Le obligaron a despojarse de su vistoso uniforme para atarle a un árbol de modo que tardase al menos varias horas en liberarse, y en el momento de reemprender el camino Celeste se aproximó a él para besarle con sincero afecto en la mejilla.
— Lo siento, Gervasio — señaló —. Pero es lo mejor para todos. — Con un cómico gesto le introdujo bajo los largos y mugrientos calzoncillos rojos una bolsita de monedas y añadió —: Por las molestias.
— ¿Está segura de lo que hace, señorita? — inquirió el anciano con evidente pesar —. Don Hernando la perseguirá hasta el fin del mundo.
— ¡El mundo es muy grande! — replicó ella acariciándole cariñosamente el cabello —. ¡Muy grande! No se preocupe. Ahora tengo quien me proteja.
Le colocaron una mordaza, y al poco reemprendieron la marcha con Justo Figueroa en el pescante vestido con el uniforme del cochero y Sebastián y Miguel Heredia sentados frente a la sonriente muchacha, que parecía tan excitada y feliz como una adolescente en el día de su presentación en sociedad,
Al poco, de debajo de su asiento extrajo un pesado arcón que abrió ceremoniosamente para mostrar que se encontraba casi rebosante de hermosas perlas de infinitas tonalidades.
— ¡Lo mejor del año! — exclamó al tiempo que tomaba entre los dedos un gigantesco ejemplar casi negro en forma de pera —. ¡Mirad esto! — añadió —. Hasta una reina daría un dedo por ella.
— ¡Quédatela! — le invitó de inmediato su hermano —. Y cuélgatela del cuello para que te recuerde el día en que te colocaste fuera de la ley. — Hizo un gesto hacia el bosque que acababan de dejar atrás —. Ese tal Gervasio tiene razón — añadió con un tono que demostraba lo profundo de su preocupación —. La Casa no aceptará que le robemos impunemente.
— Tú llevas años haciéndolo — le hizo notar ella con un simpático mohín al tiempo que se introducía la negra perla en el escote —. ¡Me la quedo!
— ¿Y qué pueden hacer? — intervino Miguel Heredia con un tono que evidenciaba su escepticismo —. Cuando se enteren ya estaremos muy lejos.
— Nunca se sabe — fue la en cierto modo enigmática respuesta de su hija —. Ten por seguro que con Hernando nunca se sabe qué puede ocurrir. No le temo, pero conviene estar alerta.
Al llegar a las primeras casas de la ciudad, justo en el cruce en que se alzaba la diminuta ermita, la carroza se desvió hacia el camino que conducía a Santa Ana, y poco después, ya en pleno valle, los labriegos comenzaron a lanzar piedras a su paso al tiempo que les insultaban a voz en cuello para emprender la huida de inmediato.
Y es que el recargado carruaje con pretenciosos escudos en las puertas y gruesas cortinas de brocado en las ventanas, constituía para la inmensa mayoría de los margariteños la más pura representación de la tiranía, y les constaba, por dolorosa experiencia, que verla alejarse más allá de los límites de La Asunción nunca presagiaba nada bueno.
Los briosos caballos negros de don Hernando Pedrárias Gotarredona no tenían por costumbre abandonar las proximidades de la capital a no ser que se tratara de una misión muy concreta, y la mayor parte de las veces dicha misión no era otra que apretar aún más el férreo dogal de los abusivos impuestos.
Para los lugareños, verlos aparecer era como ver llegar a las hienas atraídas por el hedor de la carroña, y más de uno habría dado años de vida por el simple placer de pegarles un tiro a las pobres bestias aun cuando tuvieran la certeza de que no eran culpables de cuanto estaba sucediendo.
A primera hora de la tarde esos mismos caballos, ya sudorosos, cruzaron con paso cansino Santa Ana para continuar hacia Aricagua, puesto que la dorada carroza del delegado de la Casa de Contratación de Sevilla constituía el mejor salvoconducto para quien deseara desplazarse por la isla de Margarita sin el menor tropiezo, y fue en ese momento cuando Celeste Heredia recorrió con la vista la lujosa tapicería para musitar en voz muy baja:
— Me encantaría prenderle fuego.
Su hermano la observó sin aparente sorpresa, y se limitó a responder con naturalidad:
— Espera a que lleguemos a Manzanillo.
— ¿Me das permiso para hacerlo?
— ¡Naturalmente!
La muchacha no volvió a pronunciar palabra durante el resto del trayecto, cerrando los ojos, no para intentar descansar del ajetreado viaje, sino para regodearse de antemano en el hondo placer que iba a experimentar al ver arder hasta convertirse en cenizas el aborrecido carruaje.
Y es que, si para el resto de los habitantes de la isla aquella carroza constituía el símbolo de la tiranía, para Celeste Heredia constituía, además, el símbolo de la perversión.
Había sido allí, entre sus estrechas paredes tapizadas de un rojo violento, donde comenzó a advertir — cuando todavía ni siquiera se consideraba aún una mujer — las furtivas miradas del fogoso amante de su madre, y había sido allí, lejos de la vista de ésta, donde don Hernando Pedrárias decidiera iniciar su largo y retorcido acoso sexual.
Por alguna extraña razón que Celeste jamás lograría desentrañar, la sofocante intimidad del interior del vehículo y su continuo traqueteo parecían tener la virtud de excitar de un modo muy especial al delegado de la Casa de Contratación, quien de un modo casi imperceptible fue pasando de las miradas insinuantes a los mal disimulados escarceos, para evolucionar por último hacia un execrable juego erótico en el que podría asegurarse que su principal interés no se centraba en el lógico anhelo de poseer físicamente a la muchacha, sino más bien en el morboso placer de confundirla.
De hecho, don Hernando Pedrárias Gotarredona tenía plena conciencia de que por muy alto que fuera su rango, la Santa Inquisición, que siempre había sido el único estamento oficial al que en verdad temía, no dudaría a la hora de juzgarle con extrema severidad si se le ocurría la nefasta idea de abusar de una menor que los tribunales habían confiado a su tutela, por lo que había optado por elegir el tortuoso camino de intentar excitarla hasta el punto de que el día en que la considerase ya plenamente madura cayera en sus brazos con la misma facilidad con que había caído su madre.
— ¿Qué piensas cuando la oyes gritar en mitad de la noche? — le había preguntado sin venir a cuento un tórrido mediodía en que viajaban juntos a Porlamar —. ¿No sientes curiosidad?
— A medianoche duermo — había sido la seca respuesta de la imperturbable chicuela.
— ¡No! — había replicado don Hernando con tono burlón —. Yo sé que no duermes. Yo sé que estás con el oído atento, e imagino que cuando la oyes comienzas a acariciarte allí donde más placer te produce. — La miró directamente a los ojos al inquirir bajando mucho la voz —: ¿Te gusta acariciarte?
No obtuvo más que una silenciosa mirada de desprecio que le obligó a reír forzadamente.
— ¡Oh, vamos! — exclamó —. ¡No te hagas la inocente! Yo sé que a tu edad las chicas se divierten solas, y me parece lógico, pero te garantizo que resulta mucho mejor si alguien te mira.
Celeste continuó sin pronunciar palabra, y ello contribuyó a incitar a su tutor a continuar por el mismo camino, puesto que tras una breve pausa en que fingió estar observando algo que llamaba su atención al otro lado de la ventanilla, añadió:
— No deberías avergonzarte, porque de ese modo el día en que sea un hombre el que te acaricie estarás preparada para disfrutar mucho más. — Dirigió una significativa mirada a su entrepierna —. ¿Por qué no me enseñas cómo lo haces? — susurró —. ¡Vamos, recógete la falda!
— Eres un puerco — se limitó a replicar Celeste.
Don Hernando Pedrárias se inclinó apenas para abofetearla sin intención de hacerle daño.
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