Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Emiliana Matamoros no volvió a pronunciar una sola palabra, puesto que sabía de antemano que cualquier intento por obtener la menor clemencia resultaría inútil, por lo que, irguiéndose a duras penas, trepó casi a gatas por los empinados escalones para ir a enfrentarse a dos severos criados de gesto adusto que al parecer habían estado escuchando la conversación, ya que le indicaron perentoriamente la puerta de servicio.

— ¡Fuera! — dijo uno de ellos en voz muy baja y casi mascando las palabras —. ¡Fuera, hija de la gran puta! ¡Así soñaba yo con verte!

Aún no había desaparecido en la distancia, bamboleándose rumbo al portalón, cuando don Hernando Pedrárias hizo su aparición en lo alto de la escalera para ordenar secamente:

— ¡Id a buscar al comandante Arismendi, y a don Samuel, el prestamista! ¡Los quiero aquí esta misma tarde!

Subió luego a su gigantesco dormitorio, se tumbó en la cama a contemplar el recargado baldaquín y las torneadas columnas a las que tantas veces se había aferrado Emiliana Matamoros cuando años atrás le hacía el amor desesperadamente, y evocó con nostalgia los viejos tiempos en que se consideraba el dueño de la más generosa de las islas y la más hermosa de las mujeres, esforzándose por encontrar la injusta razón por la que todo había comenzado a torcerse.

Cuál había sido su principal error y en qué momento lo cometió, eran preguntas que le martirizaban, pero como seguía siendo, pese a todo, un hombre nacido y criado en los inamovibles principios de la Casa, se mantuvo fiel al convencimiento de que los errores no habían sido suyos, sino culpa de adversas circunstancias.

Las ostras habían decidido dejar de producir perlas, los pescadores se habían vuelto maliciosos, los piratas se habían cebado en sus barcos, e incluso los vigorosos y sumisos esclavos negros habían optado por enfermar durante las travesías o declararse en rebeldía.

¿Qué culpa tenía él de que todo ello hubiera ocurrido, y que una desagradecida mocosa a la que había tratado como a una hija decidiera de improviso traicionarle?

Permaneció allí durante horas, a ratos devanándose los sesos, a ratos traspuesto por el agotamiento, hasta que le anunciaron la presencia del coronel Arcadio Arismendi, comandante militar de la isla, y al que había considerado uno de sus mejores amigos hasta el momento en que saltó a la luz la acusación de negrero.

Le aguardaba en la biblioteca, y en el momento en que iba a estrecharle la mano desistió al advertir la adusta expresión del bigotudo militar.

— Te agradezco que hayas venido — dijo —. Necesito tu ayuda.

— Si he de ser sincero — fue la franca respuesta —, he dudado mucho a la hora de venir, pero Mariana me ha convencido de que es mejor que aclaremos la situación cuanto antes. No somos de los que hacemos leña del árbol caído, pero quiero que comprendas que nuestra relación no puede seguir siendo lo que era.

El ex delegado de la Casa hizo un leve gesto de asentimiento al tiempo que le invitaba a acomodarse en la butaca en que solía hacerlo, y tras servir dos grandes copas de ron, le ofreció una mientras señalaba:

— Lo comprendo. Son muy graves las acusaciones que pesan sobre mí, y no es cuestión de intentar rebatirlas. Lo único que puedo decirte es que su excelencia me ha ofrecido la oportunidad de rehabilitarme, y estoy dispuesto a conseguirlo aunque me vaya en ello la vida. — Le miró a los ojos —. ¿Qué sabes del capitán Jacaré Jack?

— Lo que todo el mundo — fue la desganada respuesta —. Que es un escocés gordinflón y borrachín en apariencia inofensivo, aunque por lo que dicen se transforma en un tipo muy duro si llega el caso. También aseguran que suele respetar las leyes de la piratería.

— Leyes de la piratería — se escandalizó su interlocutor a punto de perder la calma —. Pero ¿qué tonterías son ésas? ¿Cómo puede nadie imaginar que esos canallas tengan alguna clase de leyes?

— Pues las tienen — puntualizó don Arcadio Arismendi con un cierto tono quisquilloso —. Del mismo modo que las tenemos nosotros con respecto al honor, la moral, o el tráfico de esclavos. Lo que ocurre, al igual que entre nosotros, es que unos las respetan y otros no.

— ¡Bien! — admitió don Hernando Pedrárias esforzándose por mantener una calma que le constaba que debía mantener a toda costa —. ¡Olvídalo! Lo que deseo saber es por qué extraña razón un viejo pirata decide cambiar de improviso sus hábitos, asaltando los barcos que vienen de España, pero cuando captura un barco cargado de esclavos, los suelta.

— Tal vez esté en contra de la esclavitud.

— ¿Un pirata escocés? ¡Oh, vamos, no me hagas reír! Ingleses, holandeses y escoceses inventaron el tráfico de esclavos y jamás dejarían escapar un botín semejante.

— Pues resulta evidente que éste lo dejó escapar — fue la casi burlona respuesta.

El dueño de la casa paseó de un lado a otro de la estancia como si el continuo movimiento pudiera solucionar sus problemas, y por fin, sin volverse siquiera hacia el militar, añadió con el mismo tono de impaciencia:

— ¡Sí! Es evidente… Pero ¿por qué? Si supiese la razón por la que un pirata deja de comportarse como un pirata, tal vez conseguiría atraparle.

— No creo que pueda ayudarte en eso — le hizo notar el otro apurando su copa como si con ello quisiera indicar que tenía prisa por marcharse —. Jamás he tenido trato con piratas… — Le apuntó con el dedo —. Aunque tal vez haya alguien que sí pueda ayudarte; lleva muchos años en la isla y se ha enfrentado a ellos en más de una ocasión. Me refiero al capitán Mendaña.

— ¿El comandante del fortín de La Galera? — Ante el mudo gesto de asentimiento, don Hernando Pedrárias negó con un gesto —. Me odia.

— ¡Carajo, Hernando…! — rió el otro —. ¡No seas tan modesto! Sabes bien que la mayoría de la gente de la isla te odia. Mendaña no tiene por qué ser la excepción. — Cambió el tono, que se hizo ahora más severo como si esa severidad fuera más bien destinada a sí mismo —. Aunque a diferencia de otros que hicimos dejadez de funciones por pura comodidad, es un buen militar que aborrece a los piratas. Tal vez te ayude.

— ¿Tú crees?

— ¿Qué pierdes con probarlo? ¡Ya lo has perdido todo!

— Sí, es cierto — admitió su interlocutor dejándose caer en un sillón, como si de pronto su exceso de energía le hubiera agotado —. Lo he perdido todo menos la ira que me corroe las entrañas. Voy a fletar un barco — añadió —. ¡El mejor que exista! Y atraparé a ese malnacido.

— El mejor barco que existe es el Jacaré — le recordó el coronel Arismendi —. Intentar darle caza con un pesado buque de línea, por muy armado que esté, será corno intentar atrapar a un delfín por la cola.

— Encontraré la forma.

El militar se puso pesadamente en pie para encaminarse hacia la puerta, como si diera por concluida no sólo aquella charla, sino también aquella incómoda relación.

— Espero que lo consigas, y me gustaría desearte suerte, pero te garantizo que en este caso particular aún no tengo muy claro si estoy de parte de un digno pirata escocés, o de un indigno caballero español. ¡Buenas noches!

En cualquier otra circunstancia, don Hernando Pedrárias Gotarredona jamás habría aceptado semejante trato, apresurándose a retar a duelo a quien tan abiertamente le ofendía, pero pareció comprender que no era momento de enfrentarse con las armas en la mano a quien tenía fama de ser un magnífico espadachín y un certero tirador, por lo que optó por tragarse la bilis que le había ascendido a la garganta, consciente de que aquélla era la actitud que debía esperar de la mayoría de la gente de allí en adelante.

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