Joseph Conrad - La línea de sombra
Здесь есть возможность читать онлайн «Joseph Conrad - La línea de sombra» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Классическая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La línea de sombra
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 100
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La línea de sombra: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La línea de sombra»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La línea de sombra — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La línea de sombra», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
En el fondo del marco dorado, de un oro ya deslustrado, a favor de la media luz caliente que se filtraba a través del toldo, vi mi rostro apoyado sobre mis manos. Y me contemplé fijamente, con la perfecta imparcialidad de la distancia, más bien con curiosidad que con cualquier otro sentimiento, como no fuese cierta simpatía que experimentaba por aquel último representante de lo que, en suma, formaba una dinastía, perpetuada, no por la sangre, ciertamente, sino por la experiencia, por la educación, por el concepto del deber y la bienaventurada sencillez de su tradicional concepto de la vida.
De pronto, tuve la impresión de que el hombre que me miraba inmutable y al que yo miraba como si fuese yo mismo y, a la vez, un individuo distinto, no era exactamente un ser aislado. Él tenía su lugar en un linaje de hombres que no había conocido y de los que nunca había oído hablar, pero a los que unas mismas influencias habían formado y cuyas almas, en lo que a la obra de sus humildes vidas concernía, no tenían secretos para él.
De repente caí en la cuenta de que había alguien más en la cámara, alguien de pie en un rincón y que me miraba atentamente. Era el segundo. Su largo bigote rojo determinaba el carácter de su fisonomía, que me pareció combativo, y -por absurdo que parezca- de bastante mal agüero.
¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí observándome, mientras yo permanecía sumido en mi divagar? Muy confuso me habría quedado si, al lanzar una rápida mirada al reloj incrustado en lo alto del espejo, no hubiese observado que el minutero apenas se había movido.
Sin duda no debía de hacer más de dos minutos que yo me hallaba allí, pongamos tres…; por lo tanto, y afortunadamente, el segundo no había podido observarme sino durante una fracción de minuto. Pero no por eso deploré menos lo sucedido.
Sin embargo, no dejé traslucir nada, me levanté negligentemente -con una negligencia de circunstancias- y lo acogí con perfecta cordialidad.
Su actitud tenía algo de forzada y de atenta a la vez. Se llamaba Burns. Salimos de la cámara y recorrimos juntos el barco. Su rostro, visto
a plena luz, me pareció cansado, flaco, ceñudo. Por delicadeza, evitaba el mirarlo con demasiada frecuencia; sus ojos, en cambio, permanecían obstinadamente fijos en mí; eran verdes, y había en ellos una expresión expectante.
Contestó a todas mis preguntas, pero yo creía descubrir en su entonación no sé qué repugnancia. El oficial segundo, con tres o cuatro hombres, se hallaba ocupado en la proa. Burns me dijo su nombre y yo lo saludé al pasar. Era extremadamente joven, al punto de que casi me hizo el efecto de un niño.
Cuando regresamos a la cámara, me senté en la extremidad de un canapé de terciopelo rojo semicircular, o más bien semiovalado, que ocupaba toda la parte posterior de la cámara. Mr. Burns, al que ofrecí asiento, se dejó caer en una de las sillas giratorias que había en torno a la mesa y continuó mirándome con la misma insistencia y una expresión extraña, como si todo aquello fuese una pura ficción y esperase a cada momento verme levantar riendo a carcajadas, y, dándole una palmadita en la espalda, desaparecer de la cámara, como por ensalmo.
Esa situación tenía algo raro que comenzaba a inquietarme. Me esforcé, sin embargo, por reaccionar contra tan confuso sentimiento.
«Es mi inexperiencia, y nada más», pensé. En presencia de aquel hombre algunos años mayor que yo, según me pareció, tuve conciencia de lo que había dejado detrás de mí -conciencia de mi juventud-. Pero esto apenas si podía servirme de consuelo. La juventud es una gran cosa, una fuerza poderosa, mientras no se piensa en ella. Me sentía confuso. Casi a pesar mío, afecté una gravedad malhumorada.
– Veo que ha mantenido usted el barco en buen orden, Mr. Burns -le dije.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando ya me preguntaba coléricamente por qué lo había hecho. A manera de respuesta, Mr.
Burns se contentó con guiñarme un ojo. ¿Qué quería decir con aquello?
Me escudé entonces en una pregunta que desde hacía largo tiempo venía haciéndome interiormente; la pregunta más natural que pueda salir de labios de un marino que se embarca en un barco nuevo para él. ¡La hice al demonio aquella turbación!- con un tono dégagé y jovial:
– Supongo que podrá andar, ¿eh? Normalmente, la respuesta a una pregunta de este género debería haber tenido un acento bien de excusa apesadumbrada, bien de orgullo visiblemente contenido; algo así como: «No quiero jactarme, ¡pero ya verá usted!» Hay marinos que habrían declarado con brusquedad: «Es una mala bestia perezosa», o que habrían mostrado su satisfacción diciendo: «No anda, vuela.» Dos alternativas y varias maneras.
Pero Mr. Burns encontró otra, muy suya y que tenía, en todo caso, a falta de otro mérito, el de economizarle aliento.
Sin despegar los labios, contentóse con fruncir las cejas, y ello con una marcada expresión de descontento. Aún esperé unos instantes. Pero eso fue todo.
– ¿Qué pasa…? ¿Lo ignora usted después de haber pasado dos años a bordo? -pregunté ásperamente.
Me miró por un momento, con tal expresión de sorpresa que cualquiera hubiese dicho que hasta aquel momento no había descubierto mi presencia. Pero esta expresión se borró de inmediato. Con la misma subitaneidad, recobró su aire de indiferencia. Supongo que, después de pensarlo bien, consideró que más valdría decir algo. Me declaró, pues, que un barco, como un hombre, necesita una ocasión para mostrar de lo que es capaz, y que, desde que él se hallaba a bordo, nuestro barco no habla tenido ninguna. Ni la más mínima, a su juicio. El último capitán… Se interrumpió.
– ¿Realmente, tuvo tan poca suerte? -le pregunté, con visible incredulidad.
Mr. Burns apartó la mirada. No, el anterior capitán no era hombre de mala suerte. No se podía decir tal cosa. Pero era un hombre que no parecía querer utilizar su suerte.
El enigmático Mr. Burns hizo esta declaración con rostro impávido y los ojos obstinadamente fijos en la funda del gobernalle. La declaración en sí era bastante sugestiva.
– ¿Dónde murió? pregunté con tono de indiferencia.
– En esta cámara. Precisamente en el lugar en que está usted sentado -respondió Mr. Burns. Reprimí un absurdo impulso de levantarme. Después de todo, me agradaba el saber que no había muerto en el lecho que de ahora en adelante iba a ser mío. Expliqué al segundo lo que deseaba saber en realidad, es decir, dónde había sido enterrado su difunto capitán.
Mr. Burns me contestó que a la entrada del puerto. Tumba espaciosa, respuesta suficiente. Pero el segundo, dominando visiblemente algo
que en él pasaba -algo como una singular repugnancia a creer en mi llegada (al menos como hecho irrevocable)-, no se detuvo allí, a pesar, tal vez, de su deseo de hacerlo.
Como en una especie de transacción con sus sentimientos, supongo yo, se dirigía con insistencia a la funda del gobernalle, de tal modo, que
me hacía el efecto de un hombre que hablara a solas, y esto sin darse cuenta cabal de ello.
Me declaró, pues, que a las siete campanadas del cuarto de guardia matinal había hecho subir a todos los hombres a la cubierta de popa y les
había dicho que era conveniente que bajasen a decir adiós al capitán.
Esas palabras, pronunciadas a disgusto, como a un intruso, bastaron para evocar ante mí la extraña ceremonia. Aquellos marinos, con los pies y la cabeza desnudos, reuniéndose tímidamente en la cámara, en un grupo compacto, más confuso que conmovido; las camisas abiertas sobre los bronceados pechos, los rostros curtidos e inclinados hacia el moribundo con el mismo aire grave de expectación.
– ¿Conservaba el conocimiento? pregunté.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La línea de sombra»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La línea de sombra» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La línea de sombra» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.