Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses
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Cuatro de estos entraron de improviso con sus fusiles y sus sombreros puntiagudos.
– Mende – nos dijeron.
Luego, sin ceremonia, comenzaron a examinarnos. No escapó a su mirada penetrante ni un botón ni una costura de nuestras ropas. En seguida uno de ellos, que debía de ser el merin , o gobernador de la localidad, empezó a interrogarnos acerca de nuestras opiniones políticas. Oyéndonos criticar a los bolcheviques demostró una evidente satisfacción y habló con libertad:
– Sois buenas personas. No os gustan los bolcheviques. Os ayudaremos.
Le di las gracias y le ofrecí el grueso cordón de seda que me servia de cinturón. Nos dejaron antes de anochecer, diciendo que volverían al día siguiente. Cerró la noche. Fuimos a la pradera a ocuparnos de nuestros fatigados caballos, que comían a su capricho, y regresamos. Hablábamos alegremente con nuestro amable patrón, cuando de repente oímos pisadas de caballos en el patio y voces roncas, todo seguido de la entrada brusca de cinco soldados rojos armados de fusiles y sables. Una desagradable sensación de frío me puso como una bola en la garganta y el corazón me martilleó el pecho. Sabíamos que los rojos eran nuestros enemigos. Aquellos hombres llevaban la estrella roja en sus gorros de astracán y el triángulo en las mangas. Pertenecían al destacamento lanzado en persecución de los oficiales cosacos. Nos miraron de reojo, se quitaron los capotes y se sentaron.
Entablamos conversación con ellos explicando el objeto de nuestro viaje en busca de puentes, caminos y minas de oro. Nos enteramos de que su jefe llegaría pronto con otros siete hombres, y que tomarían a nuestro patrón como guía para que los condujese al Seybi, donde creían que se ocultaban los oficiales cosacos. No tardé en comprender que nuestros asuntos se nos ponían bien, y les manifesté deseo de que viajásemos juntos.
Uno de los soldados respondió que eso dependería del camarada oficial.
Durante nuestra conversación el gobernador soyoto entró, miró atentamente a los recién llegados y les pregunto:
– ¿Por qué habéis quitado a los soyotos sus buenos caballos y les habéis dejado los malos?
Los soldados se echaron a reír.
– ¡Recordad que estáis en un país extranjero! – repuso el soyoto, con tono amenazador.
– ¡Dios y el diablo! – gritó uno de los oficiales.
Pero el soyoto, con mucha calma, se sentó a la mesa y aceptó la taza de té que la posadera le preparaba. La conversación languideció.
El soyoto bebió su té, y fumó su larga pipa y dijo, levantándose:
– Si mañana por la mañana no han sido devueltos los caballos a sus propietarios, vendremos por ellos.
Y sin más, nos abandonó.
Observé una expresión de inquietud en las caras de los soldados. Pronto fue enviado uno de ellos como emisario, mientras los demás, con la cabeza baja, guardaban silencio. Muy entrada la noche, llegó el oficial con siete jinetes. Cuando supo lo que había pasado frunció el ceño:
– Mal negocio. Tendremos que atravesar el pantano y habrá un soyoto acechándonos detrás de cada montecillo.
Demostraba estar vivamente preocupado, y su sobresalto, por fortuna le impidió sospechar de nosotros. Comencé a tranquilizarle y le prometí arreglar el asunto al día siguiente con los soyotos. El oficial era un verdadero bruto, un ser grosero y estúpido, que deseaba vehementemente capturar a los oficiales cosacos, para ascender, y tenia miedo de que los soyotos le impidiesen llegar al Seybi.
Al amanecer partimos con el destacamento rojo. Habíamos recorrido unos quince kilómetros, cuando descubrimos dos jinetes detrás de los matorrales. Eran soyotos. Llevaban en bandolera sus fusiles de chispa.
– Esperadme – le dije al oficial -. Voy a parlamentar con ellos.
Galopé a toda velocidad de mi caballo. Uno de los jinetes era el gobernador soyoto, que me dijo:
– Quedaos a retaguardia del destacamento y ayudadnos.
– Bien – contesté -. Pero hablaremos un instante, para que crean que conferenciamos.
Al cabo de un momento estrechaba la mano del soyoto y me reuní con los soldados.
– Todo está arreglado – dije -; podemos continuar nuestra marcha. Los soyotos no nos harán ninguna oposición.
Avanzamos, y mientras atravesábamos una ancha pradera, vimos a gran distancia dos soyotos, que galopaban velozmente, remontando la ladera de la montaña. Paso a paso hice la maniobra necesaria para quedar con mi compañero algo rezagado del destacamento. Detrás de nosotros marchaba un soldado de aspecto estúpido y positivamente hostil. Tuve tiempo de murmurar a mi compañero la palabra “mauser”, y vi que abría con precaución la funda del revolver, para tenerlo preparado.
Pronto comprendí por qué aquellos soldados, aunque nacidos en los bosques, no querían emprender sin guía el viaje hasta el Seybi. Toda la región comprendida entre el Algiak y el Seybi está constituida por altas cadenas de estrechas montañas separadas por valles profundos y pantanosos. Es un sitio maldito y peligroso. Al principio nuestros caballos se hundían hasta los corvejones, caminando penosamente, trabándose en las raíces, y luego cayeron, desmontando a sus jinetes y rompiendo las correas de las sillas y las bridas. Más lejos, también a nosotros nos llegó el agua a las rodillas. Mi caballo se hundió, petral y cabeza abajo, en el lodo rojo y fluido, y nos costó lo indecible sacarlo del atolladero. El caballo del oficial, arrastrándole en su caída, le hizo dar con la cabeza en una piedra. Mi compañero rozó una rodilla contra un árbol. Los animales resoplaban ruidosamente. Se oyó, lúgubre, el graznido del cuervo. Luego, el camino empeoró todavía. La vereda contorneaba el pantano mismo; pero por doquiera la obstruían los troncos de los árboles derribados. Los caballos, saltando sobre los árboles, caían a veces en un hondo agujero y daban volteretas patas arriba. Íbamos llenos de lodo y sangre y temíamos agotar a nuestras cabalgaduras; en un largo trayecto tuvimos que echar pie a tierra y llevarlas de la brida. Al fin entramos en una vasta pradera cubierta de matas y bordeada de rocas. No solo los caballos, sino los mismos hombres, se hundían en el barro, que parecía no tener fondo. Toda la superficie de la pradera no era sino una delgada capa de hierba, recubriendo un lago de agua negra y corrompida. Alargando la columna y marchando separados a grandes distancias, pudimos con esfuerzo sostenernos en la superficie, movediza como la gelatina, en la que se bamboleaban las plantas. En ciertos parajes la tierra se hinchaba o se resquebrajaba.
De repente sonaron tres detonaciones. No eran mucho más fuertes que las de la carabina Flaubert; pero tiraban con balas de verdad, porque el oficial y dos soldados cayeron al suelo. Los otros soldados empuñaron sus fusiles y temerosos miraron en torno suyo, buscando al enemigo. Otros cuatro fueron también desmontados, y de repente observé que el bruto de la retaguardia me apuntaba con su fusil; pero mi mauser se anticipó.
– ¡Rompan fuego! – grité.
Y tomamos parte en la lucha.
Pronto la pradera se llenó de soyotos que desnudaban a los muertos, repartiéndose sus despojos, y recobraban los caballos que les habían robado. En esta clase de guerras no es prudente nunca permitir al enemigo que abra hostilidades con fuerzas aplastantes.
Transcurrida una hora de penosa marcha, empezamos a subir la montaña y no tardamos en llegar a una elevada meseta bastante arbolada.
– Después de todo, los soyotos no son tan pacíficos – observé yo, dirigiéndome al gobernador.
Este me miró asustadamente y replicó:
– No les mataron los soyotos.
Tenía razón: eran tártaros de Abakan, vestidos con trajes de soyotos, quienes dieron muerte a los bolcheviques. Estos tártaros conducen sus manadas de bueyes y caballos de Rusia a Mongolia por el Urianhai. Su guía e intérprete era un calmuco lamaíta. Al día siguiente nos aproximamos a una pequeña colonia rusa y vimos que algunos jinetes patrullaban por los bosques. Uno de nuestros jóvenes tártaros se encaminó bravamente a todo galope hacia uno de aquellos hombres, pero volvió pronto, sonriendo de un modo tranquilizador.
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