Ramón Valle-Inclán - Tirano Banderas - Novela de tierra caliente

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Tirano Banderas: Novela de tierra caliente: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela excepcional y única en el paisaje literario de su tiempo, es considerada con frecuencia como la obra maestra de Valle-Inclán. Sobre el trasfondo de las dictaduras presidencialistas hispanoamericanas y las grandes revoluciones del siglo XIX, teje don Ramón una narración en la que el auténtico protagonista es el pueblo, y el tema central la degradación del hombre por el hombre. Un imaginario país, Santa Fe de Tierra Firme, vive sometido a la dictadura del general Santos Banderas, hombre "cruel y vesánico" al que se enfrenta una oposición empujada por alucinados románticos visionarios con aires de redentores místicos. A través del proceso esperpentizador, pone Valle el dedo acusador allí donde duele, denunciando y fustigando cualquier sistema político que rebaje la condición humana a las fronteras de la animalidad. Pero el auténtico prodigio de Tirano Banderas está en la lengua utilizada: fascinadora y desazonante. Valle-Inclán ofrece aquí un documento excepcional en el que quedan unidas para siempre las dos orillas de nuestra lengua, su infinita variedad concreta.

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El gachupín, barroco y pomposo, le tendió la mano:

– ¡Mi admiración crece escuchándole!

– No se dilate, Don Celes. Quiere decirse que se remite para mañana la invitación que le hice. ¿A usted no le complace el juego de la ranita? Es mi medicina para esparcir el ánimo, mi juego desde chamaco, y lo practico todas las tardes. Muy saludable, no arruina como otros juegos.

El ricacho se arrebolada:

– ¡Asombroso cómo somos de gustos parejos!

– Don Celes, hasta lueguito.

Interrogó el gachupín:

– ¿Lueguito será mañana?

Movió la cabeza Don Santos:

– Si antes puede ser, antes. Yo no duermo.

Encomió Don Celes:

– ¡Profesor de energía, como dicen en nuestro Diario!

El Tirano le despidió, ceremonioso, desbaratada la voz en una cucaña de gallos.

VII

Tirano Banderas, sumido en el hueco de la ventana, tenía siempre el prestigio de un pájaro nocharniego. Desde aquella altura fisgaba la campa donde seguían maniobrando algunos pelotones de indios, armados con fusiles antiguos. La ciudad se encendía de reflejos sobre la marina esmeralda. La brisa era fragante, plena de azahares y tamarindos. En el cielo, remoto y desierto, subían globos de verbena, con cauda de luces. Santa Fe celebraba sus ferias otoñales, tradición que venía del tiempo de los virreyes españoles. Por la conga del convento, saltarín y liviano, con morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de Don Celes. La ciudad, pueril ajedrezado de blancas y rosadas azoteas, tenía una luminosa palpitación, acastillada en la curva del Puerto. La marina era llena de cabrilleos, y en la desolación azul, toda azul, de la tarde, encendían su roja llamarada las cornetas de los cuarteles. El quitrí del gachupín saltaba como una araña negra, en el final solanero de Cuesta Mostenses.

VIII

Tirano Banderas, agaritado en la ventana, inmóvil y distante, acrecentaba su prestigio de pájaro sagrado. Cuesta Mostenses flotaba en la luminosidad del marino poniente, y un ciego cribado de viruelas rasgaba el guitarrillo al pie de los nopales, que proyectaban sus brazos como candelabros de Jerusalén. La voz del ciego desgarraba el calino silencio:

– Era Diego Pedernales de noble generación, pero las obligaciones de su sangre no siguió.

Libro Segundo. El Ministro de España

I

La Legación de España se albergó muchos años en un caserón con portada de azulejos y salomónicos miradores de madera, vecino al recoleto estanque francés llamado por una galante tradición Espejillo de la Virreina. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de Su Majestad Católica, también proyectaba un misterio galante y malsano, como aquella virreina que se miraba en el espejo de su jardín, con un ensueño de lujuria en la frente. El Excelentísimo Señor Don Mariano Isabel Cristino Queralt y Roca de Togores, Barón de Benicarlés y Maestrante de Ronda, tenía la voz de cotorrona y el pisar de bailarín. Lucio, grandote, abobalicado, muy propicio al cuchicheo y al chismorreo, rezumaba falsas melosidades: Le hacían rollas las manos y el papo: Hablaba con nasales francesas y mecía bajo sus carnosos párpados un frío ensueño de literatura perversa: Era un desvaído figurón, snob literario, gustador de los cenáculos decadentes, con rito y santoral de métrica francesa. La sombra de la ardiente virreina, refugiada en el fondo del jardín, mirando la fiesta de amor sin mujeres, lloró muchas veces, incomprensiva, celosa, tapándose la cara.

II

Santos y Difuntos. En este tiempo, era luminosa y vibrante de tabanquillos y tenderetes la Calzada de la Virreina. El quitrí del gachupín, que rodaba haciendo morisquetas de petimetre, se detuvo ante la Legación Española. Un chino encorvado, la espalda partida por la coleta, regaba el zaguán. Don Celes subió la ancha escalera y cruzó una galería con cuadros en penumbra, tallas, dorados y sedas: El gachupín experimentaba un sofoco ampuloso, una sensación enfática de orgullo y reverencia: Como collerones le resonaban en el pecho fanfarrias de históricos nombres sonoros, y se mareaba igual que en un desfile de cañones y banderas. Su jactancia, ilusa y patriótica, se revertía en los escandidos compases de una música brillante y ramplona: Se detuvo en el fondo de la galería. La puerta luminosa, silenciosa, franca sobre el gran estrado desierto, amortiguó extrañamente al barroco gachupín, y sus pensamientos se desbandaron en fuga, potros cerriles rebotando las ancas. Se apagaron de repente todas las bengalas, y el ricacho se advirtió pesaroso de verse en aquel trámite: Desasistido de emoción, árido, tímido como si no tuviese dinero, penetró en el estrado vacío, turbando la dorada simetría de espejos y consolas.

III

El Barón de Benicarlés, con quimono de mandarín, en el fondo de otra cámara, sobre un canapé, espulgaba meticulosamente a su faldero. Don Celes llegó, mal recobrado el gesto de fachenda entre la calva panzona y las patillas color de canela: Parecía que se le hubiese aflojado la botarga:

– Señor Ministro, si interrumpo, me retiro.

– Pase usted, ilustre Don Celestino.

El faldero dio un ladrido, y el carcamal diplomático, rasgando la boca, le tiró de una oreja:

– ¡Calla, Merlín! Don Celes, tan contadas son sus visitas, que ya le desconoce el Primer Secretario.

El carcamal diplomático esparcía sobre la fatigada crasitud de sus labios una sonrisa lenta y maligna, abobada y amable. Pero Don Celes miraba a Merlín, y Merlín le enseñaba los dientes a Don Celes. El Ministro de Su Majestad Católica, distraído, evanescente, ambiguo, prolongaba la sonrisa con una elasticidad inverosímil, como las diplomacias neutrales en año de guerras. Don Celes experimentaba una angustia pueril entre la mueca del carcamal y el hocico aguzado del faldero: Con su gesto adulador y pedante, lleno de pomposo afecto, se inclinó hacia Merlín:

– ¿No quieres que seamos amigos?

El faldero, con un ladrido, se recogió en las rodillas de su amo, que adormilaba los ojos huevones, casi blancos, apenas desvanecidos de azul, indiferentes como dos globos de cristal, consonantes con la sonrisa sin término, de una deferencia maquillada y protocolaria. La mano gorja y llena de hoyos, mano de odalisca, halagaba las sedas del faldero:

– ¡Merlín, ten formalidad!

– ¡Me ha declarado la guerra!

El Barón de Benicarlés, diluyendo el gesto de fatiga por toda su figura crasa y fondona, se dejaba besuquear del faldero. Don Celes, rubicundo entre las patillas de canela, poco a poco, iba inflando la botarga, pero con una sombra de recelo, una íntima y remota cobardía de cómico silbado. Bajo el besuqueo del falderillo, habló, confuso y nasal, el figurón diplomático:

– ,Por dónde se peregrina, Don Celeste? ¿Qué luminosa opinión me trae usted de la Colonia Hispana? ¿No viene usted como Embajador?… Ya tiene usted despejado el camino, ilustre Don Celes.

Don Celes se arrugó con gesto amistoso, aquiescente, fatalista: La frente panzona, la papada apoplética, la botarga retumbante, apenas disimulaban la perplejidad del gachupín. Rió falsamente:

– La tan mentada sagacidad diplomática se ha confirmado una vez más, querido Barón.

Ladró Merlín, y el carcamal le amenazó levantando un dedo:

– No interrumpas, Merlín. Perdone usted la incorrección y continúe, ilustre Don Celes.

Don Celes, por levantarse los ánimos, hacía oración mental, recapacitando los pagarés que tenía del Barón: Luchaba desesperado por no desinflarse: Cerró los ojos:

– La Colonia, por sus vinculaciones, no puede ser ajena a la política del país: Aquí radica su colaboración y el fruto de sus esfuerzos. Yo, por mis sentimientos pacifistas, por mis convicciones de liberalismo bajo la gerencia de gobernantes serios, me hallo e n una situación ambigua, entre el ideario revolucionario y los procedimientos sumarísimos del General Banderas. Pero casi me convence la colectividad española, en cuanto a su actuación, porque la más sólida garantía del orden es, todavía, Don Santos Banderas. ¡El triunfo revolucionario traería el caos!

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