Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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— ¡Llegaremos!.. — aseguró convencido Abel Perdomo—. ¡Oh, Dios, si mantienes este viento y este mar, conseguiré llevar a mi familia hasta la costa…!

— La costa está aún muy lejos…

Se volvió a Sebastián, que era quien lo había dicho.

— ¿Cómo de lejos…?

— Más de trescientas millas…

El experto ojo de Abel Perdomo observó el mar, lanzó hacia proa un pedazo de madera y contó el tiempo que tardaba en cruzar a lo largo de la borda.

— ¡Cinco nudos…! — dijo—. Si bombeamos el agua que llevamos en la bodega subiremos a seis; tal vez a siete… ¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar si las cosas no cambian…?

Su hijo hizo un rápido cálculo mental:

— Seis días… Tal vez ocho…

— ¡Bien…! Ya haré que este barco se mantenga a flote una semana, cueste lo que cueste… ¡Yaiza…! — llamó—. Hazte cargo del timón… Vosotros abajo conmigo; a echar fuera el agua… ¡Aurelia…!: Empieza a tirar por la borda todo lo que no sea imprescindible: los muebles, las barricas, las literas, el espejo… ¡Todo!

— ¡El espejo, no…! — suplicó ella—. Prometiste que el espejo siempre vendría conmigo… Es el único recuerdo de mi madre que me queda…

Abel Perdomo fue a decir algo, pero pareció cambiar de idea y sonrió. Le dio a su mujer una cariсosa palmada en el trasero y asintió con un gesto:

— ¡Está bien…! — aceptó—. Conserva de momento el espejo y las literas, pero te juro que si esta tarde no navegamos a seis nudos, se lo tiro al monstruo de anoche para que se mire y vea lo feo que es…

Saltó sobre los travesaсos de proa, y se dejó descolgar a la bodega en la que ya sus hijos habían comenzado a accionar briosamente las bombas de achique.

— ¡Fuerza, muchachos…! — pidió—. Vamos a demostrarle a este Océano quiénes son los „Maradentro“ y por qué cojones nos pusieron el apodo…

E hicieron fuerza. Toda la fuerza que les confería la desesperación; toda la fuerza que eran capaces de imprimir a sus brazos tres hombres decididos a sobrevivir y que acababan de recuperar la fe y la confianza en su propia salvación y la de los seres que amaban.

Cuatro horas después, cuando aún quedaban dos cuartas de agua en el fondo del barco y ya parecían a punto de caer agotados, Abel Perdomo hizo un alto, lanzó un resoplido y girando la vista a su alrededor como si buscara a alguien a quien no podía ver, exclamó:

— ¡Echa una mano, viejo…! No te quedes ahí como si la cosa no fuera contigo… Ya sé que te has pasado la noche espantando a ese bicho, pero tú siempre fuiste un tipo duro que podía pasarse tres días sin dormir sacando atunes.

Sebastián, que había tomado asiento a su vez y se limpiaba los chorros de sudor que le corrían por la frente, sonrió divertido:

— ¿Realmente empiezas a creer que el abuelo viene con nosotros…?

— Sabiendo lo que teníamos que pasar, tu abuelo, ¡ni muerto! se hubiera quedado en tierra… — replicó convencido—. Y si tu hermana dice que está aquí, es que está… Sólo hay una cosa que yo haya aprendido de mayor: esa chiquilla no se equivoca nunca. ¿Dónde estaríamos ahora sin ella?

Sebastián se sintió tentado de responder que pescando tranquilamente en el Canal de la Bocaina, pero no lo hizo, en parte porque comprendía que hubiera sido una crueldad, y en parte porque en esos momentos la propia Yaiza hizo su aparición en equilibrio sobre lo que quedaba de cubierta:

— ¿Queréis agua…? — inquirió—. Mamá la está fabricando. ¡Venid a verlo…!

En efecto, Aurelia se encontraba atareada destilando agua con ayuda de un alambique fabricado con una tetera y un pedazo de tubo de cobre, semejante al que empleara Asdrúbal durante su estancia en el Infierno de Timanfaya.

— Me pareció una estupidez tirar los muebles… — dijo a modo de explicación—. Los estamos quemando y aunque no mucha, algo de agua conseguimos…

El agua se había convertido desde hacía ya más de una semana en uno de sus principales problemas, porque en contra de lo que Sebastián había supuesto, las lluvias no habían hecho su aparición y habían tenido que reducir una y otra vez las raciones hasta el punto de que la sed era ya un compaсero más en aquel inacabable viaje.

Inclinados sobre el fuego observaron cómo una a una las gotas de agua dulce se iban condensando en el interior de la botella que Aurelia había colocado al final del alambique, y que se encontraba ya más que mediada.

— ¿Cuánta madera has necesitado para eso…? — quiso saber Abel.

— Las patas de la cómoda de nuestro dormitorio… — replicó Aurelia con una leve sonrisa—. Si tenemos suerte, nuestro mejor mueble se convertirá en tres litros de agua potable.

El le pellizcó la cara con un cariсoso gesto que era tal vez un intento de consolarla:

— No creo que ningún mueble tuviera nunca un destino mejor… — sentenció—. Cuando acabes con ellos podemos quemar la caseta del timón, la camareta, las literas, las bordas y hasta los palos… Mientras en el mar siga habiendo „dorados“ y quede algo que quemar, sobreviviremos…

— Siempre que nos mantengamos a flote… — le hizo notar Asdrúbal.

— Seguiremos a flote, hijo… — aseguró Abel—. Seguiremos a flote aunque tengamos que aflojarnos los riсones achicando agua. — Se diría que Abel Perdomo había recuperado su espíritu combativo desde el momento en que el viento le dio en la cara, convirtiéndose nuevamente en lo que siempre había sido: el capitán de un barco que estaba dispuesto a todo por llegar a su destino—. Hemos recorrido casi tres mil millas… — continuó—. Y recuerdo que nadie en Lanzarote apostó a que llegaríamos siquiera a la mitad de esa distancia. Elegimos la ruta más difícil; aquella en la que todos fracasan, y estamos ya a menos de una semana del fin de nuestro viaje… ¡Llegaremos!

Se diría que su fe y su entusiasmo se contagiaba a toda su familia. A toda la familia excepto a „la que aplacaba a las bestias, atraía a los peces, calmaba a los enfermos y agradaba a los muertos“; la única que entreveía en ocasiones el futuro; la única a la que hablaba el abuelo Ezequiel, y que se mantuvo apartada, ausente y cabizbaja, incapaz de participar del entusiasmo y la fe que se había apoderado de los suyos.

Yaiza sabía.

Damián Centeno no experimentó el menor interés por subir hasta Caracas cuando le informaron que tardaría casi tres horas en llegar a la capital cruzando una agreste cadena de montaсas cortadas por terroríficos precipicios, entre los que se abría paso una sinuosa y endiablada carretera cuyas infinitas curvas nadie había sido capaz de contar sin marearse.

Ya había tenido bastante mareo con el mar, y lo que en verdad le interesaba no lo encontraría nunca en Caracas, sino en el caliente, sucio y ruidoso puerto de La Guaira, en el que un bochornoso mediodía atracó el „Montserrat“ tras una monótona travesía desesperante.

Buscó un hotel discreto a no más de tres calles de la entrada a los muelles, pasó el resto del día haciéndose a la idea de que se encontraba en el trópico, y que aquella ardiente humedad que le obligaba a sudar a mares le acompaсaría a todas partes, durmió mal a causa del calor y del ruido de un tráfico ensordecedor, y a la maсana siguiente, muy temprano, se presentó en las Oficinas del Puerto.

Lo primero que hizo fue colocar dos billetes de veinte bolívares ante el empleado, que había abandonado de mala gana la lectura de su periódico al otro lado del mostrador para acudir a atenderle:

— Necesito información sobre un barco… — dijo.

El empleado, que se había guardado los cuarenta bolívares en el bolsillo de la camisa con absoluta naturalidad, pareció dispuesto a mostrar un mayor interés por su tarea.

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