Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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Considero entonces qué cosa es ésta a la que llamamos muerte. No quiero decir el misterio de la muerte, que no penetro, sino la sensación física de dejar de vivir. La humanidad tiene miedo a la muerte, pero de modo confuso; el hombre normal se bate bien en activo; el hombre normal, enfermo o viejo, raras veces mira con horror al abismo de la nada que él atribuye a ese abismo. Todo eso es falta de imaginación. No hay nada menos propio de quien piensa que suponer a la muerte un sueño. ¿Por qué ha de serlo si la muerte no se parece al sueño? Lo esencial del sueño es el despertarse de él, y de la muerte, suponemos, no se despierta. Y si la muerte se asemeja al sueño, debemos tener la noción de que se despierta de ella. No es eso, sin embargo, lo que el hombre normal se figura: imagina para sí a la muerte corno un sueño del que no despierta, o que nada quiere decir. La muerte, decía, no se parece al sueño, pues en el sueño se está vivo y durmiendo: no sé cómo puede alguien comparar la muerte a nada, pues no puede tener experiencia de ella, o cosa con que compararla.

A mí, cuando veo un muerto, la muerte me parece una partida. El cadáver me produce la impresión de un traje que se ha dejado. Alguien se ha ido y no ha necesitado llevarse ese traje único que vestía.

390

No sé lo que es el tiempo. No sé cuál es su verdadera medida, si tiene alguna. La del reloj sé que es falsa: divide al tiempo espacialmente, por fuera. La de las emociones sé también que es falsa: divide, no al tiempo, sino a la sensación de él. La de los sueños es errónea: en ellos rozamos al tiempo, una vez prolongadamente, otra vez deprisa, y lo que vivimos es apresurado o lento conforme alguna propiedad del decorrer cuya naturaleza ignoro.

Creo, a veces, que todo es falso, y que el tiempo no es más que la moldura para encuadrar lo que le es extraño. En el recuerdo que tengo de mi vida pasada, los tiempos están dispuestos en niveles y planos absurdos, siendo yo más joven en determinado episodio de los quince años solemnes que en otro de la infancia sentada entre juguetes.

Se me enmaraña la conciencia si pienso en estas cosas. Presiento un error en todo esto; no sé, sin embargo, a qué lado cae. Es como si presenciase una especie de prestidigitación, donde, por ser tal, me supiese engañado, aunque no concibiese cuál es la técnica, o la mecánica, del engaño.

Me asaltan, entonces, pensamientos absurdos, que no consigo sin embargo rechazar como absurdos del todo. Pienso si un hombre que medita despacio dentro de un coche que va deprisa está yendo deprisa o despacio. Pienso si serán iguales las velocidades idénticas con que caen en el mar el suicida y el que ha perdido el equilibrio en la explanada. Pienso si son realmente sincrónicos los movimientos, que ocupan el mismo tiempo, mediante los cuales fumo un cigarrillo, escribo este fragmento y pienso oscuramente.

De dos ruedas en el mismo eje podemos pensar que hay una que está siempre más delante, aunque sea unas fracciones de milímetro. Un microscopio exageraría esta dislocación hasta convertirla en casi increíble, imposible si no fuese real. ¿Y por qué no ha de tener razón contra mi vista el microscopio? ¿Son consideraciones inútiles? Bien lo sé. ¿Son ilusiones de la consideración? Lo concedo. ¿Qué es, sin embargo, esto que nos mide sin medida y nos mata sin ser? Y es en estos momentos, en que no sé si el tiempo existe, cuando siento como una persona y tengo ganas de dormir.

23-5-1932.

391

Nadie comprende a otro. Somos, como dijo el poeta, islas en el mar de la vida; corre [ sic ] entre nosotros el mar que nos define y separa. Por más que un alma se esfuerce por saber lo que es otra alma, no sabrá sino lo que le diga una palabra -sombra disforme en el suelo de su entendimiento.

Amo a las expresiones porque no sé nada de lo que expresan. Soy como el maestro de Santa Marta [348], me contento con lo que me dan. Veo, y ya es mucho. ¿Quién es capaz de entender?

Tal vez sea debido a este escepticismo de lo inteligible por lo que encaro de igual modo un árbol y una cara, un cartel y una sonrisa. (Todo es natural, todo artificial, todo igual.) Todo lo que veo es para mí lo único visible, sea el cielo alto azul de verde blanco de la mañana que ha de venir, sea la mueca /falsa/ en que se contrae el rostro de quien está sufriendo ante testigos la muerte de quien ama.

Muñecos, ilustraciones, páginas que existen y se vuelven. Mi corazón no está en ellos ni casi mi atención que los recorre desde fuera, como una mosca por un papel.

¿Sé yo siquiera si siento, si pienso, si existo? Nada: sólo un esquema objetivo de colores, de formas, de expresiones del que soy el espejo oscilante por vender inútil.

14-6-1932.

392

Detrás de los primeros menos-calores del estío terminado, han venido, en los acasos de las tardes, ciertas coloraciones más suaves del cielo amplio, ciertos retoques de brisa fría que anuncian al otoño. No era todavía el desverdecer del follaje, o el desprenderse de las hojas, ni esa vaga angustia que acompaña a nuestra sensación de muerte exterior, porque lo ha de ser también la nuestra. Era como un cansancio del esfuerzo existente, un vago sueño sobrevenido a los últimos gestos del hacer. Ah, son las tardes de una tan afligida indiferencia que, antes que comience en las cosas, comienza en nosotros el otoño.

Cada otoño que viene está más cerca del otoño que tendremos, y lo mismo es verdad del verano y del estío; pero el otoño recuerda, por lo que es, el acabarse de todo, y en el verano o en el estío es fácil, de mirar, que lo olvidemos. No es todavía el otoño, no está todavía en el aire el amarillo de las hojas caídas o la tristeza húmeda del tiempo que va a ser más tarde invierno.

Pero hay un resquicio de tristeza anticipada, una angustia vestida para el viaje, en el sentimiento en el que estamos vagamente atentos a la difusión colorida de las cosas, al otro tono del viento, al sosiego más viejo que se arrastra, si cae la noche, por la presencia inevitable del universo.

Sí, pasaremos todos, pasaremos todo. Nada quedará de lo que gastó sentimientos y guantes, de lo que habló de la muerte y de la política local. Como es la misma luz la que ilumina las faces de los santos y las polainas de los transeúntes, así será la misma falta de luz la que dejará en lo oscuro la nada que quede de haber sido unos santos y otros gastadores de polainas. En el vasto remolino, como el de las hojas secas, en que yace indolentemente el mundo entero, tanto importan los reinos como los vestidos de las costureras, y las trenzas de las niñas rubias van en el mismo giro mortal que los cetros que han figurado a los imperios. Todo es nada, y en el atrio de lo Invisible, cuya puerta abierta muestra apenas, en frente, una puerta cerrada, bailan, esclavas de ese viento que las revuelve sin manos, todas las cosas, pequeñas y grandes, que han formado, para nosotros y en nosotros, el sistema sentido del universo. Todo es sombra y polvo removido, no hay más voz que la del ruido que hace lo que el viento levanta y arrastra, ni más silencio que el de lo que el viento abandona. Unos, hojas leves, menos presas de la tierra por más leves, van altos por el vórtice del atrio y caen más lejos que el círculo de los pesados. Otros, casi invisibles, polvo igual, diferente sólo si lo viésemos de cerca, se hacen cama a sí mismos en el remolino. Otros todavía, miniaturas de troncos, son arrastrados circularmente y terminan acá y allá. Un día, al final del conocimiento de las cosas, se abrirá la puerta del fondo, y todo lo que fuimos -basura de estrellas y de almas- será barrido hacia fuera de casa, para que lo que existe vuelva a empezar.

El corazón me duele como un cuerpo extraño. Mi cerebro duerme todo cuanto siento. Sí, es el principio del otoño el que trae al aire y a mi alma esa luz sin sonrisa que va orlando de amarillo muerto el redondeamiento confuso de las pocas nubes del poniente. Sí, es el principio del otoño, y el conocimiento claro, en la hora límpida, de la insuficiencia anónima de todo. El otoño, sí, el otoño, el que hay o el que va a haber, y el cansancio anticipado de todos los gestos, la desilusión anticipada de todos los sueños. ¿Qué puedo yo esperar y de qué? Ya, en lo que pienso de mí, voy entre las hojas y los polvos del atrio, en la órbita sin sentido de ninguna cosa, haciendo ruido de vida en las losas limpias que un sol angular dora de final no sé dónde.

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