Joseph Brodsky - Menos Que Uno
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Esas guerras milenarias, sin respiro, esos períodos interminables de interpretación escolástica del arte de la traición… ¿no podrían ser responsables del desarrollo, en esta parte del mundo, de una fusión entre ejército y estado, del concepto de la política como la continuación de la guerra por otros medios, y de las fantasmagóricas, aunque balísticamente factibles, fantasías de Konstantin Tsiolkovski, el abuelo del misil?
Un hombre con imaginación, sobre todo si es impaciente, podría sentir la aguda tentación de contestar a estas preguntas con una afirmación. Pero tal vez no convenga precipitarse, tal vez convenga hacer una pausa y darles la oportunidad de convertirse en preguntas «malditas», aunque eso pueda llevar varios siglos. Ah, estos siglos, la unidad favorita de la historia, que eximen al individuo de la necesidad de evaluar personalmente el pasado y que le otorgan la honorable categoría de víctima de la historia.
34
A diferencia de la Era Glacial, las civilizaciones, cualquiera que sea su índole, se mueven de sur a norte, como para llenar el vacío creado por el glaciar en retirada. La selva tropical expulsa gradualmente a las coníferas y al bosque mixto… si no a través del follaje, por medio de la arquitectura. A veces se tiene la sensación de que el barroco, el rococó e incluso el estilo Schinkel son, simplemente, una nostalgia inconsciente de la especie por su pasado ecuatorial. Las pagodas a semejanza de he-lechos también encajan en esta idea.
En cuanto a las latitudes, sólo los nómadas se mueven a lo largo de ellas, y generalmente de este a oeste. La migración nomádica sólo tiene sentido en una zona climática distintiva. Los esquimales se deslizan dentro del Círculo Ártico, los tártaros y mongoles en los confines de la zona de la tierra negra. Las cúpulas de yurts y de iglúes, los conos de tiendas y tipis. He visto las mezquitas de Asia Central, de Samarkanda, Bujara y Jiva, auténticas perlas de la arquitectura musulmana. Como no dijo Lenin, no conozco nada mejor que el Shah-i-Zinda, sobre cuyo suelo pasé varias noches, al no tener ningún otro lugar en el que reposar mi cabeza. Tenía entonces diecinueve años, pero conservo delicados recuerdos de estas mezquitas, aunque no en absoluto por esta razón. Son obras maestras de escala y color, y atestiguan el lirismo del Islam. Su brillo, sus esmeraldas y cobaltos quedan impresos en la retina, y no menos a causa del contraste con los matices amarillos y pardos del paisaje circundante. Este contraste, este recuerdo de una alternativa colorista (por lo menos) respecto al mundo real, puede haber sido también el pretexto principal para su nacimiento. En efecto, uno advierte en ellas una idiosincrasia, una autoabsorción, un afán de logro, de perfeccionarse a sí mismas. Como lámparas en la oscuridad. Mejor: como corales en el desierto.
35
En tanto que las mezquitas de Estambul son el Islam triunfante. No existe mayor contradicción que una iglesia triunfante… ni tampoco mayor carencia de gusto. San Pedro, en Roma, también padece lo mismo. ¡Pero las mezquitas de Estambul! Esos sapos enormes de piedra congelada, agazapados en el suelo, incapaces de moverse. Sólo los minaretes, parecidos, más que a cualquier otra cosa (proféticamente, por desgracia) a baterías tierra-aire… sólo ellos indican la dirección que antaño el alma estaba a punto de tomar. Sus cúpulas bajas, reminiscentes de tapaderas de cacerola o teteras de hierro, son incapaces de concebir lo que han de hacer con el cielo: preservan lo que contienen, en vez de alentar a fijar los ojos en lo alto. ¡Ah, este complejo de tienda, de desparramarse en el suelo, de namaz¡
Recortada su silueta ante el sol naciente, en las cimas de los montes, crean una impresión poderosa y la mano busca la cámara, como la del espía al descubrir una instalación militar. Hay, desde luego, algo de amenazador en ellas…, algo misterioso, sobrenatural, galáctico, totalmente hermético, como una concha. Y todo ello de un color gris sucio, como la mayoría de los edificios de Estambul, y todo ello situado contra el turquesa del Bósforo.
Y si la pluma no se apresta a reprender a sus innumerables y verdaderamente creyentes constructores por ser estéticamente necios, es porque el tono para estas construcciones acuclilladas en el suelo, semejantes a sapos y cangrejos, quedó fijado por Santa Sofía, un edificio cristiano hasta el más alto grado. Se afirma que Constantino puso los cimientos, pero fue erigido durante el reinado de Justiniano. Desde el exterior, no es posible distinguirlo de las mezquitas, o a éstas de él, ya que el destino le ha gastado una broma cruel (¿fue cruel?) a Santa Sofía. Bajo el sultán «Cualquiera que fuese su nombre redundante», nuestra Santa Sofía fue convertida en mezquita.
Como transformación, ésta no exigió grandes esfuerzos, pues todo lo que los musulmanes tuvieron que hacer fue alzar cuatro minaretes a cada lado de la catedral. Así lo hicieron, y resultó imposible diferenciar Santa Sofía de una mezquita. Es decir, el patrón arquitectónico de Bizancio fue llevado a su final lógico, ya que fue exactamente la grandeza achaparrada de este santuario cristiano lo que los constructores de Bajazet, Solimán y la Mezquita Azul, ello sin mencionar a sus descendientes menores, trataron de emular. Y no obstante, no debieran ser objeto de reproches por esto, en parte porque cuando ellos llegaron a Constantinopla era Santa Sofía lo que mayor tamaño mostraba en todo el paisaje, pero principalmente porque Santa Sofía en sí no era una creación romana. Era un producto oriental o, para ser más precisos, sasánida. Y, similarmente, tampoco tiene objeto culpar a aquel sultán comoquiera que se llamara -¿no sería Murad?- por convertir una iglesia cristiana en mezquita. Esta transformación reflejó algo que, sin otorgar gran reflexión a la cuestión, sabría tomar por una profunda indiferencia oriental ante problemas de una índole metafísica. En realidad, sin embargo, lo que hubo detrás de ello y que hoy persiste, de manera muy parecida a Santa Sofía, con sus minaretes y su decoración cristiano-musulmana en su interior, es una sensación, instilada a la vez por la historia y por el contexto árabe, de que en esta vida todo se entrelaza… de que en cierto sentido todo no es más que un dibujo en una alfombra. Pisoteada por nuestros pies.
36
Es una idea monstruosa, pero no del todo carente de verdad. Por lo tanto, tratemos de exponerla. En su origen hay el principio oriental de la ornamentación, cuyo elemento básico es un verso del Corán, una cita del Profeta: cosida, grabada, tallada en piedra o madera, y gráficamente coincidente con este mismo proceso de costura, grabado y talla si uno tiene en cuenta la forma árabe de escribir. En otras palabras, nos las habemos con el aspecto decorativo de la caligrafía, el uso decorativo de frases, palabras y letras… con una actitud puramente visual al respecto. Descartando aquí la inaceptabilidad de esta actitud hacia las palabras (y también las letras), indiquemos tan sólo la inevitabilidad de una percepción literalmente espacial -por ser conducida por medios distintivamente espaciales- de cualquier locución sagrada. Señalemos la dependencia de este ornamento respecto a la longitud de la línea y el carácter didáctico de la locución, a menudo lo bastante ornamental por sí mismo. Recordemos que la unidad del ornamento oriental es la frase, la palabra, la letra.
La unidad -el elemento principal- de ornamentación que se impuso en Occidente fue la muesca, la talla, que registraba el paso de los días. Este ornamento, en otras palabras, es temporal, de donde su ritmo, su tendencia a la simetría, su carácter esencialmente abstracto, que subordinan la expresión gráfica a un sentido rítmico. Su extremo no-autodidactismo. Su persistencia -por medio del ritmo, o la repetición- en abstraerse a partir de su unidad, a partir de la cual ha sido ya expresado antes. En resumen, su dinamismo.
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