Joseph Brodsky - Menos Que Uno
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21
Y lo que Constantino tampoco vio -o, para ser más exactos, no previo- fue que la impresión que le había producido la ubicación geográfica de Bizancio era natural. Que si los potentados orientales echaban también un vistazo al mapa, lógicamente habían de sacar de él la misma impresión. Tal como ocurrió -y más de una vez- con unas funestas consecuencias para la cristiandad. Hasta el siglo VII, la fricción entre Oriente y Occidente en Bizancio fue normal y de tipo militar, un «voy a despellejarte vivo», y se revolvió por la fuerza de las armas, generalmente de modo favorable para Occidente. Y si esto no incrementó la popularidad de la cruz en el este, no dejó de inspirar respeto por ella. Sin embargo, llegado el siglo VII, lo que había ascendido por encima de todo el este y comenzaba a dominarlo era la media luna del Islam. A partir de entonces, los encuentros militares entre Oriente y Occidente, cualquiera que fuera su resultado, dieron como resultado una gradual pero continuada erosión de la cruz y un creciente relativismo de la perspectiva bizantina como consecuencia de un contacto demasiado próximo y excesivamente frecuente entre los dos signos sagrados. (¿Quién sabe si la derrota eventual de la iconoclastia no podría explicarse por un sentido de inadecuación de la cruz como símbolo y por la necesidad de una competición visual con el arte antifigurativo del Islam? ¿Y si fue esta trama arábiga de pesadilla lo que espoleó a Juan Damasceno?
Constantino no previo que el antiindividualismo del Islam consideraría el suelo de Bizancio tan acogedor que, en el siglo IX, el cristianismo se mostraría más que dispuesto a huir hacia el norte. Él, desde luego, habría dicho que no se trataba de una huida, sino más bien de la expansión de la cristiandad que él había soñado, al menos en teoría. Y muchos moverían la cabeza en asentimiento: sí, una expansión. Sin embargo, el cristianismo que, procedente de Bizancio, fue recibido por Rus en el siglo IX ya no tenía nada en común con Roma, puesto que, camino de Rus, el cristianismo dejó detrás de él, no sólo togas y estatuas, sino también el Código Civil de Justiniano. Sin duda, con el objeto de facilitar el viaje.
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Tras decidir marcharme de Estambul, me dediqué a buscar una compañía de navegación que atendiera la ruta de Estambul a Atenas o, mejor, de Estambul a Venecia. Visité varias oficinas, pero, como siempre ocurre en Oriente, cuanto más se acerca uno a su objetivo, más oscuros se tornan los medios para alcanzarlo. Al final, comprendí que no podía emprender viaje desde Estambul ni desde Esmirna hasta pasadas otras dos semanas, ya fuese en buque de pasaje, en un mercante o en un petrolero. En una de las agencias, una corpulenta turca, cuyo abominable cigarrillo despedía tanto humo como un transatlántico, me aconsejó probar en una compañía que ostentaba el nombre australiano -al menos, así lo imaginé yo al principio- de Boomerang. La Boomerang resultó ser una destartalada oficina que olía a tabaco rancio, con dos mesas, un teléfono, un mapamundi (naturalmente) en la pared, y seis hombres corpulentos, pensativos y de negros cabellos, a los que el ocio había abotargado. Lo único que conseguí extraer de ellos fue que Boomerang se ocupaba de los cruceros soviéticos en el mar Negro y el Mediterráneo, pero que aquella semana no había ninguna salida. Me pregunté de dónde podía proceder aquel joven teniente de la Lubianka que había imaginado un nombre semejante. ¿De Tula? ¿De Cheliabinsk?
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Aún a riesgo de repetirme, no dejaré de afirmar de nuevo que si el suelo de Bizancio le resultó tan favorable al Islam debióse, con toda probabilidad, a su textura étnica: una mezcla de razas y nacionalidades que no conservaban ningún recuerdo local, ni tampoco general, de cualquier clase de tradición coherente de individualismo. Enemigo de las generalizaciones, añadiré que Oriente significa, en primer lugar, una tradición de obediencia, de jerarquía, de rentabilidad, de comercio y de adaptación, es decir, una tradición drásticamente ajena a los principios de un absoluto moral, cuya misión -me refiero a la intensidad del sentimiento- queda cumplimentada aquí por la idea del parentesco, de la familia. Preveo objeciones, e incluso estoy dispuesto a aceptarlas, en todo o en parte, pero por más extrema que sea la idealización que podamos adjudicarle a Oriente, jamás podremos adjudicarle la menor semejanza de democracia.
Y aquí hablo de Bizancio antes de la dominación turca: del Bizancio de Constantino, Justiniano y Teodora… del Bizancio cristiano, en una palabra. No obstante, Miguel Psellos, el historiador bizantino del siglo XI, al describir en su Cbronographia el reinado de Basilio II, nos habla del primer ministro de Basilio, llamado también Basilio, que era el hermanastro ilegítimo del emperador y que, debido a ello, fue castrado en su infancia para eliminar toda posible pretensión al trono. «Una precaución natural -comenta el historiador-, puesto que, como eunuco, no intentaría usurpar el trono al heredero legítimo.» Y Psellos añade: «Estaba totalmente reconciliado con su sino, y sinceramente dedicado a la casa gobernante. Al fin y al cabo, era su familia». Señalemos que esto fue escrito en la época del reinado de Basilio II (976-1025 d. C.) y que Psellos menciona el incidente muy de pasada, como una cuestión rutinaria -como de hecho lo fue- en la corte bizantina. Y si esto ocurrió después de Cristo, ¿qué pasaría, entonces, antes de Cristo?
24
¿Y cómo medimos una época? ¿Y es susceptible de medición una época? Deberíamos anotar también que lo que Psellos describe tiene lugar antes de la llegada de los turcos. No hay presencia de Bajazets, Mohameds y Solimanes, en absoluto. De momento, todavía estamos interpretando textos sagrados, guerreando contra la herejía, reuniéndonos en concilios universales, erigiendo catedrales y componiendo opúsculos. Ello con una mano. Con la otra, castramos a un bastardo, para que cuando crezca no sea un candidato adicional al trono. Ésta es, en realidad, la actitud oriental respecto a las cosas -respecto al cuerpo humano en particular-, y es irrelevante cuál sea la era o el milenio. Por lo tanto, no es sorprendente que la Iglesia romana le volviera la espalda a Bizancio.
Pero también debe decirse aquí algo sobre esa Iglesia. Era natural que evitara a Bizancio, tanto por las razones antes citadas como porque Bizancio -esa nueva Roma- había abandonado por completo a la Roma propiamente dicha. Con la excepción de los efímeros esfuerzos de Justiniano para restablecer la coherencia imperial, Roma quedó abandonada por completo a sus propios medios y a su destino, lo que quería decir a los visigodos, a los vándalos y a todos aquellos que se sintieran inclinados a saldar deudas antiguas y nuevas con la ex capital. Cabe comprender a Constantino, ya que nació y pasó toda su infancia en el Imperio oriental, en la corte de Diocle-ciano. En este sentido, por romano que fuera, no era un occidental, excepto en su designación administrativa o a través de su madre. (Nacida en Gran Bretaña, según se cree, fue la primera en interesarse por el cristianismo, hasta el punto de que posteriormente viajó a Jerusalén y descubrió allí la Vera Cruz. En otras palabras, en aquella familia era mamá la creyente. Y aunque existen amplias razones para considerar a Constantino como auténtico niño mimado por mamá, evitemos la tentación… dejémosla para los psiquiatras, ya que nosotros no estamos doctorados en la materia.) Cabe comprender a Constantino, repitamos.
En lo tocante a la actitud de los subsiguientes emperadores bizantinos con respecto a la Roma genuina, es más compleja y mucho menos explicable. Desde luego, ellos tenían sobrados problemas allí en el este, tanto con sus súbditos como con sus vecinos inmediatos. No obstante, parecería como si el título de emperador romano debiera haber implicado ciertas obligaciones geográficas. Lo importante era, desde luego, que los emperadores romanos posteriores a Justiniano procedían en su mayor parte de provincias cada vez más orientales, de los tradicionales sectores de reclutamiento del Imperio: Siria, Armenia, etcétera. Roma era para ellos, en el mejor de los casos, una idea. Varios de ellos, como la mayoría de sus súbditos, no sabían ni una palabra de latín y jamás habían puesto el pie en la ciudad que incluso entonces tenía mucho de «eterna». Y sin embargo, se consideraban a sí mismos romanos, así se denominaban y firmaban como tales. (Algo por el estilo puede observarse todavía hoy en los numerosos y variados dominios del Imperio Británico, o recordemos -para no tener que revolver en la memoria en busca de ejemplos- a los evenki, que son ciudadanos soviéticos.)
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