Joseph Brodsky - Menos Que Uno
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2
En aquella habitación y media vivíamos los tres: mi padre, mi madre y yo. La época era después de la guerra y eran muy pocas las personas que podían permitirse tener más de un hijo. Algunas ni siquiera podían permitirse tener el padre vivo o presente: el terror y la guerra se habían cobrado su tributo en las grandes ciudades, y en la mía de manera especial. Así pues, nosotros teníamos motivos particulares para considerarnos afortunados, sobre todo teniendo en cuenta que éramos judíos. Los tres habíamos sobrevivido a la guerra (y digo «los tres» porque yo también había nacido antes de ésta, en 1940); mis padres también habían sobrevivido a los años treinta.
Supongo que se consideraban afortunados, pese a que no lo manifestaron nunca. Por lo general, no tenían excesiva conciencia de su situación, salvo cuando se hicieron más viejos y los achaques empezaron a acosarlos. Pero ni siquiera entonces hablaban de sus cosas ni de la muerte de aquel modo que aterra al que escucha o que lo mueve a compasión. Se limitaban a refunfuñar o a quejarse de una manera impersonal de sus dolencias o a discutir prolijamente algún medicamento. Mi madre, cuando más se aproximó a algo de ese género al que me refiero, fue en cierta ocasión, hablando de un juego de porcelana extremadamente delicado, al decir:
– Será tuyo cuando te cases o cuando…
Pero se interrumpió. Recuerdo también cierta vez que estaba hablando por teléfono con una amiga suya que vivía lejos y acerca de la cual me había dicho que estaba enferma: mi madre salió de la cabina telefónica pública y yo, que la esperaba en la calle, vi en sus ojos tan familiares, detrás de las gafas de montura de concha, una mirada nada familiar. Me incliné hacia ella (yo ya era entonces mucho más alto que ella) y le pregunté qué le había dicho la mujer, a lo que mi madre respondió, con la mirada fija en un punto lejano:
– Sabe que se está muriendo y se ha puesto a llorar por teléfono.
Se tomaban las cosas como acontecimientos normales: el sistema, su impotencia, su pobreza, el hijo descarriado. Lo único que querían era salir lo mejor parados posible: llevar comida a la mesa -y cualquiera que fuese, dar buena cuenta de ella, para conseguir vivir de sus ingresos- y, pese a que siempre vivimos con el dinero justo para subsistir entre los días de pago, incluso poner aparte unos cuantos rublos para que el chico pudiera ir al cine, para las excursiones a los museos, para libros, para golosinas. Los platos, utensilios, vestidos y ropa que teníamos estaban siempre limpios, brillantes, planchados, remendados, almidonados. El mantel no tenía manchas, estaba flamante, la pantalla de la lámpara limpia de polvo, el parquet reluciente y sin una mota.
Lo sorprendente es que ellos no se aburrieran nunca. Estaban cansados, pero no aburridos. Se pasaban la mayor parte del tiempo en casa, siempre de pie: cocinando, lavando, moviéndose entre la cocina comunitaria de nuestro apartamento y nuestra habitación y media, ocupados con una u otra cosa de la casa. Lógicamente, se sentaban para comer, pero si veo a mi madre sentada es sobre todo cuando, inclinada sobre la máquina de coser Singer, manual y con pedal, se dedicaba a remendarnos la ropa, a volver los cuellos del revés, a reparar o adaptar chaquetas viejas. En cuanto a mi padre, las únicas veces que se sentaba era para leer el periódico o para trabajar en su despacho. A veces, por la noche, veían una película o escuchaban un concierto ante el televisor del año 1952. Entonces también estaban sentados… De esa manera, sentado en una silla, en la vacía habitación y media donde vivía, un vecino encontró a mi padre muerto hace un año.
3
Había sobrevivido trece meses a su mujer. De los setenta y ocho años de vida de ella y de los ochenta de él, yo únicamente había vivido treinta y dos con ellos. Apenas sabía nada de sus primeras relaciones, de cómo se conocieron, ni siquiera sé en qué año se casaron. Tampoco sé nada de los once o doce años que vivieron sin mí. Como no lo sabré nunca, mejor será que imagine que la rutina fue la de siempre, que quizá incluso estuvieran mejor sin mí, tanto en el aspecto económico como porque se habían librado de la preocupación de mis continuas detenciones.
Pero no pude ayudarles durante la vejez ni estuve a su lado en la hora de su muerte. Y no lo digo tanto por un sentido de culpabilidad como por ese deseo ególatra del niño que lo empuja a seguir a sus padres a través de todos los estadios de su vida, puesto que todo niño, de un modo u otro, repite los pasos de sus padres. Podría argumentarlo diciendo que, después de todo, si uno quiere aprender de sus padres cómo será su futuro, cómo va a envejecer, también uno quiere aprender de ellos la última lección: cómo hay que morir. Pese a que uno no lo quiera, sabe que aprende de ellos, aunque sea inconscientemente. «¿También yo seré así cuando sea viejo? ¿Será hereditario ese problema cardíaco (o de otro tipo)?»
No sé ni sabré nunca cómo estuvieron mis padres durante los últimos años de su vida, ni cuántas veces sintieron miedo, ni cuántas veces se sintieron al borde de la muerte, ni si se sentían postergados, ni si esperaban que volviéramos a reunimos los tres algún día.
– Hijo -me decía mi madre por teléfono-, la única cosa que le pido a la vida es volver a verte. Es lo único que me mantiene.
Y al cabo de un minuto:
– ¿Qué estabas haciendo hace cinco minutos, antes de llamar?
– Lavaba los platos.
– ¡Ah, eso está muy bien! Es una cosa muy buena eso de lavar platos. A veces es sumamente terapéutico.
4
Nuestra habitación y media formaba parte de una enorme edificación, la tercera parte de un bloque en cuanto a longitud, situada en la zona norte de un edificio de seis pisos que estaba enfrente de tres calles y de una plaza cuadrada. El edificio era uno de esos tremendos pasteles del estilo llamado morisco que en el norte de Europa marcaron el cambio de siglo. Construido en 1903, año del nacimiento de mi padre, constituyó la sensación arquitectónica del San Petersburgo de la época y en cierta ocasión Ajmatova me dijo que sus padres la habían llevado a ver aquella maravilla montada en un cochecito. Por su parte oeste, situada frente a una de las avenidas más famosas de la literatura rusa, la Perspectiva Liteini, Alexander Blok tuvo un apartamento en un momento determinado de su vida. En cuanto a nuestro edificio, vivía en él la pareja que dominó la escena literaria de la Rusia prerrevolucionaria, así como el ambiente intelectual de los emigrantes rusos en el París de años después, durante los decenios de los años veinte y treinta: Dmitri Mereykovski y Zinaida Gippius. Fue desde el balcón de nuestra habitación y media que Zinka, igual que una larva, lanzó sus denuestos a los marineros revolucionarios.
Después de la Revolución, de acuerdo con la política de «condensar» a la burguesía, el edificio fue dividido en apartamentos, siendo adjudicada una habitación por familia. Se levantaron tabiques entre las habitaciones, que en los primeros tiempos eran de contraplacado. Más adelante, con el paso de los años, tablones, ladrillos y estuco elevaron estas divisorias a la categoría de norma arquitectónica. Si hay un aspecto infinito en el espacio, no es su expansión sino su reducción, aunque sólo sea porque la reducción del espacio, por extraño que parezca, es siempre más coherente, está mejor estructurada y tiene más nombres: celda, armario, tumba. Las ampliaciones tienen únicamente un gesto amplio.
En la U.R.S.S., el espacio vital mínimo por persona es de nueve metros cuadrados. Nosotros habríamos debido considerarnos afortunados porque, debido a la singularidad de la parte que nos correspondía en el edificio, nos tocaron un total de cuarenta metros para los tres. Este exceso tenía algo que ver con el hecho de haber conseguido aquella vivienda porque mis padres habían cedido las dos habitaciones que ocupaban en diferentes partes de la ciudad, donde vivían antes de casarse. Ese concepto del intercambio -o, mejor dicho, del cambalache, dada la finalidad del intercambio- es algo que no hay manera de hacer entender a los extranjeros, a las personas forasteras. Las leyes de la propiedad son un arcano en todo el mundo, pero las hay que son más arcano que otras, especialmente cuando la propiedad corresponde al estado. El dinero no entra para nada en el asunto, por ejemplo, ya que en un estado totalitario los grupos de renta no presentan gran variedad; dicho en otras palabras, todo el mundo es tan pobre como su vecino. Uno no compra la vivienda; a lo más, tiene derecho a la superficie equivalente a la que poseía con anterioridad. Si se trata de dos personas que deciden vivir juntas, tienen derecho al equivalente de la suma de las superficies respectivas de sus residencias anteriores. Los funcionarios de la oficina de la propiedad son los que deciden qué superficie ocupará uno. El soborno no sirve de nada, debido a que la jerarquía de esos funcionarios es, a su vez, terriblemente arcana y el impulso inicial que los mueve es darle a uno el mínimo. El cambalache dura años, durante los cuales el único aliado es la fatiga, es decir, se puede abrigar la esperanza de fatigarlos negándose uno a trasladarse a un lugar cuantitativamente inferior al que ocupaba previamente. Aparte de la pura aritmética, lo que interviene en su decisión es una gran variedad de premisas, no articuladas nunca en leyes, con respecto a la edad de uno, a su nacionalidad, a su raza, a su ocupación, a la edad y sexo de su hijo, a sus orígenes sociales y territoriales, por no hablar además de la impresión personal que uno pueda causar, etc. Sólo los funcionarios saben lo que hay disponible, sólo ellos arbitran la equivalencia y pueden ceder o sustraer unos cuantos metros cuadrados del sitio que se les antoje. ¡Y vaya diferencia la que pueden determinar esos pocos metros cuadrados! En ellos se puede instalar una librería o, mejor aún, un escritorio.
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