— ¡Entiendo! ¿Estará Jacaré Jack en Port-Royal?
— Eso es lo único que le importa, ¿verdad? Jacaré Jack. — El capitán Mendaña negó, convencido —. Lo dudo. Raramente aparece por allí, ni tampoco se sabe que suela visitar la Tortuga. Debe de tener su propio fondeadero en las islas Vírgenes o quizá en el jardín de la Reina, al sur de Cuba.
— ¿Quién puede saberlo?
— Nadie que yo conozca.
— He ofrecido una generosa recompensa a quien me proporcione algún tipo de información sobre ese barco. ¿Cree que dará resultado?
— ¡Desde luego…! — replicó el capitán con manifiesta ironía —. Aparecerán docenas de supuestos delatores que le marcarán llevándole de aquí para allá como a un pelele. Pero le aseguro que al final lo único que habrá conseguido es gastar tiempo y dinero.
— ¿Qué me aconseja, entonces?
— Que se ahorre problemas y se largue a cualquier lugar del mundo en que nadie le conozca.
— Eso no puedo hacerlo.
— ¿Por qué?
— Me acusarían de traición.
El capitán Mendaña le observó con gesto de perplejidad y por fin replicó con intención:
— Por lo que tengo oído, don Hernando, en estos momentos se le acusa de negrero, depravado, desleal, inepto prevaricador y hasta puede que ladrón. ¿Qué importancia tiene un adjetivo más o menos, si le va en ello la vida? — Se puso en pie para dar un corto paseo por la amplia terraza y tomar luego asiento en el repecho del grueso muro —. ¿Sabe una cosa? — añadió por último —. Yo amaba a Emiliana Matamoros. Para mí era como una diosa a la que tuve siempre en un pedestal sin que jamás se me cruzara por la mente un solo pensamiento innoble. Pero un día apareció el delegado de la Casa de Contratación de Sevilla en su enorme carroza dorada y la corrompió destruyendo el único sentimiento puro y limpio que tuve nunca. — Le miró a los ojos con expresión desafiante —. ¿Cómo puede venir a suplicarme que le ayude? Ni yo ni nadie en esta isla, y quiero suponer que a todo lo ancho y largo del mundo, moverá nunca un dedo a favor suyo, y eso es algo que debe aprender a asimilar lo más pronto posible si pretende seguir viviendo.
Concluido el reparto de las perlas, y navegando en un mar tranquilo, bajo un sol de justicia y sin apenas un soplo de viento en las velas, Lucas Castaño acudió a tomar asiento junto a su capitán, que se acomodaba en el viejo sillón del escocés a la sombra del alcázar, y tras permanecer unos minutos en silencio, observando los peces voladores surgir ante la proa para planear sobre la plateada superficie del agua e ir a hundirse casi sin levantar espuma, señaló pesaroso:
— Los hombres están inquietos.
Su joven capitán le observó desconcertado.
— ¿Y eso? El reparto ha sido justo… ¿O no?
— Sí, desde luego — admitió el panameño —. Justo pero insuficiente. Poco más de dos mil perlas, aunque sean magníficas, no constituyen un botín que justifique pasarse meses en alta mar expuestos a que en cualquier momento nos atrapen y ahorquen. Este es un oficio duro y peligroso, cuya única compensación se centra en la aventura y un buen botín. — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio —. Y hace años que no disfrutan ni de lo uno ni de lo otro.
— ¿Qué quieren?
— Dejar de asaltar barcos cargados de picos y palas, y abordar uno que lleve las bodegas repletas de oro aunque al hacerlo se jueguen la vida. — Se encogió de hombros con gesto de impotencia al añadir —: En una palabra: comportarse como auténticos piratas.
— Entiendo… — admitió el margariteño —. ¿Y tú qué opinas?
— Yo opino que si no aprovechamos el tiempo nos haremos viejos y acabaremos mendigando en cualquier sucio puerto… — Hizo un leve gesto hacia la camareta de popa en la que se encontraba en esos momentos Celeste —. Y llevar una mujer a bordo no contribuye a mejorar las cosas; trae mala suerte.
— Se trata de mi hermana.
— Todos lo saben, pero todos saben también que se trata de una muchacha muy atractiva, y la mayoría de ellos lleva seis meses sin oler un higo. ¡Deberías reflexionar sobre eso!
— Ya lo hago. Y no encuentro una solución que me convenza. ¿Qué puedo hacer con ella?
— Cualquier cosa menos permitir que continúe a bordo de un barco pirata… ¡No es serio!
— No se me ocurre dónde podría desembarcarla, porque el refugio de las Granadinas no se me antoja apropiado para ella. No hay más que putas.
— El mundo es muy grande.
— No lo bastante para la Casa de Contratación. Su brazo llega a todas partes.
— A Jamaica, no. Nadie relacionado con la Casa se atrevería a poner un pie en Jamaica, puesto que le quemarían en la plaza pública al día siguiente. Tu hermana estaría segura allí y, de paso, podríamos ponernos en contacto con otros barcos para intentar alguna operación conjunta. Dentro de tres meses la Flota partirá de Cartagena de Indias rumbo a Cuba, y de allí continuará hacia las Azores y Sevilla. Sería el momento de caer sobre ella.
— ¿En colaboración con los corsarios? — preguntó asombrado el joven capitán Jacaré Jack —. ¡Odio las masacres!
— ¡Escucha…! — replicó su segundo esforzándose por mostrarse paciente —. Lo que importa en este tipo de acciones es tener muy presente cuál es el barco que realmente interesa, aprovechar el fragor de la batalla, apartarlo del resto y abordarlo con rapidez. Para ello, lo mejor es enviar espías a los puertos de salida a fin de saber exactamente qué barco lleva oro, y cuál no. Con frecuencia, los más aparatosos suelen ser los menos interesantes.
— ¿Lo has hecho antes?
— Con frecuencia — admitió su interlocutor —. El viejo se daba mucha maña para llevarse limpiamente un cordero mientras los lobos y los perros se destrozaban a cañonazos. — Le guiñó un ojo —. Luego llegaste tú y decidió cambiar los corderos por los burros de carga.
— ¿Y eso te molesta?
— ¡Bueno…! — fue la casi humorística respuesta —. Ten presente que en los últimos años prácticamente los únicos cañonazos que ha disparado el Jacaré han sido salvas de aviso. Puro fuego de artificio impropio de su fama.
— ¡De acuerdo! — admitió el muchacho —. Pensaré en ello.
— Te aconsejo que lo pienses pronto, o de lo contrario nos podemos llevar una sorpresa. — Le apuntó con el dedo —. Y con esa chicuela a bordo, acabaría en tragedia.
Sebastián Heredia recorrió con la vista los rostros del puñado de hombres que se encontraban en esos momentos de guardia sobre cubierta, y llegó a la amarga conclusión de que una vez más el fiel panameño tenía razón en sus apreciaciones. Un barco pirata no era el lugar más idóneo para una adolescente, y no hacía falta ser muy observador para percatarse de los intercambios de gestos y miradas que solían hacer aquella desharrapada cuadrilla de babosos cada vez que Celeste decidía salir de la camareta a respirar un poco de aire fresco.
El Jacaré había sido casi desde el momento en que desembarcó el escocés una especie de barril de pólvora flotante, y los provocativos pechos y la sensual boca siempre húmeda de una criatura que había heredado en parte el bestial atractivo sensual de su madre podía muy bien convertirse en la chispa que hiciera estallar dicha pólvora.
Tras la cena, Sebastián se enfrentó a ella y a su padre en la camareta que ahora les había cedido, para exponer sin ambages cuanto le preocupaba.
— Creo que Lucas tiene razón, y lo más lógico es que desembarquéis en Jamaica — dijo —. Allí podréis vivir sin miedo a represalias, y yo podré acudir con frecuencia a visitaros.
— ¿Y por qué no desembarcas tú también? — preguntó Celeste —. Vende el barco, compra una buena hacienda de caña de azúcar y dedícate a vivir en paz.
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