Joseph Conrad - La línea de sombra

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– No habló, pero levantó los ojos para mirarlos -me respondió el segundo.

Al cabo de un instante, Mr. Burns hizo a la tripulación una señal de que saliese de la cámara, pero detuvo a los dos marineros más viejos para

que permaneciesen con el capitán mientras él subía al puente con su sextante para tomar la altura. Era cerca del mediodía y Mr. Burns deseaba determinar la latitud exacta. Cuando volvió a bajar para guardar el instrumento, comprobó que los dos hombres habían salido al pasillo. A través de la puerta abierta, vio al capitán reposando dulcemente sobre sus almohadas. Había expirado mientras Mr. Burns hacía sus observaciones. Casi exactamente a mediodía. Apenas si había cambiado de postura.

Mr. Burns suspiró y me miró inquisitivo, como para decirme: «¿Todavía no se marcha usted?», y trasladó su pensamiento de su nuevo a su antiguo capitán, que, una vez muerto, no ejercía ya ninguna autoridad, ni molestaba a nadie, y con el cual era más fácil entenderse.

Todavía habló Mr. Burras largamente del capitán. Era éste un hombre singular, de unos sesenta y cinco años, cabellos grises, rostro duro, obstinado y taciturno. Por impenetrables razones, dejaba al barco errar a la deriva. A veces, subía de noche al puente para mandar recoger alguna vela, sabe Dios por qué, y luego descendía a encerrarse de nuevo en su camarote y a tocar el violín durante horas, a veces hasta el amanecer. En realidad, pasaba la mayor parte del tiempo, tanto de día como de noche, tocando el violín. Y muy ruidosamente por cierto.

Hasta el punto que un día, Mr. Burns, haciendo acopio de valor, le hizo muy serias objeciones. Ni él ni el oficial segundo podían cerrar los ojos, durante su cuarto de descanso, a causa del ruido… ¿Y cómo podrían, en semejantes condiciones, permanecer despiertos durante su cuarto de guardia?, le había preguntado Mr. Burns. La respuesta de aquel hombre resuelto fue que si ni a él ni al segundo oficial les gustaba el ruido, podían hacer sus maletas y largarse. Cuando se les propuso esta alternativa, el barco se encontraba a seiscientas millas de la orilla más próxima.

En aquel momento, Mr. Burns me miró con aire de curiosidad, mientras yo empezaba a pensar que mi predecesor había sido un hombre bastante singular.

Sin embargo, todavía me quedaban por oír cosas más extrañas. Así, supe que aquel marino de sesenta y cinco años, colérico, huraño, tosco, curtido, por el mar, no sólo era un artista, sino también un enamorado. En Haiphong, adonde habían llegado después de una serie de infructuosas peregrinaciones -durante las cuales el barco había estado a punto de irse a pique-, el capitán, según la expresión de Mr. Burns, se había «enredado» con una mujer. Mr. Burns no había tenido conocimiento personal de este asunto, pero existía una prueba evidente bajo la forma de una fotografía tomada en Haiphong, y descubierta por Mr. Burns en uno de los cajones del camarote del capitán.

Como es natural, también yo vi aquel sorprendente documento humano (que más tarde arrojé por la borda). Aparecía en él el capitán, sentado, con las manos sobre las rodillas, calvo, encogido, canoso, erizado, bastante semejante, en realidad, a un jabalí. De pie junto a él, se veía a una horrible mujer blanca, de edad madura, nariz ávida y mirada vulgar y de mal agüero. Iba disfrazada con un traje vagamente oriental, fantástico y de mal gusto. Tenía toda la apariencia de una médium de baja categoría o una echadora de cartas a media corona. Y, sin embargo, había algo en ella que sorprendía. Hubiérase dicho una bruja profesional salida de cualquier barrio bajo. Era incomprensible. La idea de que aquella mujer había sido el último reflejo del mundo pasional para el alma huraña que parecía mirarle a uno a través del rostro salvaje y sardónico de aquel viejo marino, tenía algo de horrible. Observé, sin embargo, que la mujer llevaba en la mano un instrumento musical, guitarra o mandolina. Tal vez fuera éste el secreto de su sortilegio.

Para Mr. Burns, esta fotografía era la explicación de por qué el barco, sin más carga que el lastre, había permanecido anclado durante tres semanas en un puerto pestilente, caluroso y sin aire, en el que no hicieron otra cosa que ahogarse. El capitán, que de vez en cuando hacía una corta visita a bordo, farfullaba al oído de Mr. Burns los más inverosímiles cuentos sobre ciertas cartas que esperaba.

Repentinamente, después de haber desaparecido durante toda una semana, subió a bordo, a medianoche, y apenas amanecía cuando ya había dado orden de aparejar. A la luz del día habían descubierto en él una expresión extraviada y enfermiza. No menos de dos días necesitaron para salir a alta mar y, no se sabe cómo, chocaron ligeramente contra un arrecife. Sin embargo, como no se descubrió ninguna vía de agua, el capitán, después de gruñir: «No es nada», dijo a Mr. Burns que no había más remedio que dirigirse a Hong Kong, para reparar las averías en el dique seco.

Al oír esto, la desesperación se apoderó de Mr. Burns. Realmente, subir hacia Hong Kong, luchando con un violento monzón, en un barco insuficientemente lastrado y con una provisión de agua incompleta, era un proyecto insensato. Pero el capitán gruñó con tono perentorio: «Mantenga el barco en esa ruta», y Mr. Burns, abatido y colérico, tuvo que conducirlo y mantenerlo en ella, perdiendo velas, cansando la arboladura, abrumando de fatiga a la tripulación, casi enloquecido él mismo por la convicción absoluta de que la tentativa era imposible y sólo podía terminar con una catástrofe.

Entretanto, el capitán, encerrado en su camarote, calándose en un rincón de su canapé como defensa contra los saltos del barco, tocaba el violín o, por lo menos, no dejaba de sacar sonidos de él.

Cuando aparecía en el puente, no abría la boca y ni siquiera respondía cuando se le hablaba. Era evidente que se hallaba dominado por una enfermedad misteriosa y comenzaba a derrumbarse.

A medida que pasaban los días, se hacía más débil el ruido de su violín, hasta que el oído de Mr. Burns acabó por no percibir sino un débil raer de cuerdas cuando, desde la cámara, ponía el oído a la puerta del camarote del capitán.

Una tarde, absolutamente desesperado, había irrumpido allí y armado tal escena, arrancándose los cabellos y lanzando tan horribles exclamaciones, que había logrado sobreponerse al humor desdeñoso del enfermo. Los depósitos de agua estaban casi vacíos, en quince días apenas se habían adelantado cincuenta millas, el barco no llegaría nunca a Hong Kong.

Hubiérase dicho que el capitán se esforzaba con desesperación por conducir el barco y sus hombres a su fin. Esto era absolutamente evidente. Mr. Burras, abandonando toda reserva, había aproximado su rostro al del capitán y comenzado a aullar:

– Usted, capitán, se marcha de este mundo. Pero yo no puedo esperar su muerte para hacer virar el timón. Es preciso que usted mismo lo haga. Es preciso hacerlo ahora mismo.

El hombre tendido sobre la litera había musitado despectivamente:

– De modo que voy a abandonar este mundo,¿eh?

– Sí, mi capitán, sólo le quedan pocos días de vida -había dicho Mr. Burns, ablandándose-. Se le ve en la cara.

– Conque en la cara, ¿eh? ¡Pues bien; cambiad de rumbo e idos al diablo!

Burns se precipitó al puente, hizo virar el barco hasta ponerlo a favor del viento, y descendió luego, tranquilo, pero resuelto.

– He puesto proa hacia Pulo-Condor, capitán -le dijo-. Si todavía está usted con nosotros cuando lo tengamos a la vista, ya me dirá usted a qué puerto desea que conduzca el barco, y así lo haré.

El viejo capitán le había lanzado una mirada de salvaje despecho, y con voz lenta y moribunda, había pronunciado estas atroces palabras:

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