Joseph Brodsky - Menos Que Uno
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¿Quién sabe? Acaso mi actitud respecto a la gente contenga también, por derecho propio, un toque de Oriente. En resumidas cuentas, ¿de dónde soy yo? Sin embargo, llegado a una cierta edad, el hombre se siente cansado de su propia especie, harto de cargar con su consciente y subconsciente. ¿Una historia más de crueldad, o diez más? ¿Otros diez, o cien, ejemplos de bajeza, estupidez o valor humanos? La misantropía, después de todo, debería tener también sus límites.
Basta, por consiguiente, con echar un vistazo al diccionario y descubrir que katorga (trabajo forzado) es también una palabra turca. Y basta con descubrir en un mapa turco, en algún punto de Anatolia, o dejonia, una población denominada Nigde (ningún lugar, en ruso).
44
Yo no soy historiador ni periodista, ni etnógrafo. En el mejor de los casos, soy un viajero, una víctima de la geografía. No de la historia, quede bien entendido, pero sí de la geografía. Esto es lo que todavía me vincula al país donde mi destino quiso que yo naciera, a nuestra famosa Tercera Roma. Por lo tanto, no me interesa particularmente la política de la actual Turquía, ni lo que le ocurrió a Atatürk, cuyo retrato adorna las grasientas paredes de todos los cafés, así como la lira turca, inconvertible y que representa una forma irreal de pago para un trabajo real.
Vine a Estambul para contemplar el pasado, no el futuro… puesto que éste no existe aquí: cualquiera que hubiese se ha marchado también al norte. Aquí hay solamente lo inenvidiable, un presente inferior para la población, industriosa pero saqueada por la intensidad de la historia local. Nada ocurrirá aquí nunca más, excepto tal vez disturbios callejeros o un terremoto. O tal vez descubrirán petróleo, pues hay un hedor terrible a anhídrido sulfuroso en el Cuerno de Oro, al atravesar la aceitosa superficie del cual se consigue un panorama espléndido de la ciudad. Sin embargo, es improbable. El hedor procede del petróleo que rezuma de los oxidados, goteantes y casi agujereados buques cisterna que pasan a través del Estrecho. Cualquiera podría ganarse la vida sólo con refinarlo.
Un proyecto como éste, sin embargo, tal vez le chocaría al habitante local como excesivamente atrevido. La población local es más bien conservadora por naturaleza, aunque se trate de hombres de negocios o de comerciantes; en cuanto a la clase trabajadora, está encerrada, de mala gana pero con firmeza, en una mentalidad conservadora y tradicional por sus míseros salarios. En su propio elemento, el nativo sólo se encuentra dentro de la infinitamente entrecruzada -en dibujos similares a los de la alfombra o de las paredes de la mezquita- telaraña de las galerías abovedadas del bazar local, que es el corazón, la mente y el alma de Estambul. Es una ciudad dentro de la ciudad, y también él está construido para la eternidad. No puede ser transportado al oeste ni al norte, ni siquiera al sur. Los almacenes gum, Bon Marché, Macy's y Harrods reunidos y elevados al cubo no son más que un juego de niños comparados con estas catacumbas. Extrañamente, gracias a las guirnaldas de amarillas bombillas de cien vatios y el interminable caudal de bronce, collares de cuentas, brazaletes, plata y oro bajo cristal, ello sin mencionar las propias alfombras y los iconos, samovares, crucifijos y tantas otras cosas, este bazar de Estambul produce la impresión nada menos que de una iglesia ortodoxa, aunque con tantas volutas y ramificaciones como una cita del Profeta. Una versión de Santa Sofía en plano.
45
Las civilizaciones se mueven a lo largo de meridianos, y los nómadas (incluidos nuestros guerreros modernos, puesto que la guerra es un eco del instinto nómada) a lo largo de latitudes. Esto parece ser otra versión más de la cruz que vio Constantino. Ambos movimientos poseen una lógica natural (vegetal o animal), según la cual uno se encuentra fácilmente en la situación de ser incapaz de reprocharle nada a cualquiera. En el estado conocido como melancolía… o, para ser más exactos, fatalismo. Esto puede achacarse a la edad, o a la influencia de Oriente o, con un esfuerzo de la imaginación, a la humildad cristiana.
Las ventajas de esta condición son obvias, puesto que son interesadas, ya que, como todas las formas de humildad, siempre se logra a expensas de la muda impotencia de las víctimas de la historia, pasada, presente y futura; es un eco de la impotencia de millones. Y si uno no se encuentra en una época en la que pueda desenvainar una espada o trepar a una plataforma para rugir, ante un mar de cabezas, hasta qué punto detesta el pasado, el presente y el porvenir; si no existe esta plataforma o el mar se ha secado, siempre le quedan a uno la cara y los labios, que pueden acomodarse a su leve sonrisa despreciativa, provocada por la vista que se abre a la vez ante su ojo interior y su ojo al descubierto.
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Con ella, con esa sonrisa en los labios, uno puede embarcar en el transbordador y partir para tomar una taza de té en Asia. Veinte minutos más tarde, puede desembarcar en Cengelkóy, encontrar un café en la misma orilla del Bósforo, sentarse y pedir té, e, inhalando el olor de las algas putrefactas, observar, sin cambiar la expresión facial antes citada, los portaaviones de la Tercera Roma que navegan lentamente a través de las puertas de la Segunda, camino de la Primera.
(1985)
EN UNA HABITACIÓN Y MEDIA
A L.K.
1
La habitación y media (suponiendo que esa unidad espacial tenga sentido en otra lengua que no sea el ruso) donde vivíamos los tres tenía suelo de madera y mi madre protestaba enérgicamente contra los hombres de la familia, en particular yo, que siempre andaban de acá para allá en calcetines. Insistía en que había que llevar zapatos o zapatillas constantemente. Al tiempo que me amonestaba con respecto a este punto, evocaba una vieja superstición rusa que, según ella, aseguraba que era de mal agüero andar de aquella manera, porque podía acarrear una muerte en la familia.
Es posible, por supuesto, que mi madre tuviese por incivilizada esa costumbre, que la considerase simplemente una falta de educación. Los pies de los hombres huelen y aquella época era anterior a la de los desodorantes. Yo pensaba que, efectivamente, si el parquet estaba pulimentado, era fácil resbalar y caerse, especialmente si los calcetines eran de lana. Y si el que caía era viejo y frágil, las consecuencias podían ser desastrosas. La afinidad del parquet con la madera, la tierra, etc., se extendía en mi mente a todo el terreno que pudiera encontrarse bajo los pies de nuestros parientes próximos y lejanos que vivían en nuestra misma ciudad. La distancia importaba poco, el terreno era el mismo. Tampoco el hecho de vivir al otro lado del río, donde con el tiempo yo alquilaría un apartamento o habitación para mí solo, constituía excusa, ya que en aquella ciudad había abundancia de ríos y canales y, aunque los había lo bastante profundos para que por ellos circularan barcos camino del mar, la muerte, pensaba yo, siempre los encontraría someros o, con su manera subterránea de proceder, podría atravesarlos reptando por debajo de ellos.
Mi madre y mi padre han muerto y yo me encuentro a orillas del Atlántico; hay, pues, mucha agua entre dos tías supervivientes, mis primos y yo: un verdadero abismo, capaz incluso de liar a la misma muerte. Así es que ahora puedo andar a placer en calcetines, ya que no tengo parientes en este continente. La única muerte que puedo provocar en la familia es presumiblemente la mía, aunque esto supondría mezclar transmisor con receptor. Las desigualdades de esta unión son pequeñas, y esto es lo que distingue la electrónica de la superstición. Con todo, si no piso esos anchos tablones de arce canadiense con mis calcetines no es ni por esa certidumbre ni por instinto de conservación, sino porque sé que mi madre no lo aprobaría. Supongo que quiero dejar las cosas tal como estaban entonces en mi familia, ahora que soy lo único que queda de ella.
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