Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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Nada más… Un poco de sol, un poco de brisa, unos árboles que enmarcan a la distancia, el deseo de ser feliz, el disgusto de que los días pasen, la ciencia siempre insegura y la verdad siempre por descubrir… Nada más, nada más… Sí, nada más…
378
Cuanto más avanzamos en la vida, más nos convencemos de dos verdades que sin embargo se contradicen. La primera es que, ante la realidad de la vida, suenan pálidas todas las ficciones de la literatura y el arte. Producen, es cierto, un placer más noble que los de la vida; pero son como los sueños, en los que experimentamos sentimientos que en la vida no se experimentan, y se conjugan formas que en la vida no se encuentran; son, a pesar de todo, sueños, de los que se despierta, que no constituyen memorias ni nostalgias con las que vivamos después una segunda vida.
La segunda es que, siendo deseo de toda alma noble el recorrer la vida por entero, tener experiencia de todas las cosas, de todos los lugares y de todos los sentimientos vividos, y siendo esto imposible, la vida sólo subjetivamente puede ser vivida por entero, sólo negada puede ser vivida en su substancia total.
Estas dos verdades son irreductibles la una a la otra. El sabio se abstendrá de querer conjugarlas, y se abstendrá también de repudiar una u otra. Tendrá sin embargo que seguir una, añorante de la que no sigue; o repudiar ambas, elevándose por cima de sí mismo en un nirvana personal.
Feliz quien no exige de la vida más de lo que ella espontáneamente le da, guiándose por el instinto de los gatos, que buscan el sol cuando hace sol, y cuando no hace sol el calor, donde quiera que esté. Feliz quien abdica de su personalidad mediante la imaginación, y se deleita en la contemplación de las vidas ajenas, viviendo, no todas las impresiones, sino el espectáculo exterior de todas las impresiones. Feliz, por fin, ese que abdica de todo y a quien, porque ha abdicado de todo, nada puede ser quitado ni disminuido.
El rústico, el lector de novelas, el puro asceta -estos tres son los felices de la vida, porque son estos tres los que abdican de la personalidad: uno, porque vive del instinto, que es impersonal; otro, porque vive de la imaginación, que es olvido; el tercero, porque no vive y, no habiendo muerto, duerme.
Nada me satisface, nada me consuela, todo -haya sido o no- me sacia. No quiero tener al alma y no quiero abdicar de ella. Deseo lo que no deseo y abdico de lo que no tengo. No puedo ser nada sin todo: soy el puente entre lo que no tengo y lo que no quiero.
379
la tristeza solemne que habita en todas las cosas grandes -en las cimas como en las grandes vidas, en las noches profundas como en los poemas eternos.
(Posterior a 1923.)
380
Algunos tienen en la vida un gran sueño y faltan a ese sueño. Otros no tienen en la vida ningún sueño, y también faltan a ése.
381
Veo los paisajes soñados con la misma claridad con que miro los reales. Si me inclino sobre mis sueños, es sobre algo sobre lo que me inclino. Si veo a la vida pasar, sueño cualquier cosa.
De alguien dijo alguien que las figuras de los sueños tenían para él el mismo relieve y perfil que las figuras de la vida. Para mí, aunque comprendería que se me aplicase semejante frase, no la aceptaría. Las figuras de los sueños no son para mí iguales a las de la vida. Son paralelas. Cada vida -la de los sueños y la del mundo- tienen una realidad igual y propia, pero diferente. Como las cosas próximas y las cosas remotas. Las figuras de los sueños están cerca de mí, pero (…)
(¿1930?)
382
Todos los movimientos de la sensibilidad, por agradables que sean, son siempre interrupciones de un estado, que no sé en qué consiste, que es la vida íntima de esa misma [345]sensibilidad. No son las grandes preocupaciones las que nos distraen de nosotros, sino que hasta los pequeños enfados [346]perturban una quietud a la que todos, sin saberlo, aspiramos.
Vivimos casi siempre fuera de nosotros, y la misma vida es una perpetua dispersión. Pero es hacia nosotros hacia donde tendemos, como hacia un centro en torno al cual hacemos, como los planetas, elipses absurdas y distantes.
383
Reconocer la realidad como una forma de ilusión, y la ilusión como una forma de realidad, es igualmente necesario e igualmente inútil. La vida contemplativa, para siquiera existir, tiene que considerar los accidentes objetivos como premisas dispersas de una conclusión inalcanzable; pero tiene al mismo tiempo que considerar las contingencias del sueño como en cierto modo dignas de esa atención a ellas por la que nos volvemos contemplativos.
Cualquier cosa, conforme se la considera, es un asombro o un estorbo, un todo o una nada, un camino o una preocupación. Considerarla cada vez de un modo diferente es renovarla, multiplicarla por sí misma. Por eso es por lo que el espíritu contemplativo que nunca ha salido de su aldea tiene a pesar de todo a sus órdenes al universo entero. En una celda o en un desierto está el infinito. En una piedra se duerme cósmicamente.
Hay, sin embargo, ocasiones de la meditación -y a todos cuantos meditan les llegan- en que todo está gastado, todo viejo, todo visto, aunque esté por ver. Porque, por más que meditemos cualquier cosa, y meditándola la transformemos, nunca la transformaremos en algo que no sea substancia de meditación. Nos llega entonces el ansia de la vida, de conocer sin que sea con el conocimiento, de meditar sólo con los sentidos o pensar de un modo táctil o sensible, desde dentro del objeto pensado, como si fuésemos agua y él esponja. Entonces tenemos también nuestra noche, y el cansancio de todas las emociones se ahonda con ser emociones del pensamiento, ya de por sí profundas. Pero es una noche sin reposo, sin resplandor de luna, sin estrellas, una noche como si todo hubiera sido vuelto del revés -el infinito tornado interior y apretado, el día hecho forro negro de un traje desconocido.
Más vale, sí, más vale siempre ser limaza humana que ama y desconoce, la sanguijuela que es repugnante sin saberlo. ¡Ignorar como vida! ¡Sentir como olvido! ¡Qué episodios perdidos en la estela verde blanca de las naves idas, como una baba fría del timón alto que hace de nariz bajo los ojos de los camarotes viejos!
14-5-1930.
384
En el alto yermo de los montes naturales tenemos, cuando llegamos, la sensación del privilegio. Somos más altos, de toda nuestra estatura, que lo alto de los montes. Lo máximo de la Naturaleza, por lo menos en aquel lugar, nos queda bajo las plantas de los pies. Somos, por posición, reyes del mundo visible. En torno a nosotros todo es más bajo: la vida es una cuesta que baja, una planicie que yace ante la elevación y la cima que somos.
Todo en nosotros es accidente y malicia, y esta altura que tenemos, no la tenemos; no somos más altos, en lo alto, que nuestra altura. Aquello mismo que pisamos nos eleva; y si somos altos, es por aquello mismo de lo que somos más altos.
Se respira mejor cuando se es rico; se es más libre cuando se es célebre; el propio tener un título de nobleza es un pequeño monte. Todo es artificio, pero el artificio ni siquiera es nuestro. Subimos a él, o nos han llevado hasta él, o nacemos en la casa del monte.
Grande, sin embargo, es el que considera desde el valle al cielo o desde el monte al cielo; la distancia que es diferencia no crea diferencia. Cuando el diluvio creciese estaríamos mejor en los montes. Pero cuando la maldición de Dios fuese de rayos, como la de Júpiter, de vientos, como la de Eolo, el abrigo sería el que no hubiéramos subido, y la defensa el arrastrarnos.
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