Ramón Valle-Inclán - Tirano Banderas - Novela de tierra caliente

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Tirano Banderas: Novela de tierra caliente: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela excepcional y única en el paisaje literario de su tiempo, es considerada con frecuencia como la obra maestra de Valle-Inclán. Sobre el trasfondo de las dictaduras presidencialistas hispanoamericanas y las grandes revoluciones del siglo XIX, teje don Ramón una narración en la que el auténtico protagonista es el pueblo, y el tema central la degradación del hombre por el hombre. Un imaginario país, Santa Fe de Tierra Firme, vive sometido a la dictadura del general Santos Banderas, hombre "cruel y vesánico" al que se enfrenta una oposición empujada por alucinados románticos visionarios con aires de redentores místicos. A través del proceso esperpentizador, pone Valle el dedo acusador allí donde duele, denunciando y fustigando cualquier sistema político que rebaje la condición humana a las fronteras de la animalidad. Pero el auténtico prodigio de Tirano Banderas está en la lengua utilizada: fascinadora y desazonante. Valle-Inclán ofrece aquí un documento excepcional en el que quedan unidas para siempre las dos orillas de nuestra lengua, su infinita variedad concreta.

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– Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes.

– Pero hay un momento de crisis comercial: Los negocios: se resienten, oscilan las finanzas, el bandolerismo renace en los campos. Subrayó el Ministro:

– No más que ahora, con la guerra civil.

– ¡La guerra civil! Los radicados de muchos años en el país; ya la miramos como un mal endémico. Pero el ideario revolucionario es algo más grave, porque altera los fundamentos sagrados de la propiedad. El indio, dueño de la tierra, es una aberración demagógica, que no puede prevalecer en cerebros bien organizados. La Colonia profesa unánime este sentimiento: Yo quizá lo acoja con algunas reservas, pero, hombre de realidades, entiendo que la actuación del capital español es antagónica con el espíritu revolucionario.

El Ministro de Su Majestad Católica se recostó en el canapé, escondiendo en el hombro el hocico del faldero:

– Don Celes, ¿y es oficial ese ultimátum de la Colonia?

– Señor Ministro, no es ultimátum. La Colonia pide solamente una orientación.

– ¿La pide o la impone?

– No habré sabido explicarme. Yo, como hombre de negocios, soy poco dueño de los matices oratorios, y si he vertido algún concepto por donde haya podido entenderse que ostento una representación oficiosa, tengo especial interés en dejar rectificada plenamente esa suspicacia del Señor Ministro.

El Barón de Benicarlés, con una punta de ironía en el azul desvaído de los ojos, y las manos de odalisca entre las sedas del faldero, diluía un gesto displicente sobre la boca belfona, untada de fatiga viciosa:

– Ilustre Don Celestino, usted es una de las personalidades financieras, intelectuales y sociales más remarcables de la Colonia… Sus opiniones, muy estimables… Sin embargo, usted no es todavía el Ministro de España. ¡Una verdadera desgracia! Pero hay un medio para que usted lo sea, y es solicitar por cable mi traslado a Europa. Yo apoyaré la petición, y le venderé a usted mis muebles en almoneda.

El ricacho se infló de vanidad ingeniosa:

– ¿Incluido Merlín para consejero?

El figurón diplomático acogió la agudeza con un gesto frío y lacio, que la borró:

– Don Celes, aconseje usted a nuestros españoles que se abstengan de actuar en la política del país, que se mantengan en una estricta neutralidad, que no quebranten con sus intemperancias la actuación del Cuerpo Diplomático. Perdone, ilustre amigo, que no le acoja más tiempo, pues necesito vestirme para asistir a un cambio de impresiones en la Legación Inglesa.

Y el desvaído carcamal, en la luz declinante de la cámara, desenterraba un gesto chafado, de sangre orgullosa.

IV

Don Celes, al cruzar el estrado, donde la alfombra apagaba el rumor de los pasos, sintió más que nunca el terror de desinflarse. En el zaguán, el chino rancio y coletudo, en una abstracción pueril y maniática, seguía regando las baldosas. Don Celes experimentó todo el desprecio del blanco por el amarillo:

– ¡Deja paso, y mira, no me manches el charol de las botas, gran chingado!

Andando en la punta de los pies, con mecimiento de doble suspensión la botarga, llegó a la puerta y llamó al moreno del quitrí, que con otros morenos y rotos refrescaba bajo los laureles de un bochinche: Juego de bolos y piano automático con platillos:

– ¡Vamos, vivo, pendejo!

V

Calzada de la Virreina tenía un luminoso bullicio de pregones, guitarros, faroles y gallardetes. Santa Fe se regocijaba con un vértigo encendido, con una calentura de luz y tinieblas: El aguardiente y el facón del indio, la baraja y el baile lleno de lujurias, encadenaban una sucesión de imágenes violentas y tumultuosas. Sentíase la oscura y desolada palpitación de la vida sobre la fosa abierta. Santa Fe, con una furia trágica y devoradora del tiempo, escapaba del terrorífico sopor cotidiano, con el grito de sus ferias, tumultuoso como un grito bélico. En la lumbrada del ocaso, sobre la loma de granados y palmas, encendía los azulejos de sus redondas cúpulas coloniales San Martín de los Mostenses.

Libro Tercero. El juego de la ranita

I

Tirano Banderas, terminado el despacho, salió por la arcada del claustro bajo al Jardín de los Frailes. Le seguían compadritos y edecanes:

– ¡Se acabó la obligación! ¡Ahora, si les parece bien, mis amigos, vamos a divertir honestamente este rabo de tarde, en el jueguito de la rana!

Rancio y cumplimentero, invitaba para la trinca, sin perder el rostro sus vinagres, y se pasaba por la calavera el pañuelo de hierbas, propio de dómine o donado.

II

El Jardín de los Frailes, geométrica ruina de cactus y laureles, gozaba la vista del mar: Por las mornas tapias corrían amarillos lagartos: En aquel paraje estaba el juego de la rana, ya crepuscular, recién pintado de verde. El Tirano, todas las tardes esparcía su tedio en este divertimiento: Pausado y prolijo, rumiando la coca, hacía sus tiradas, y en los yerros, su boca rasgábase toda verde, con una mueca: Se mostraba muy codicioso y atento a los lances del juego, sin ser parte a distraerle las descargas de fusilería que levantaban cirrus de humo a lo lejos, por la banda de la marina. Las sentencias de muerte se cumplimentaban al ponerse el sol, y cada tarde era pasada por las armas alguna cuerda de revolucionarios. Tirano Banderas, ajeno a la fusilería, cruel y vesánico, afinaba el punto apretando la boca. Los cirrus de humo volaban sobre el mar.

– ¡Rana!

El Tirano, siempre austero, vuelto a la trinca de compadres, desplegaba el pañuelo de dómine, enjugándose el cráneo pelado:

– ¡Aprendan, y no se distraigan del juego con macanas!

Un vaho pesado, calor y catinga, anunciaba la proximidad de la manigua, donde el crepúsculo enciende, con las estrellas, los ojos de los jaguares.

III

Aquella india vieja, acurrucada en la sombra de un toldillo, con el bochinche de limonada y aguardiente, se ha hispido, remilgada y corretona bajo la seña del Tirano:

– ¡Horita, mi jefe!

Doña Lupita cruza las manos enanas y orientales, apretándose al pecho los cabos del rebocillo, tirado de priesa sobre la greña: Tenía esclava la sonrisa y los ojos oblicuos de serpiente sabia: Los pies descalzos, pulidos como las manos: Engañosa de mieles y lisonjas la plática:

– ¡Mándeme, no más, mi Generalito!

Generalito Banderas doblaba el pañuelo, muy escrupuloso y espetado:

– Se gana plata, Doña Lupita?

– ¡Mi jefecito, paciencia se gana! ¡Paciencia y trabajos, que es ganar la Gloria Bendita! Viernes pasado compré un mecate para me ajorcar, y un ángel se puso de por medio. ¡Mi jefecito, no di con una escarpia!

Tirano Banderas, parsimonioso, rumiaba la coca, tembladera la quijada y saltante la nuez:

– ¿Diga, mi vieja, y qué le sucedió al mecatito?

– A la Santa de Lima amarrado se lo tengo, mi jefecito.

– Qué le solicita, vieja?

– Niño Santos, pues que su merced disfrute mil años de soberanía.

– ¡No me haga pendejo, Doña Lupita! ¿De qué año son las enchiladas?

– ¡Merito acaban de enfriarse, patroncito!

– Qué otra cosa tiene en la mesilla?

– Coquitos de agua. ¡La chicha muy superior, mi jefecito! Aguardiente para el gauchaje.

– Pregúntele, vieja, el gusto a los circunstantes, y sirva la convidada.

Doña Lupita, torciendo la punta del rebocillo, interrogó al concurso que acampaba en torno de la rana, adulador y medroso ante la momia del Tirano:

– ¿Con qué gustan mis jefecitos de refrescarse? Les antepongo que solamente tres copas tengo. Denantes, pasó un coronelito briago, que todo me lo hizo cachizas, caminándose sin pagar el gasto.

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