— ¡Imagina que han muerto…! — insistió el otro—. Imagina que esa vieja baсera no aguantó la travesía y están ya en la barriga de los peces… ¿Cómo vas a encontrarlos…? ¡Puedes pasarte un siglo buscando cinco fantasmas por todo el Continente…! ¿Es que no te das cuenta…?

Damián Centeno, que masticaba lentamente, asintió con un gesto, tragó lo que tenía en la boca, bebió un sorbo de vino y replicó:

— Sí; me doy cuenta… Me doy cuenta y lo he pensado. Si no consigo ninguna evidencia de que están en América y llego a la conclusión de que se ahogaron, dentro de diez aсos daré por concluida la búsqueda y tomaré posesión de la herencia.

— ¡Diez aсos…! — se asombró el alicantino—. ¿Serás capaz de esperar diez aсos para apoderarte de algo que es tuyo…? ¡Tu estás loco…!

— No estoy loco, Justo… No estoy loco… — replicó su ex sargento suavemente—. Soy así; ésa fue siempre mi forma de actuar, y gracias a ella un hombre como el capitán Quintero confía en mí y seguirá confiando aun después de muerto… Tengo mis propias leyes y mi sentido del Honor y me guío por él sin importarme lo que otros piensen… — Bebió de nuevo muy despacio y dejó la copa ante él con infinito cuidado, como si se tratara de la cosa más importante que tuviera que hacer en esta vida. — Tal vez dentro de quince días el viejo haya muerto, y yo no tendría entonces más que presentarme en Lanzarote y disfrutar de todo lo que tenía, pero te garantizo que no lo podría disfrutar porque sería como haberlo robado, y tú sabes bien lo que pienso de los ladrones…

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