Joseph Conrad - La línea de sombra
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No obstante, no experimentaba la menor aprensión. En aquel tiempo estaba yo bastante familiarizado con el Archipiélago. Un extremo cuidado y una paciencia extrema me guiarían a través de aquella región de tierras anfractuosas, de brisas débiles, de aguas muertas, hasta el momento en que sentiría por fin balancearse mi barco en alta mar e inclinarse bajo el soplo poderoso de los vientos, que le darían el sentimiento de una vida más vasta y más intensa. La ruta sería larga. Todas las rutas que conducen al objeto de nuestro deseo lo son; pero yo podía seguir esta ruta con el pensamiento, sobre el mapa, profesionalmente, con todas sus dificultades y complicaciones. De todos modos, era una cosa bastante sencilla. Se es marino o no se es. Y yo estaba seguro de serlo.
El golfo de Siam era la única parte del trayecto desconocida para mí. Así se lo declaré al capitán Giles, pero no porque me inquietase gran cosa. El golfo pertenecía a aquella misma región cuya naturaleza conocía yo, cuya alma me parecía haber penetrado durante los últimos tiempos de aquella existencia con la que rompía ahora de manera tan súbita.
– El golfo… ¡Ah!, sí, un rincón de mar muy divertido -declaró el capitán Giles. Divertido, en aquel caso, era una palabra vaga. La frase parecía expresar la opinión de una persona que tuviese sus razones para maldecir aquella región.
No pude profundizar la naturaleza de su comentario. Además, no tenía tiempo para ello. Aun así, en el último momento y por iniciativa propia, el capitán Giles me dio este consejo:
– Pase lo que pase, manténgase siempre al Este del golfo. Los parajes del Oeste son peligrosos en esta época del año. No se deje usted sorprender allí. Podría costarle un disgusto.
Aunque me fuera difícil imaginar qué demonio podría impulsarme a conducir mi barco al centro de las corrientes y los arrecifes de la costa malaya, le di las gracias por su consejo.
Calurosamente, estrechó la mano que yo le tendía, y nuestras relaciones terminaron bruscamente con estas palabras:
– Buenas noches.
Esto fue todo lo que supo decir: «Buenas noches.» Nada más. No sé lo que yo mismo tenía intención de decirle, pero en todo caso la sorpresa me obligó a tragarme mis propias palabras. Atragantándome ligeramente con una especie de premura nerviosa, exclamé:
– ¡Buenas noches, capitán Giles, buenas noches!
Sus movimientos siempre eran lentos, pero ya se iba esfumando su silueta a lo lejos antes de que yo consiguiese dominarme lo bastante para imitar su ejemplo y dar media vuelta en dirección al muelle.
Mis movimientos, en cambio, nada tuvieron de lentos. Precipitándome por los peldaños de la escalinata, salté a la chalupa. Aún no había llegado a la cabina cuando la ligera embarcación se apartó del muelle con el repentino girar de su hélice y el resoplido duro y entrecortado del tubo de escape, cuyo embudo de cobre brillaba débilmente.
El único ruido que podía oírse era el sordo rumor del remolino que se formaba a la popa de la embarcación. La ribera se hallaba sumida en el silencio del más profundo reposo. Yo miraba desaparecer la ciudad, tranquila y silenciosa, en medio de la noche cálida, hasta que una brusca llamada: «¡Eh, la chalupa!», me hizo volver la cabeza hacia proa. Estábamos junto a un blanco vapor fantasmal. En el puente, y a través de las redondas portillas, brillaban luces. Y la misma voz gritó: -¿Es nuestro pasajero?
– Sí -respondí a voz en cuello. Evidentemente, la tripulación estaba alerta. Yo oía a los hombres correr en todos sentidos. El moderno espíritu de precipitación se manifestó en las órdenes:
– ¡Virad sobre la cadena! ¡Arriad la escala! Y también en la urgente petición que se me hacía:
– Pronto, capitán. A causa de usted tenemos un retraso de tres horas… Debíamos zarpar a las siete, ¿lo sabía?
– No, no sabía nada -contesté.
El espíritu de la precipitación moderna se hallaba encarnado en un hombre flaco, de brazos y piernas largos y barba gris recortada con cuidado. Su mano delgada estaba caliente y seca. Con tono febril, declaró:
– Aunque me ahorcasen, no habría esperado cinco minutos más, así se tratara del jefe del puerto…
– Allá usted -le dije-; no fui yo quien le pidió que me esperase.
– Espero que no contará usted con cenar aquí -declaró bruscamente-. Esto no es un hotel flotante. Es usted el primer pasajero que tengo en mi vida, y espero que también sea el último.
Dejé sin respuesta tan hospitalaria comunicación y, de seguro, tampoco él esperaba que le contestase, pues se precipitó hacia el puente para aparejar.
Durante los cuatro días que me tuvo a bordo no cejó en esta actitud hostil. Puesto que su barco se había retrasado tres horas por mi causa, no me perdonaba que no fuese un personaje más importante. No lo confesaba abiertamente, pero este sentimiento de malhumorado asombro se traslucía constantemente en sus palabras.
También era éste un hombre de mucha experiencia, y le gustaba hacer ostentación de ella, pero no podría imaginarse contraste más grande que el que ofrecía con el capitán Giles. Esto me habría divertido, si hubiera necesitado divertirme. Pero no tenía la menor necesidad de diversiones. Me sentía como el enamorado que espera la hora de una cita. La hostilidad humana me era indiferente. Pensaba en mi barco desconocido, y en este pensamiento había de sobra para divertirme, atormentarme y absorberme.
Mi anfitrión era lo bastante perspicaz para comprender mi estado de ánimo. Comenzó, pues, a burlarse de mis preocupaciones, empleando esa manera que ciertos viejos cínicos y malhumorados adoptan con respecto a los sueños e ilusiones de los jóvenes. Aunque sabía que casi todos los meses arribaba a Bangkok y que, por lo tanto, debía conocerlo de vista, me guardé muy bien de interrogarle sobre el aspecto de mi barco. No quería exponer el barco, mi barco, a una descripción desdeñosa.
Aquel capitán era el primer hombre verdaderamente antipático que había encontrado en mi vida. Sin siquiera sospecharlo ¡no!, no lo sospechaba- mi educación distaba de haber terminado.
Sólo sabía que no le era agradable y que sentía cierto desprecio por mi persona. ¿Por qué? Al parecer porque su barco se había retrasado tres horas por mi causa. ¿Quién era yo, al fin y al cabo, para que se me hiciese semejante merced? Jamás habían hecho cosa parecida por él. Era una especie de celosa indignación lo que sentía.
Mi expectación, mezclada de ansiedad, se exasperaba por momentos. ¡Qué largos me parecieron los días de aquella travesía y, no obstante, cuán pronto pasaron! Una mañana, muy temprano, franqueamos la barra y, mientras el sol se levantaba magnífico sobre las llanuras ribereñas, remontamos las innumerables curvas del río y, después de pasar bajo la sombra de la gran pagoda dorada, alcanzamos los arrabales de la ciudad.
Ante mí se extendía, sobre las dos riberas, aquella capital oriental que aún no había sufrido la conquista de los blancos; una sucesión de casas oscuras, hechas de bambú, de esterillas, de hojas, toda una arquitectura vegetal brotaba de la tierra oscura, sobre las orillas del río cenagoso. Asombraba el pensar que en aquellos millares de habitaciones humanas no había entrado sin duda más de media docena de libras de clavos. Algunas de aquellas casas, hechas de ramas y de hierbas, como los nidos de una especie acuática, se adherían a las riberas bajas. Otras, parecían haber surgido del agua misma, y las había también que flotaban en largas filas, ancladas en medio del mismo río. Aquí y allá, dominando la masa tupida de techos oscuros y bajos, se levantaban grandes edificios de cal y canto, el palacio del rey, templos suntuosos y deteriorados, que se desmoronaban poco a poco bajo la abrumadora, palpable casi, luz vertical del sol, que parecía penetrar en nuestros pechos cada vez que aspirábamos e infiltrase en nuestros miembros por cada poro de nuestra piel.
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