Yasunari Kawabata - La casa de las bellas durmientes

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Yasunari Kawabata, Premio Nobel de Literatura 1968, explora la melancolía, la nostalgia de los años perdidos, los recuerdos que no volverán, envuelto en un fino erotismo, en los tres cuentos incluidos en este libro.
“La Casa de las Bellas Durmientes”, que da título al libro, es un burdel en Tokyo donde ancianos adinerados pueden pasar la noche junto a hermosas jóvenes vírgenes desnudas profundamente dormidas. Los clientes de este local tienen absolutamente prohibido tener relaciones sexuales con las jóvenes, y no deben intentar despertarlas. A cambio puede experimentar el placer de rememorar su pasado y sus experiencias anteriores, sin temor a verse expuestos. El deseo, la impotencia ante la absoluta vulnerabilidad y fragilidad, la desolación y desesperanza, la nostalgia y el coqueteo con la muerte se muestran de manera recurrente en esta historia, una desconcertante joya de la literatura, llena de delicadas sensaciones e inolvidables imágenes cuidadosamente trazadas.
En “El Brazo”, Kawabata retoma este mismo tema de una forma un tanto diferente y surrealista: la perturbadora relación entre un anciano y el brazo de una joven mujer. Nuevamente, el contraste entre la pasión de la juventud, y la añoranza de la vejez es evidenciado a través de un brazo sin dueña, que poco a poco se fusiona con el cuerpo del anciano. Aunque menos poderoso que el primer cuento, esta segunda historia está también llena de imágenes desconcertantes y de profunda reflexión. ¿Hasta qué punto podemos asimilar algo completamente ajeno y extraño? ¿Hasta que punto podemos desprendernos de lo opuesto?
“Sobre pájaros y animales”, narra la historia de aves en cautiverio cuidadas – o mejor dicho descuidadas – por un desolado hombre añorando amores pasados. La muerte y la soledad, figuras temibles e inevitables en cada paso de la vida.
Si tienen tiempo, denle a las bellas durmientes una oportunidad. No hay príncipes azules, sino sapos descarnados y melancólicos, pero no por eso deja de ser una lectura seductora.

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Tranquilamente, ahora, contempló su rostro y su cuello. Era una piel destinada a absorber un débil reflejo del carmesí de las cortinas de terciopelo. Su cuerpo había sido tan usado por los clientes ancianos que la mujer de la casa la había descrito como «experimentada», y no obstante, era virgen. Ello se debía a que los hombres eran seniles y a que la joven estaba tan profundamente dormida. Tuvo pensamientos casi paternales mientras se preguntaba qué vicisitudes esperaban en los años venideros a esta muchacha hechicera. Sus pensamientos probaban que también Eguchi era viejo. No cabía duda de que la chica estaba aquí por dinero. Tampoco cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban este dinero, dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo. Como la joven no se despertaría, los viejos huéspedes no tenían que sentir la vergüenza de sus años. Eran completamente libres de entregarse sin limitación a sueños y recuerdos de mujeres. ¿No era eso por lo que no dudaban en pagar más que por mujeres despiertas? Además, a los ancianos les inspiraba confianza saber que las muchachas dormidas para su placer no sabían nada de ellos. Tampoco los ancianos sabían nada de las chicas, ni siquiera cómo iban vestidas, para que nada diera indicios de su posición y carácter. Los motivos iban más allá de cuestiones tan simples como la inquietud sobre complicaciones ulteriores. Eran una luz extraña en el fondo de una profunda oscuridad.

Pero el viejo Eguchi aún no estaba acostumbrado a tener por compañía a una muchacha que no decía nada, una muchacha que no abría los ojos ni daba muestras de advertir su presencia. La nostalgia inútil aún no le había abandonado. Quería ver los ojos de esta joven hechicera.

Quería oír su voz, hablar con ella. La necesidad de explorar con sus manos a la muchacha dormida era menos fuerte. De hecho, había en ella cierta indiferencia. Puesto que la sorpresa le había obligado a desechar toda idea de violar la regla secreta, imitaría la conducta de los otros ancianos. La muchacha de esta noche, pese a estar dormida, tenía más vida que la de la otra noche. Había vida, y del modo más enfático, en su fragancia, en su tacto, en la índole de sus movimientos.

Como la otra vez, junto a su almohada había dos píldoras sedantes. Pero esta noche tenía la intención de no dormirse inmediatamente. Contemplaría un rato más a la muchacha. Sus movimientos eran enérgicos, incluso durante el sueño. Daba la impresión de que se volvería veinte o treinta veces en el curso de una noche. Le dio la espalda, y casi en seguida se volvió de nuevo hacia él, buscándole con un brazo. Eguchi le cogió la rodilla y la atrajo hacia sí.

– No hagas eso -pareció decir la joven, con una voz que no era voz.

– ¿Estás despierta?

Tiró de la rodilla con más fuerza, para ver si se despertaba. La rodilla se dobló débilmente hacia él. Entonces puso el brazo bajo su cuello y le sacudió la cabeza con suavidad.

– Ah -murmuró la joven-. ¿Adónde voy?

– ¿Estás despierta? Despiértate.

– No. No.

Su rostro se arrimó al hombro de Eguchi, como para evitar las sacudidas. La frente le rozaba el cuello y el pelo cosquilleaba su nariz. Era duro, incluso doloroso. Eguchi se apartó de aquel dolor demasiado intenso.

– ¿Qué haces? -dijo la muchacha-. Basta.

– No hago nada.

Pero estaba hablando en sueños. ¿Acaso en su sueño había interpretado mal los movimientos de Eguchi, o estaba soñando con otro anciano que la había maltratado cualquier otra noche? El corazón de Eguchi latió más de prisa al pensar que, aunque ella hablara de modo fragmentario e incoherente, tal vez pudiera sostener con ella algo parecido a una conversación. Quizá lograría despertarla por la mañana. Pero, ¿le habría oído realmente? ¿No sería más su contacto que sus palabras lo que le hacía hablar en sueños? Pensó en propinarle un buen golpe, o pellizcarla; pero en lugar de eso la atrajo lentamente hacia sus brazos. Ella no se resistió ni tampoco habló. Parecía respirar con dificultad. Su aliento soplaba con dulzura sobré el rostro del anciano. La respiración de éste era irregular; volvía a sentirse atraído por esta muchacha, que era suya para hacer con ella cuanto se le antojara. ¿Qué clase de tristeza la asaltaría por la mañana si él la convertía en mujer? ¿De qué modo cambiaría la dirección de su vida? En cualquier caso, no sabría nada hasta la mañana.

– Madre -fue como un lento gemido-. Espera, espera. ¿Es preciso que te vayas? Lo siento, lo siento.

– ¿En qué sueñas? Es sólo un sueño, un sueño.

El viejo Eguchi la apretó entre sus brazos, con objeto de poner fin al sueño. La tristeza de su voz le conmovió. Tenía los pechos comprimidos contra él. Movió los brazos. ¿Acaso intentaba abrazarle, tomándole por su madre? No, pese a haber sido drogada, pese a ser todavía virgen, la muchacha era indiscutiblemente una hechicera. Eguchi tenía la impresión de que a lo largo de sus sesenta y siete años no había sentido nunca tan plenamente la piel de una hechicera joven. Si existía en alguna parte una leyenda siniestra carente de heroína, ésta era la muchacha apropiada.

Al final acabó pareciéndole que no era la hechicera, sino la hechizada. Y estaba viva mientras dormía. Su mente había sido narcotizada y su cuerpo se había despertado como mujer. Era el cuerpo de una mujer, sin mente. Y estaba tan bien entrenado que la mujer de la casa decía que «tenía experiencia».

Aflojó su abrazo y puso los brazos desnudos de ella a su alrededor, como para obligarla a abrazarle; y la muchacha lo hizo, suavemente. Eguchi permaneció quieto, con los ojos cerrados. Le envolvía una cálida somnolencia, una especie de éxtasis inconsciente. Parecía haber despertado a los sentimientos de bienestar, de buena suerte, que invadían a los ancianos asiduos de la casa. ¿Abandonaría a los ancianos la tristeza, la fealdad, la indiferencia de la vejez, se sentirían llenos de las bendiciones de una vida joven? Para un viejo en los umbrales de la muerte no podía haber un momento de mayor olvido que cuando estaba envuelto en la piel de una muchacha joven. Pero, ¿pagarían dinero sin un sentimiento de culpabilidad por la muchacha que les era sacrificada, o acaso la misma culpa secreta contribuía a aumentar el placer? Como si, olvidándose de sí mismo, hubiera olvidado que la muchacha era un sacrificio, buscó con el pie los dedos del de la muchacha. Era lo único de ella que aún no había tocado. Los notó largos y flexibles. Al igual que los dedos de la mano, todas las articulaciones se doblaban y desdoblaban con facilidad, y este pequeño detalle reveló a Eguchi el atractivo del misterio que había en la muchacha. Ésta, mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de sus pies. Pero el anciano creyó oír en ellas una música infantil y confusa, aunque voluptuosa al mismo tiempo; y durante un rato se quedó escuchando.

Antes la muchacha había tenido un sueño. ¿Habría pasado ya? Quizá no hubiera sido un sueño. Quizás el rudo tacto de los ancianos la había entrenado para hablar en sueños, para resistirse. ¿Sería eso? Rebosaba una sensualidad que hacía posible que su cuerpo conversara en silencio; pero probablemente porque él no estaba acostumbrado del todo al secreto de la casa, el deseo de oír su voz aunque fuera en pequeños fragmentos mientras dormía seguía persistiendo en Eguchi. Se preguntó qué podía decir, dónde podía tocar, para obtener una respuesta.

– ¿Ya no estás soñando? ¿Soñando que tu madre se ha marchado?

Palpó los huecos de su columna vertebral. Ella sacudió los hombros y de nuevo se colocó boca abajo -parecía ser una posición favorita. Después se volvió otra vez hacia Eguchi. Con la mano derecha asió suavemente el borde de la almohada y posó la izquierda sobre el rostro de Eguchi. Pero no dijo nada. Su aliento era suave y cálido. Movió el brazo que descansaba sobre el rostro de él, buscando evidentemente una posición más cómoda. Eguchi lo cogió con ambas manos y lo colocó sobre sus propios ojos. Las uñas largas pinchaban un poco el lóbulo de su oreja. La muñeca estaba doblada sobre su ojo derecho y la parte más estrecha presionaba el párpado. Deseoso de mantenerla allí, Eguchi la sujetó con ambas manos. La fragancia que penetraba sus ojos volvía a ser nueva para él, y le inspiró nuevas y ricas fantasías. Precisamente en esta época del año, dos o tres peonías de invierno floreciendo bajo el calor del sol, al pie de la alta valla de piedra de un viejo templo en Yamato. Camelias blancas en el jardín, cerca de la veranda del Shisendö [2] . Durante la primavera, wistaria y rododendros blancos [3] en Nara; la camelia «de pétalos caídos», que llenaba el jardín del templo de las camelias de Kyoto.

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