Cuando los músicos terminaron su interpretación, Capablanca se puso de pie y se abrazó con ellos, primero con Gardel y luego con los otros dos. Para entonces, todos los asistentes al Café de los Angelitos se habían puesto también de pie y aplaudían, no se sabía si la interpretación de su ídolo, o el gesto de éste hacia Capablanca o – él no pudo evitar la idea – a él como persona. E independientemente de su voluntad, esta última idea fue la que se asentó con más fuerza en su cerebro. Y le pareció que nunca antes había sido tan feliz como esa noche, ni siquiera en su primera gran victoria internacional, en San Sebastián, hacía ya muchos años.
– Muchas gracias, amigo. Es usted muy generoso.
– Gracias a usted, señor Capablanca. Todos los argentinos estamos muy reconocidos y orgullosos de usted. Reciba mi humilde canción como un homenaje, mucho más pequeño que el que se merece. Además, sé muy bien que le gusta mucho ese tango.
– Gracias – dijo él, dudando un instante si debía devolverle el trato en forma de señor Gardel. Por fin, decidió omitir cualquier forma y siguió – : Sí, es un tango muy hermoso, sobre todo cantado por usted – y cambiando el tono, agregó – : ¿No quiere sentarse?
Gardel le puso familiarmente la mano en el hombro y, con una amable sonrisa, contestó:
– Usted sabe, nosotros allá – y señaló hacia el fondo – aún no habíamos terminado de cenar. Sólo que no pude resistirme a la idea de cantarle su tango preferido. Pero me gustaría invitarlo a que se llegue por nuestra mesa para charlar un rato conmigo y con mis amigos.
Capablanca miró en dirección a Marina; pero Gardel no le dio tiempo a responder. Para ese momento ya estaba diciendo que lo esperaba sin falta allá, y que para él sería un placer enorme compartir un rato y hablar de tangos y, por supuesto, ajedrez. Y de muchos otros temas, seguramente. Y dicho esto, le dio un apretón de mano y se alejó de nuevo por donde había venido.
Habían juntado varias mesas en el ángulo más apartado del café, y Gardel y sus amigos comían y disfrutaban allí de lo que parecía ser una alegre tertulia tras la cena. A la derecha del cantor se ubicaba un hombre que Capablanca no había visto antes; y más allá, los guitarritas que acompañaban a Gardel. La banda de la izquierda estaba ocupada por Nina Mederos y los músicos del cuarteto. Al verlos aparecer, el cantante se puso de pie y los invitó a sentarse y compartir con ellos. Las tres personas que estaban a su derecha también se levantaron y cedieron el puesto a los recién llegados, desplazándose dos lugares más allá. Tras los primeros saludos y sonrisas, ya todos sentados, vinieron las presentaciones. El personaje que había estado a la derecha de Gardel resultó ser José Razzano, su gran amigo y antiguo compañero de dúo, ahora apoderado del artista. Los guitarristas se llamaban José Ricardo (más conocido como el Negro, bromeó Gardel) y Guillermo Barbieri, que era un tipo delgado y rubicundo, de expresión afable. De los integrantes del cuarteto, Capablanca retuvo sólo el nombre del director, un individuo de frente amplia y sonrisa fácil que era quien tocaba el bandoneón. Se presentó como Osvaldo Fresedo, aunque enseguida aclaró que en el ambiente tanguero lo llamaban «El Pibe de la Fraternal», por el barrio de donde había salido. «El Pibe», pues, se alineaba a la izquierda de Nina Mederos, seguido por sus tres músicos, que cerraban el círculo de las personas sentadas a la mesa. Capablanca, que no quiso aceptar nada de comer, no tuvo otra salida que dejar que le sirvieran una copa de vino, del cual no pensaba probar más que algún que otro sorbito. Había quedado al lado de Marina, pero enfrente de Nina Mederos, y lo primero que hizo fue dirigirse a los músicos para felicitarlos por su interpretación. Y puesto a hablar del tango, dijo sentirse sorprendido por el modo en que había evolucionado la música porteña desde su última visita al país, hacía de aquello trece o catorce años, no podía precisarlo bien. Que él recordara, no había visto ni oído nada semejante a lo que veía ahora. Gardel agradeció sus palabras y explicó que, desde hacía unos años, el tango había entrado en una nueva etapa de desarrollo, cada vez más conocida con el nombre de «tango – canción». Y explicó que los tangos de antaño eran estilos y tonadas criollas. Y poco más. Apenas se cantaban, o bien tenían letras muy rudimentarias. A partir de una canción titulada Mi noche triste , escrito por el gran Pascual Contursi con una letra totalmente innovadora y que él había grabado hacía diez o doce años con Odeón, las cosas comenzaron a cambiar. En la actualidad nacían a diario infinidad de tangos de ese tipo, y muchos de ellos con excelente letra. Había un gran número de poetas – como el propio Contursi – que escribían versos y trabajaban con los músicos en la creación de estas nuevas canciones. Y había músicos puros – y señaló hacia Fresedo – , que llegaban con ímpetu, inyectándole savia fresca a la música de aquella tierra que todos ellos amaban tanto. En este punto metió baza Razzano. Acallando con su voz la de Gardel, proclamó ante Capablanca que la primera figura que estaba dándole lustre y renovando el tango, era, precisamente, aquel morocho que estaba sentado allí a su lado, el Che Carlitos, – sos muy modesto, vos – le echó en cara desde su silla – ; pero acordáte que ya no sos el chico del Abasto. Sos Carlos Gardel, el primer cantor de tangos – . Aquí intervino Fresedo, que dirigiéndose también a Capablanca tomó el relevo de Razzano: no es que él sea modesto, dijo, es que se está haciendo. El tango es él, y él es el tango; y él lo sabe bien. Luego, y aprovechando que había cogido la palabra, la usó para decir que conocía algo de música cubana, y que le gustaba mucho. La había descubierto hacía unos años, durante un viaje a los Estados Unidos. Y, sin dar tiempo a nadie a reaccionar, mencionó nombres que Capablanca nunca habría pensado oír por esos predios. No lo esperaba, sencillamente. Y menos aún si algunos de esos nombres era los del Sexteto Habanero o Abelardo Barroso. Y Fresedo no se detuvo ahí, sino que mencionó también al dúo de María Teresa Vera y Rafael Zequeira, de quienes dijo apreciar sobre todo un disco que había comprado en Nueva York y que traía una deliciosa rumba titulada, si mal no recordaba, Papá Montero o algo así. Capablanca no salía de su asombro. Realmente, aquélla era la música popular que se estaba tocando y grabando en Cuba por entonces, y de la que él mismo no estaba siempre al día. Por eso lo oía aquella noche estupefacto, superado por la sorpresa de saber que aquel argentino, alguien tan lejano al acontecer diario de su patria, conocía semejantes detalles del panorama musical cubano. Gardel también lo miraba asombrado, y de soslayo miraba a Capablanca, como si no pudiera creerse que su compatriota supiera de veras lo que hablaba y lo quisiera contrastar con alguien del país. Con una sonrisa, Capablanca asintió a la mirada inquisitoria del cantor. Pero el hombre siguió. Retomando la palabra, declaró con gran autoridad que, si aquella música incorporara un instrumento con la gama de voces del bandoneón, podría conquistar rápidamente Europa, como estaba ocurriendo con el tango. De todos modos, sentenció, estoy seguro que Cuba tendrá mucho que decir en el futuro musical del mundo. Capablanca estaba anonadado por lo que había oído sobre la música de su tierra, algo de lo que ni siquiera él sabía demasiado. Y aprovechando un respiro del músico, lo felicitó por ello. Sin embargo, lejos de tranquilizarlo, el asombro del cubano aguijoneó la elocuencia del argentino, que siguió hablando de música cubana, citando ahora a Manuel Corona, quien era, dijo, su compositor favorito entre los de la Isla. Y para avalarlo, finalizó su conferencia entonando allí mismo el estribillo de la Loma de Belén , un son que Capablanca sí conocía bien, ya que en uno de sus últimos viajes a Cuba había comprado el disco grabado por el Sexteto Habanero con aquel sabroso tema.
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