Joseph Brodsky - Menos Que Uno

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Ah, ese grito de batalla de la rubia ya grisácea: «¡Qué negocio!» ¿No le parece también gutural este anuncio de ganga, incluso a un oído europeo? Ah, y este «¿Verdad que es bonito, querida?» en un mínimo de tres idiomas europeos, y susurro de unos billetes de banco sin valor bajo el escrutinio de unos ojos oscuros y aprensivos, en otros momentos condenados a la interferencia del televisor y a la voluminosa familia. ¡Ah, esa edad media distribuida en todo el mundo junto a sus repisas de chimenea suburbanas! Y sin embargo, pese a toda su vulgaridad y tosquedad, esta búsqueda es notablemente más inocente, y con mejores consecuencias para los locales, que la de ciertas parisinas charlatanas y presuntuosas, o la del lumpen espiritual fatigado por el yoga, el budismo o Mao, y que ahora excava en las profundidades del Islam «secreto» del Sufí, del Sunni, del Chia, etc. Aquí, desde luego, ningún dinero cambia de manos. Entre el burgués real y el mental, uno se siente más a sus anchas con el primero.

30

Lo que ocurrió después todo el mundo lo sabe, ya que aparecieron los turcos nadie sabe de dónde. Al parecer, no existe una explicación clara acerca de su procedencia real; evidentemente, estaban muy lejos. Tampoco queda excesivamente claro lo que les llevó hasta las orillas del Bósforo. Los caballos, supongo. Los turcos -los tuyrks para ser más precisos- eran nómadas, así nos lo enseñaron en la escuela. El Bósforo, claro, se convirtió en un obstáculo y allí, de repente, los turcos decidieron no seguir errando, tal como habían venido, y optaron, en cambio, por quedarse. Todo esto parece muy poco convincente, pero vamos a dejarlo tal como nos lo contaron. Lo que ellos querían de Bizancio-Constantinopla-Estambul resulta, al menos, indiscutible: querían estar en Constantinopla, es decir, más o menos lo que deseaba el propio Constantino. Antes del siglo XI, los turcos no habían compartido ningún símbolo. Apareció entonces y, como sabemos, fue la media luna.

En Constantinopla, empero, había cristianos y las iglesias de la ciudad las coronaba la cruz. El idilio de los tuyrks -que gradualmente se convertirían en los turcos- con Bizancio duró aproximadamente tres siglos. La persistencia dio sus frutos, y en el siglo XV la cruz cedió sus cúpulas a la media luna. El resto está bien documentado y no es necesario alargarse al respecto, pero lo que sí vale la pena señalar es la chocante similaridad entre «lo que fue» y «lo que pasó a ser», puesto que el significado de la historia radica en la esencia de las estructuras, y no en las características de la decoración.

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¡El significado de la historia! Cómo, de qué modo, puede la pluma arrostrar esta agregación de razas, lenguajes y credos: el paso vegetativo -mejor dicho, zoológico- del derrumbamiento de la Torre de Babel, al finalizar el cual, un buen día, entre las ruinas acumuladas, un individuo se sorprende a sí mismo contemplando, aterrorizado y alienado, su propia mano o su órgano procreador, no a lo Wittgenstein, sino poseído más bien por una sensación de que estas cosas ya no le pertenecen en absoluto, que no son sino componentes de un juguete de los que uno mismo se construye: detalles, fragmentos en un caleidoscopio a través del cual no es la causa la que escudriña el efecto, sino un ciego azar que entrevé la luz del día. Sin que lo oscurezca el polvo agitado por el viento.

32

La diferencia entre los poderes espiritual y secular en la Bizancio cristiana no era terriblemente acusada. Nominalmente, el emperador estaba obligado a tener en cuenta las opiniones del patriarca, y de hecho ello ocurría a menudo. Por otra parte, era frecuente que el emperador nombrase al patriarca y en ocasiones era, o tenía motivos para creerse serlo, un cristiano superior con respecto al patriarca. Y, desde luego, no es necesario mencionar el concepto del Señor ungido, que de por sí podía relevar al emperador de la necesidad de reconocer la metafísica de cualquier otro. Esto también ocurría, y, junto con ciertas maravillas mecánicas de las que Teófilo estaba sumamente prendado, desempeñó un papel decisivo en la adopción del cristianismo oriental por Rus en el siglo IX. (Incidentalmente, estas maravillas -el trono que ascendía en el aire, el ruiseñor metálico, los leones rugientes del mismo material, y otras- fueron obtenidas por el gobernante bizantino, con pequeñas modificaciones, a partir de sus vecinos persas.)

Algo muy similar ocurrió también con la Sublime Puerta, o sea el Imperio Otomano, alias Bizancio musulmán. Una vez más, tenemos una autocracia, fuertemente militarizada y algo más despótica. El jefe absoluto del estado era el Padisha, o sultán. Junto a él existía, sin embargo, el Gran Mufti, cargo que combinaba -y de hecho igualaba- la autoridad espiritual y la administrativa. Todo el estado era regido por un sistema jerárquico muy complejo, en el que predominaba el elemento religioso, o, para expresarlo de modo más conveniente, firmemente ideológico.

En términos puramente estructurales, la diferencia entre la Segunda Roma y el Imperio Otomano sólo es accesible en unidades de tiempo. ¿Qué es, pues? ¿El espíritu del lugar? ¿Su genio maligno? ¿El espíritu de los malos hechizos, porcha en ruso? A propósito, ¿de dónde hemos sacado esta palabra de porcha? ¿No podría derivar de porte? No importa. Ya basta con que tanto el cristianismo como bardak con durak llegaran a nosotros desde este lugar donde la gente se convertía al cristianismo en el siglo V con la misma facilidad con la que se pasaron al Islam en el XV (aunque después de la caída de Constantinopla los turcos no persiguieron en absoluto a los cristianos). La explicación para ambas conversiones fue la misma: pragmatismo. No obstante, esto nada tiene que ver con el lugar; tiene que ver con la especie.

33

Oh, todos esos incontables Osmanes, Mohameds, Murads, Bajazets, Ibrahims, Selims y Solimanes dedicados a la matanza de sus predecesores, rivales, hermanos, padres y la propia prole -en el caso de Murad II, o III (¿qué puede importar?), dieciocho hermanos uno tras otro- con la regularidad del hombre que se afeita frente a un espejo. Oh, todas esas guerras ininterrumpidas, interminables: contra el infiel, contra sus propios musulmanes chiitas, para ampliar el Imperio, para vengar una afrenta, por ninguna razón en absoluto, y en defensa propia. Y… oh, aquellos jenízaros, la élite del ejército, dedicada primero al sultán y después convertida gradualmente en casta separada, pendiente tan sólo de sus propios intereses. ¡Cuan familiar resulta todo, incluidas las matanzas! ¡Todos esos turbantes y barbas, aquel uniforme para cabezas poseídas por una sola idea -la matanza despiadada- y a causa de ella, y no en absoluto debido a la proscripción islámica de reproducir cualquier cosa viviente, totalmente indistinguibles unas de otras! Y tal vez «matanza» precisamente porque todas son tan parecidas que no hay modo de detectar una baja. «Yo mato despiadadamente, luego existo.»

Y, hablando en general, en realidad ¿qué puede estar más próximo al corazón de un nómada de ayer que el principio lineal, que el movimiento a través de una superficie, en cualquier dirección? ¿No dijo uno de ellos, otro Selim, durante la conquista de Egipto, que él, como señor de Constantinopla, era el heredero del Imperio Romano y por tanto tenía derecho a todos los territorios que hubieran formado parte de él? ¿Suenan estas palabras como una justificación o suenan como una profecía, o como ambas cosas a la vez? ¿Y no sonó la misma nota, cuatrocientos años más tarde, en la voz de Ustryalov y de los eslavófilos de los últimos días de la Tercera Roma, cuya bandera escarlata, semejante a una capa de jenízaro, combinaba claramente una estrella y la media luna del Islam? ¿Y no es una cruz modificada aquel martillo?

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