Aquel hombre alto y flaco hasta resultar ascético, que parecía recién salido, como por arte de encantamiento, de un cuadro de El Greco, se puso en pie, fue hasta la ventana y contempló por largo rato el tranquilo y oscuro río que muy pronto iría a desembocar al transparente Caribe.
Por último, y sin volverse a quien permanecía con la vista clavada en la punta de sus botas, masculló señalando con un leve ademán de la cabeza la pétrea mole de la amazacotada fortaleza que se divisaba en la distancia.
— Mi obligación sería encerraros en la más profunda mazmorra del castillo de San Antonio de por vida, y admito que ése es sin duda mi más íntimo deseo, puesto que no me provocáis más que repulsión y rechazo — aguardó hasta que un pesado pelícano que acababa de lanzarse de cabeza al agua surgió de nuevo llevando en el pico un grueso pez, lo observó mover cómicamente el cuello para echárselo al buche sin que se le cayera, y por último continuó con idéntico tono —: Sin embargo, mi deber es anteponer los intereses de la Casa a toda otra consideración, y en estos momentos los intereses de la Casa exigen que todo el mundo sepa que ese tal capitán Jacaré Jack y toda su tripulación han sido rápida y severamente castigados. Por lo tanto, os voy a conceder una moratoria.
Regresó a su sillón y clavó sus inquisitivos y amenazantes ojillos grisáceos en la pelirroja y entrecana barba del esperanzado don Hernando Pedrárias al señalar:
— Regresad a Margarita. Pignorad todas vuestras propiedades y armad de vuestro propio peculio un buque con que perseguir hasta el confín del universo a esos miserables. Si en el plazo de un año regresáis con sus cabezas colgando de las jarcias seréis perdonado. — Sorbió de nuevo una minúscula ración de rapé —. En caso contrario, serán mis propios navíos los que os busquen para regresar con vuestra cabeza. ¿Está claro?
— ¡Muy claro, excelencia!
— ¡Marchaos entonces y tenedlo muy presente! Dentro de un año a partir de este instante quiero ver cabezas frente a esa ventana, y os aseguro que poco me importará si se trata o no de la vuestra.
El ya ex delegado de la Casa de Contratación de Sevilla en la isla de Margarita abandonó abochornado la estancia para recorrer muy despacio y bordeando siempre el río, la milla y media de distancia que separaba el palacio de su excelencia don Cayetano Miranda Portocarrero y Díaz de Mendoza en Cumaná, del puerto propiamente dicho, sin preocuparse de que le estuviera cayendo encima un sol de justicia. Sólo cuando consideró que se había serenado lo suficiente y se encontraba en condiciones de articular una frase mínimamente coherente, penetró en la solitaria taberna en que le aguardaba desde hacía horas su fiel secretario, Lautaro Espinosa.
— Te quedarás aquí — ordenó en cuanto hubo tomado asiento frente a él — y enviarás mensajeros a todos los puertos de la región notificando que pagaré lo que pidan por el navío mejor armado que surque estos mares… — Le apuntó con el dedo —. ¡Lo que pidan! Y pagaré también por cualquier tipo de información que facilite la localización del Jacaré. Necesito saber qué rutas acostumbra a seguir, qué puertos toca, o dónde fondea cuando no está en campaña… — Bebió largamente del vaso que el otro tenía delante, para añadir en el colmo de la excitación —: Luego empieza a contratar una tripulación dispuesta a todo. ¡Piratas, bandidos, violadores, asesinos! ¡Lo que encuentres!
— ¿Os dais cuenta, señor, de lo que estáis pidiendo? — alegó el otro visiblemente impresionado más por el tono de voz que por las palabras en sí.
— ¡Naturalmente que me doy cuenta! — fue la áspera respuesta —. Te estoy pidiendo que me ayudes a salvar la cabeza, y que de paso salves la tuya, porque los dos sabemos qué comisión te correspondía por cada esclavo del Four Roses. — Le señaló con el dedo acusadoramente —. Estamos juntos en esto, y o salimos juntos, o juntos nos hundimos… ¿Está claro?
Lautaro Espinosa asintió tragando a duras penas la saliva que se negaba a descender por su reseca garganta.
— ¡Muy claro, señor! — dijo.
— Espabila entonces, porque yo salgo esta misma tarde para La Asunción. — Se puso en pie de un salto —. Gasta lo que necesites, pero cuando vuelva quiero ver un barco en el golfo de Paria con doscientos hombres sobre cubierta… — Lanzó un sonoro reniego al exclamar —: ¡Como que me llamo Hernando Pedrárias que atraparé a ese maldito escocés y a esa jodida puta!
Dos días más tarde, y en cuanto puso el pie en el caserón de Margarita, descendió apresuradamente a la bodega en que había ordenado encerrar a Emiliana Matamoros, y al enfrentarse a la ahora sucia, despeinada y semiborracha mujer que en otro tiempo le apasionara, no pudo contener un despectivo gesto de repugnancia:
— ¡Hiedes a perro muerto y aún no me explico cómo hubo un tiempo en que perdí la cabeza por ti! — dijo —. Pero eso ya ha pasado. Ahora necesito que me aclares qué relación existe entre ese pirata y tu hija.
La otra le observó con los ojos enrojecidos y el cerebro embotado a causa de los litros de amontillado con que al parecer había intentado engañar el hambre, y tras meditar largo rato, como si necesitara un tiempo infinito para que las ideas penetraran en su mente, acabó por gruñir:
— No sé de qué mierda me hablas.
El ex delegado de la Casa de Contratación de Sevilla se limitó a propinarle un sonoro bofetón que le desgarró el labio inferior, haciendo que un hilillo de sangre le corriera por la barbilla.
— ¡Conmigo no emplees ese lenguaje! — le amenazó —. Ni juegues a hacerte la borracha porque todo esto estaba demasiado bien planeado. Se llevaron las perlas y esa misma noche incendiaron la carroza para embarcar en Manzanillo. ¿Cómo lo explicas?
— ¡No tengo ni idea! — insistió ella, atemorizada —. ¡Te lo juro! Yo ni siquiera sabía que las perlas estuvieran en la bodega. ¿Cómo podía saberlo?
— Tal vez Celeste te lo dijo.
— ¿Y no crees que en ese caso habría ido con ella, en lugar de quedarme a esperar a que me encerraras y me rompieses la cara?
Don Hernando Pedrárias guardó silencio, puesto que aquélla era una pregunta que venía haciéndose desde el momento mismo en que descubrió que le habían robado. Si aquella ruina de mujer que hacía tiempo sabía que ya no tenía el menor futuro a su lado hubiese estado al corriente de la desaparición de una fortuna en perlas, lo más probable era que también hubiese optado por apoderarse de una parte y perderse de vista para siempre.
— ¡No lo entiendo! — exclamó al fin poniéndose en pie para ir a servirse un gran vaso de vino de Rioja de su barril predilecto —. ¡No lo entiendo! — repitió —. Ese barco lleva años asaltando nuestros transportes para malvender su mercancía, y cuando al fin consigue apoderarse del Four Roses, en lugar de obtener una fortuna por su rescate deja libres a los esclavos y le prende fuego acusándome de negrero. — Lanzó un reniego —. Por último desaparece llevándose a Celeste y las perlas. ¿Cómo es posible? — masculló —. Y ¿por qué la ha tomado conmigo ese maldito capitán?
No obtuvo respuesta, puesto que estaba claro que Emiliana Matamoros no se encontraba en disposición de aclarar en absoluto ninguna de sus dudas, y al contemplarla, tan hundida como habría podido estarlo él mismo, cuya cabeza pendía de un hilo, concluyó por lanzar un sonoro resoplido.
— ¡Lárgate! — dijo —. ¡Vete y que no vuelva a verte nunca!
— ¿Y adonde iré?
— Me tiene sin cuidado — fue la brutal respuesta —. Puedes tirarte al mar, colgarte de una ceiba o pedir trabajo en un burdel en el que admitan gordas hediondas. Lo que quieras, siempre que sea lejos de aquí, porque si te encuentro a menos de diez leguas de distancia, haré que te encierren.
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