Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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Todo cuanto he pensado, todo cuanto he soñado, todo cuanto he hecho o no he hecho -todo esto se irá en el otoño, como las cerillas usadas que tapizan el suelo en diferentes sentidos, o los papeles estrujados en falsas pelotas, o los grandes imperios, las religiones todas, las filosofías con que han jugado, al hacerlas, los hijos soñolientos del abismo. Todo cuanto ha sido mi alma, desde todo a lo que he aspirado a la casa vulgar en que vivo, desde los dioses que he tenido hasta el patrón Vasques que también he tenido, todo se va en el otoño, todo en el otoño, en la ternura indiferente del otoño. Todo en el otoño, sí, todo en el otoño…
14-9-1931.
393
¡Remolinos, remolinos, en la futilidad fluida de la vida! En la gran plaza del centro de la ciudad, el agua sobriamente multicolor de la gente que pasa se desvía, forma charcos, se abre en arroyos, se junta en riachuelos. Mis ojos ven distraídamente, y construyo en mí esta imagen aquea [349]que, mejor que cualquier otra, y porque he pensado que iba a llover, se ajusta a este incierto movimientos.
Al escribir esta última frase, que para mí dice exactamente lo que define, he pensado que sería útil poner al final de mi libro, cuando lo publique, debajo de las «Errata» unas «No-Errata», y decir: la frase «a este incierto movimientos», de la página tal, es así mismo, con las voces adjetivas en singular y el substantivo en plural [350]. ¿Pero qué tiene que ver esto con lo que estaba pensando? Nada, y por eso me ha dejado que lo piense.
Alrededor de en medio de la plaza, como cajas de cerillas móviles, grandes y amarillas, en que un niño espetase una cerilla quemada inclinada, para hacer mal de trole, los tranvías gruñen y tintinean; al arrancar, silban a hierro alto. Alrededor de la estatua central, las palomas son migajas negras que se mueven, como si les diese un viento esparcidor. Dan pasitos, gordas sobre las patas pequeñas.
Y son sombras, sombras…
Vista de cerca, toda la gente es monótonamente diferente. Decía Vieira que Frei Luís de Sousa escribía «lo vulgar con singularidad» [351]. Esta gente es singular con vulgaridad, al revés del estilo de la Vida del Arzobispo. Todo esto me da pena, siéndome sin embargo indiferente. He venido a parar aquí sin motivo, como todo en la vida.
Del lado de oriente, entrevista, la ciudad se levanta casi a plomada, asalta casi extáticamente al Castillo [352]. El sol pálido moja de un aureolamiento vago esta mole súbita de casas que para aquí lo oculta. El cielo es de un azul húmedamente blancuzco. La lluvia de ayer quizás se repita hoy, pero más suave. El viento parece Este, tal vez porque aquí mismo, de repente, huele vagamente al maduro y verde del mercado cercano. Del lado oriental de la plaza hay más forasteros que del otro. Como descargas tapizadas, los cierres ondulados bajan hacia arriba; no sé por qué es así la frase que me transmite ese ruido. Es quizás porque hacen más ruido al bajar, aunque ahora suben. Todo se explica.
De repente, estoy solo en el mundo. Veo todo esto desde lo alto de un tejado espiritual. Estoy solo en el mundo. Ver es ser distante. Ver claro es parar. Analizar es ser extranjero. Toda la gente pasa junto a mí sin rozarme. Sólo tengo aire a mi alrededor. Me siento tan aislado que siento la distancia que hay entre mí y mi traje. Soy un niño, con una palmatoria mal encendida, que atraviesa, en camisón de dormir, una gran casa desierta. Viven sombras que me rodean -sólo sombras hijas de los muebles rígidos y de la luz que me acompaña. Ellas me rondan aquí, al sol, pero son gente.
25-4-1930.
394
Cuanto más alto está el hombre, de más cosas tiene que privarse. En la cumbre no hay sitio sino para el hombre solo. Cuanto más perfecto es, más completo; y cuanto más completo, menos otro.
Estas consideraciones han venido a hacerme compañía después de leer en un diario la noticia de la gran vida múltiple de un hombre célebre. Era un millonario americano, y lo había sido todo. Había tenido cuanto ambicionaba -dinero, amores, afectos, dedicaciones, viajes, colecciones. No es que el dinero lo pueda todo, pero el gran magnetismo con el que se obtiene mucho dinero lo puede, efectivamente, casi todo.
Cuando dejaba el diario en la mesa del café, ya reflexionaba que lo mismo, en su esfera, podría decir el dependiente de comercio, más o menos conocido mío, que almuerza todos los días, como hoy está almorzando, en la mesa del fondo del rincón. Todo cuanto el millonario ha tenido, este hombre lo ha tenido; en menor grado, es cierto, pero en proporción a su estatura. Los dos hombres han conseguido lo mismo; no hay diferencia de celebridad, porque, también allí, la diferencia de ambientes establece la identidad. No hay nadie en el mundo que no conozca el nombre del millonario americano, pero no hay nadie en la plaza de Lisboa que no conozca el nombre del hombre que está almorzando allí.
Estos hombres, al final, han conseguido todo cuanto la mano puede alcanzar extendiendo el brazo. Variaba en ellos la longitud del brazo; en lo demás eran iguales. No he conseguido nunca tener envidia de esta especie de gente. Siempre he opinado que la virtud estaba en conseguir lo que no se alcanza, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir, en fin, algo imposible [353], absurdo, en vencer, como a obstáculos, la propia realidad del mundo.
Si me dijesen que es nulo el placer de durar después de no existir, respondería, primero, que no sé si lo es o no, pues no sé la verdad sobre la supervivencia humana; respondería, después, que el placer de la fama futura es un placer presente -la fama es la que es futura. Y es un placer de orgullo igual a ninguno que cualquier posesión material consiga proporcionar. Puede ser, en efecto, ilusorio, pero, sea lo que sea, es más generoso que el placer de disfrutar tan sólo de lo que está aquí. El millonario americano no puede creer que la posteridad vaya a apreciar sus poemas, visto que no ha escrito ningunos; el dependiente de comercio no puede suponer que el futuro vaya a deleitarse con sus cuadros, visto que no ha pintado ningunos.
Yo, sin embargo, que en la vida transitoria no soy nada, puedo disfrutar de la visión del futuro leyendo esta página, pues efectivamente la escribo; puedo enorgullecerme, como de un hijo, de la fama que tendré, porque, por lo menos, tengo con qué tenerla. Y cuando pienso esto, al levantarme de la mesa, es con una íntima majestad como mi estatura invisible se hiergue por cima de Detroit, Michigan, y de toda la plaza de Lisboa.
Me doy cuenta, sin embargo, de que no ha sido con estas reflexiones con las que he empezado a reflexionar. En lo que pensé en seguida fue en lo poco que tiene que ser en la vida quien tiene que sobrevivir. Tanto vale una reflexión como la otra, pues son la misma. La gloria no es una medalla, sino una moneda: de un lado tiene la Cara, del otro una indicación del valor. Para los valores mayores no hay moneda: son de papel y ese valor es siempre poco.
Con estas psicologías metafísicas se consuelan los humildes como yo.
2-2-1931.
395
Todo placer es un /vicio/ -porque buscar el placer es lo que todos hacen en la vida, y el único vicio negro es hacer lo que hace toda la gente.
396
Si algo hay que esta vida tenga para nosotros y, salvo la misma vida, tengamos que agradecer a los Dioses, es el don de desconocernos: de desconocernos a nosotros mismos y de desconocernos los unos a los otros. El alma humana es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que no se usa en la superficie del mundo. Nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociese, y así, si no existiese la vanidad, que es la sangre de la vida espiritual, moriríamos de anemia en el alma. Nadie conoce a otro, y menos mal que no le conoce, y, si le conociese, conocería en él, aunque madre, mujer o hijo, al íntimo, metafísico enemigo.
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