Yasunari Kawabata - La casa de las bellas durmientes

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Yasunari Kawabata, Premio Nobel de Literatura 1968, explora la melancolía, la nostalgia de los años perdidos, los recuerdos que no volverán, envuelto en un fino erotismo, en los tres cuentos incluidos en este libro.
“La Casa de las Bellas Durmientes”, que da título al libro, es un burdel en Tokyo donde ancianos adinerados pueden pasar la noche junto a hermosas jóvenes vírgenes desnudas profundamente dormidas. Los clientes de este local tienen absolutamente prohibido tener relaciones sexuales con las jóvenes, y no deben intentar despertarlas. A cambio puede experimentar el placer de rememorar su pasado y sus experiencias anteriores, sin temor a verse expuestos. El deseo, la impotencia ante la absoluta vulnerabilidad y fragilidad, la desolación y desesperanza, la nostalgia y el coqueteo con la muerte se muestran de manera recurrente en esta historia, una desconcertante joya de la literatura, llena de delicadas sensaciones e inolvidables imágenes cuidadosamente trazadas.
En “El Brazo”, Kawabata retoma este mismo tema de una forma un tanto diferente y surrealista: la perturbadora relación entre un anciano y el brazo de una joven mujer. Nuevamente, el contraste entre la pasión de la juventud, y la añoranza de la vejez es evidenciado a través de un brazo sin dueña, que poco a poco se fusiona con el cuerpo del anciano. Aunque menos poderoso que el primer cuento, esta segunda historia está también llena de imágenes desconcertantes y de profunda reflexión. ¿Hasta qué punto podemos asimilar algo completamente ajeno y extraño? ¿Hasta que punto podemos desprendernos de lo opuesto?
“Sobre pájaros y animales”, narra la historia de aves en cautiverio cuidadas – o mejor dicho descuidadas – por un desolado hombre añorando amores pasados. La muerte y la soledad, figuras temibles e inevitables en cada paso de la vida.
Si tienen tiempo, denle a las bellas durmientes una oportunidad. No hay príncipes azules, sino sapos descarnados y melancólicos, pero no por eso deja de ser una lectura seductora.

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Cuando se encontraron por casualidad junto al estanque de Shinobazu, la muchacha llevaba un niño sujeto a la espalda. El niño iba tocado con una gorra de lana blanca. Era otoño y los lotos del estanque empezaban a marchitarse. Tal vez la mariposa blanca que esta noche danzaba frente a sus párpados cerrados hubiera sido evocada por aquella gorra blanca.

Al encontrarse junto al estanque, lo único que se le ocurrió a Eguchi fue preguntarle si era feliz.

– Sí -repuso ella inmediatamente-, soy feliz.

Probablemente no existía otra respuesta.

– ¿Y por qué estás paseando por aquí sola con un niño en la espalda?

Era una pregunta extraña. La muchacha se quedó mirándole a la cara.

– ¿Es un niño o una niña?

– Es una niña. ¡Vaya! ¿No lo has visto al mirarla?

– ¿Es mía?

– No -la muchacha meneó la cabeza, encolerizada-. No es tuya.

– ¿Ah, no? Bueno, si lo es, no necesitas decirlo ahora. Puedes decirlo cuando quieras. Dentro de muchos, muchos años.

– No es tuya. De verdad que no. No he olvidado que te amé, pero tú no debes imaginar cosas. Sólo conseguirías causarle problemas.

– ¿Ah, sí?

Eguchi no hizo ningún intento especial de mirar la cara de la niña, pero siguió mucho rato a la joven con la mirada. Ella se volvió a mirarle cuando estuvo a cierta distancia. Al ver que él continuaba contemplándola, aceleró el paso. No la vio nunca más. Hacía más de diez años que se había enterado de su muerte. Eguchi, a sus sesenta y siete años, había perdido a muchos amigos y parientes, pero el recuerdo de la muchacha seguía siendo joven. Reducido ahora a tres detalles, la gorra blanca de la niña, la pulcritud del lugar secreto y la sangre en el pecho, era todavía claro y fresco. Probablemente no había nadie en el mundo aparte de Eguchi que conociera aquella pulcritud incomparable, y con su muerte, ahora no muy distante, desaparecería del mundo por completo. Aunque con timidez, ella le había permitido mirar cuanto quisiera. Tal vez fuese una actitud propia de las jóvenes; pero no podía caber la menor duda de que ella misma no conocía su pulcritud. No podía verla.

Temprano por la mañana, después de llegar a Kyoto, Eguchi y la muchacha pasearon por un bosquecillo de bambúes, que lanzaban reflejos plateados a la luz de la mañana. En el recuerdo de Eguchi las hojas eran finas y suaves, de plata pura, y los tallos también eran de plata. En el sendero que bordeaba el bosquecillo, cardos y zarzas estaban en flor. Así era el sendero que flotaba en su memoria. Parecía algo confundido respecto a la estación. Una vez pasado el sendero remontaron una corriente azulada, donde una cascada caía con estrépito, y el rocío reflejaba la luz del sol. La muchacha se puso desnuda bajo el rocío. Los hechos eran diferentes, pero en el transcurso del tiempo la mente de Eguchi los había transformado así. A medida que envejecía, las colinas de Kyoto y los troncos de los pinos rojos en grupos apacibles recordaban con frecuencia a Eguchi la figura de la muchacha; pero recuerdos vivos como los de esta noche eran muy raros. ¿Los provocaría acaso la juventud de la muchacha dormida?

El viejo Eguchi estaba completamente desvelado y no parecía probable que se durmiera. No quería recordar a ninguna mujer que no fuera la joven que había contemplado los pequeños arcos iris. Tampoco quería tocar a la muchacha dormida, ni mirar su desnudez. Poniéndose boca abajo, volvió a abrir el paquete que había junto a la almohada. La mujer de la posada había dicho que era una medicina sedante, pero Eguchi vacilaba. Ignoraba qué sería y si se trataba de la misma medicina que le habían dado a la muchacha. Se metió una píldora en la boca y la tragó con una buena cantidad de agua. Quizá porque estaba acostumbrado a beber un trago al acostarse, pero no a tomar un sedante, se durmió rápidamente. Tuvo un sueño. Estaba en los brazos de una mujer, pero ésta tenía cuatro piernas. Las cuatro piernas enlazaban su cuerpo. También tenía brazos. Pese a estar medio en vela, consideró las cuatro piernas extrañas, pero no repulsivas. Estas cuatro piernas, mucho más provocativas que dos, permanecían en su mente. Era una medicina para provocar sueños semejantes, pensó vagamente. La muchacha se había vuelto del otro lado, con las caderas hacia él. Se le antojó algo conmovedor el hecho de que su cabeza estuviera más distante que las caderas. Dormido y despierto a medias, tomó en sus manos la larga cabellera extendida y jugó con ella como para peinarla; y así se quedó dormido.

Su siguiente sueño fue muy desagradable. Una de sus hijas había dado a luz un hijo deforme en un hospital. Al despertarse, el anciano no pudo recordar de qué clase de deformidad se trataba. Probablemente no quería recordarlo. En cualquier caso, era espantoso. El niño fue apartado inmediatamente de la madre. Se hallaba tras una cortina blanca en la sala de maternidad, y ella se dirigió allí y empezó a cortarlo en pedazos, disponiéndose a tirarlos en algún lugar. El médico, un amigo de Eguchi, estaba junto a ella, vestido de blanco. Eguchi también se encontraba a su lado. Ahora se despertó completamente, gimiendo ante aquel horror. El terciopelo carmesí de las cuatro paredes le sobresaltó tanto que se cubrió el rostro con las manos y se frotó la frente. Había sido una pesadilla horrible. No podía haber un monstruo oculto en la medicina para dormir. ¿Sería que, habiendo venido en busca de un placer deforme, había tenido un sueño deforme? No sabía con cuál de sus tres hijas había soñado, y no trató de averiguarlo. Las tres habían dado a luz niños completamente normales.

Eguchi hubiera querido irse, de haber sido posible. Pero tomó la otra píldora para caer en un sueño más profundo. El agua fría pasó por su garganta. La muchacha seguía dándole la espalda. Pensando que podría -no era imposible- dar a luz niños feos y retrasados, colocó la mano en la parte redondeada de su hombro.

– Mira hacia aquí.

Como respondiéndole, la muchacha dio media vuelta. Una de sus manos cayó sobre el pecho de Eguchi. Una pierna se acercó a él, como temblando de frío. Una muchacha tan cálida no podía tener frío. De su boca o de su nariz, no estaba seguro, brotó una voz débil.

– ¿Tú también tienes una pesadilla? -preguntó.

Pero el viejo Eguchi no tardó en sumirse en las profundidades del sueño.

2

El viejo Eguchi no había pensado volver a la «casa de las bellas durmientes». Durante aquella primera noche pensó que no le gustaría visitarla de nuevo, y seguía opinando lo mismo cuando se marchó por la mañana.

Unos quince días después recibió una llamada telefónica preguntándole si le gustaría hacer una visita aquella noche. La voz parecía ser de la mujer de cuarenta y cinco años. Por el teléfono sonaba todavía más como un murmullo glacial desde un lugar silencioso.

– Si sale de casa ahora, ¿cuándo puedo esperarle?

– Algo después de las nueve, me imagino.

– Sería demasiado temprano. La joven aún no está aquí, y aunque así fuera, no estaría dormida.

Sorprendido, Eguchi no contestó.

– Creo que la tendré dormida alrededor de las once. Le esperaré a partir de esa hora.

La voz de la mujer era lenta y sosegada, pero el corazón de Eguchi estaba desbocado.

– Hacia las once, entonces -dijo con la garganta seca.

¿Qué importa que esté dormida o no?, podría haber dicho, no en serio, sino medio en broma. Le gustaría verla antes de que se durmiera, podría haber dicho. Pero por alguna razón las palabras se le ahogaron en la garganta. Habría desafiado la regla secreta de la casa. Precisamente por ser una regla tan extraña, tenía que ser observada del modo más estricto. Una vez transgredida, la casa no sería más que un burdel ordinario. Las tristes peticiones de los ancianos, la seducción, todo desaparecería. El propio Eguchi estaba asombrado ante el hecho de haber contenido tan súbitamente el aliento cuando le dijeron que a las nueve era demasiado temprano, que la muchacha no estaría dormida, que la mujer la tendría dormida a las once. ¿Podría llamarse aquello la sorpresa de ser alejado de repente del mundo cotidiano? Porque la muchacha estaría dormida y era seguro que no se despertaría.

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