Antonio Álvarez Gil - Perdido en Buenos Aires

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Perdido en Buenos Aires: краткое содержание, описание и аннотация

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En septiembre y noviembre de 1927 se celebró en Buenos Aires uno de los encuentros más apasionantes en la historia del ajedrez mundial. El cubano José Raúl Capablanca perdió el título de campeón mundial ante el jugador ruso-francés Alexander Alekhine. Esta novela recrea aquellos hechos. Por las páginas de Perdido en Buenos Aires desfilan Carlos Gardel y otras figuras del escenario y la farándula de la ciudad.

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– ¿Disfrutás mucho con ella?

– Sí, mucho, con la música en general. Pero con el tango es diferente. El tango no sólo se disfruta. No sé lo que tendrá, pero a mí me apasiona.

La muchacha estaba radiante.

– A mí me pasa igual – dijo con vehemencia – . Es que el tango es pasión; una pasión capaz de llegarte a lo más hondo y estremecerte el alma.

Esta vez Capablanca no replicó enseguida. La miró a los ojos y estuvo un rato así, contemplándola en silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo para decir que era verdad, que el tango era pasión. Quizás fuera por la mezcla de ritmos y de sangres que estaba en la base de su origen, o tal vez esto se debía a los instrumentos con que se tocaba, venidos de diferentes partes del mundo; o quién sabía si al alma de la gente que lo componía, o a la de aquellos que lo interpretaban. Anoche mismo, sin ir más lejos, él se había sentido estremecer, como ella había dicho, con la música de un tango que había oído tocar en el restaurante donde cenaba. Y trató de describirle los sentimientos que le provocó la interpretación del trío del hotel Regina. Como no pudo hacerlo, terminó diciéndole que aquel tango le había erizado hasta los últimos pelos del cuerpo. Ella lo oyó, risueña y satisfecha.

– ¿Recordás cómo se llama la pieza?

– Sí, claro, se llama La Cumparsita . Por cierto, Illa me contó algo de su historia; pero me pareció un poco confusa, y la verdad es que no entendí mucho de ella. Creo que él no sabía demasiado. Quizás tú puedas contarme un poco más.

– A mí también me gusta mucho ese tango. Creo que en el futuro ése será «el tango». Pero es cierto que su historia es un poco oscura. De entrada, el autor no es argentino. Es uruguayo y se llama Gerardo Matos Rodríguez. Se dice que Matos lo escribió en 1916 para los carnavales de Montevideo, y que se lo dio a Roberto Firpo para el arreglo y la interpretación. Aunque no está muy claro el año en que ocurrió eso. Hay quien afirma que fue en el 17. Dicen que Firpo rescribió la música y luego estrenó el tango con su orquesta en el Café La Giralda, de Montevideo. Pero hay otras versiones diferentes acerca de quién fue el primero en grabarlo y con qué firma.

– ¿No tiene letra?

– Sí tiene, y demasiadas. Ése es otro de los problemas, el gran problema, diría yo. En estos momentos está en litigio, pendiente de los tribunales. Hace unos años, creo que en el 24, dos compositores argentinos, Contursi y Maroni, escribieron una letra a la música de ese tango y le pusieron de nombre Si supieras . Pero lo hicieron sin la autorización de Matos, que montó en cólera y escribió su propia su letra. Creo que la publicó y que algunos cantantes la han interpretado y grabado en algún sitio. Pero lo cierto es que la canción, que ya estaba casi olvidada, ha cobrado nueva vida con la letra de estos dos músicos argentinos. Es la más conocida, la que todo el mundo tararea. Y la que canta Gardel, por cierto. Los versos de Si supieras no tienen nada que ver con la letra de Matos. Pero es La Cumparsita, ¿me entendés?

Cómo no la iba a entender, si hablaba como los ángeles, si era un ángel toda ella, un ángel rubio con rostro de chiquilla, que se expresaba, además, con una voz profunda y clara, matizada por la suave cadencia rioplatense. Él asintió sonriente. De pronto comprendió que había pasado el tiempo. ¿Cuánto? No tenía idea. ¿Desde qué hora estaban allí, sentados en el bar? Tampoco sabía. Entonces le preguntó si no tenía hambre, y al ver la respuesta afirmativa en su mirada le propuso ir a cenar en algún sitio fuera. Ella dijo que le parecía bien, y Capablanca llamó al mozo y pagó la cuenta. Luego se levantaron y salieron del bar. Cuando abandonaron el hotel eran las nueve de la noche. Unos minutos más tarde caminaban hacia el sitio donde había quedado el coche. Al llegar, Capablanca señaló hacia el vehículo y preguntó:

– ¿Y a eso cómo le dicen ustedes?

– Aquí decimos «auto». Y ustedes, carro, ¿no?

– Yo digo casi siempre carro, por la influencia americana. Pero en Cuba se usa la palabra «máquina». No sé por qué razón, pero allá dicen así.

– Me gusta mucho tu «máquina».

– Deja que veas cómo anda – le dijo Capablanca, abriéndole la puerta. Ella dijo «gracias» y ocupó el asiento del pasajero. Luego él dio la vuelta, se sentó al volante y puso en marcha el vehículo, que se deslizó suavemente sobre los adoquines de la calle. Al llegar a la esquina, se detuvo un instante, antes de incorporarse al flujo que transitaba por la avenida.

– ¿Adónde pensás ir? – preguntó entonces Marina.

Capablanca se encogió de hombros. Adonde ella dijera, como si quieres llegar al fin del mundo, bromeó. No, gracias, todavía no estoy interesada en ese viaje, replicó la muchacha, en el mismo tono. Mientras el coche se desplazaba por la avenida, él le confesó que no tenía una idea muy clara de los lugares interesantes de Buenos Aires. La ciudad, además, había cambiado mucho desde la última ocasión que había estado allí, hacía nada menos que catorce años, cuando ella, seguramente, era todavía una chiquilla. Marina quiso protestar, pero él no la dejó. Sabía, por ejemplo, que la zona de la costanera sur había sido transformada en una hermosa playa…

– Sería buena idea, si fuera de día. Pero vos sos un poco pícaro – dijo la muchacha con acento alegre – , creo que sabés más de lo que aparentás.

Capablanca la miró de reojo. Se había quitado el sombrero por temor a que se lo llevara el aire y, con la ayuda de las manos, trataba de mantener el orden en su peinado.

– No es verdad. Hay muchas cosas que no conozco y que me imagino deben de ser muy interesantes.

Ella lo miró desafiante.

– ¿Como cuáles?

– ¿Ves? – dijo él divertido – . Me has puesto en un aprieto.

– Sí, sos un pícaro; pícaro y peligroso.

A Capablanca le pareció que era mejor cambiar la conversación y comentó:

– Me habías dicho que tenías hambre, ¿no?

– Igual que vos.

Así las cosas, había que ir a cenar a algún lugar. Y, como no podía ser de otra manera, el primero de todos los lugares posibles vino a ser El Café de los Angelitos, que fue, por supuesto, el lugar elegido. De modo que, sin demorarse en discutirlo, acordaron llegarse hasta él y ver qué había por allí.

CAPÍTULO 6

La muchacha apareció primero. Surgió de entre la sombra con el halo de luz y permaneció un instante inmóvil, plantada en medio del salón y dando la espalda a la mayoría de las mesas. Llevaba el pelo negro recogido sobre la nuca y un vestido bermellón que le ceñía las caderas y caía suelto hasta más allá de las rodillas. Los zapatos, de tacón alto, eran también rojos. Pronto sonaron los primeros acordes provenientes del piano, y su cuerpo comenzó a ondular como un campo de trigo frente al viento. Enseguida entró la guitarra y se oyó la voz del bandoneón. Ella elevó un brazo, y luego el otro, hendiendo el aire con sus manos y dedos, mientras se dejaba llevar por las progresiones del violín, que parecía gobernar toda su anatomía. Según la música subía en el aire del local, la muchacha agitaba las caderas en un incitante y sinuoso movimiento de rotación, al tiempo que deslizaba suavemente un pie tras otro sobre el piso, dibujando imaginarios círculos con ellos. Su manera de moverse estaba llena de sensualidad. Bailaba como si flotara sobre las notas que llegaban en oleadas desde el estrado de los músicos, y se veía que disfrutaba haciéndolo. Capablanca no había presenciado nunca un espectáculo semejante, ni siquiera en sus anteriores visitas al país. En cualquier caso, el hecho de ver a aquella mujer moviendo brazos, manos y cintura en el único punto iluminado del salón, le producía un enorme placer estético.

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