Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– El próximo mes de diciembre, cuando hable usted con la Superiora de su comunidad para la revisión anual, dígale que no quiere renovar los votos el siguiente Cuarto Domingo de Pascua y ya está.

– Pero ¿qué dice? -me espanté-. ¿Hasta la revisión anual? Hermana Sarolli, esa solución ya la conocía. Le estoy preguntando qué debo hacer para dejar la Orden ahora.

La oí suspirar a través del cable teléfonico. También escuché la lejana sirena de una ambulancia que debía estar pasando por debajo del despacho de la hermana Sarolli, allá en Roma.

– Necesita usted una dispensa del obispo -gruñó-. Le recuerdo que no hace ni un mes que renovó sus votos.

Una pequeña luz se encendió al final del túnel.

– No, hermana Sarolli, no renové los votos.

– ¿Qué dice? -se sobresaltó.

– El Cuarto Domingo de Pascua fue el 14 de mayo, y ese día tuve que ir a Sicilia, al funeral de mi padre y de mi hermano, que murieron en un accidente… de tráfico.

– ¿Y no los renovó tampoco al domingo siguiente? ¿No llegó a firmar el papel?

– La misión que estoy llevando a cabo para el Vaticano no me lo permitió. Hice, eso sí, una renovación in pectore.

La oí abrir y cerrar cajones y revolver papeles. Luego, tapó el micrófono con la mano y la escuché decir algo a alguien que se encontraba cerca. Yo empezaba a sufrir por lo que le iba a costar a Farag aquella larga llamada internacional. Al cabo de un tiempo, al parecer convencida por fin de la verdad de mis palabras, con voz resignada me dio la noticia:

– Legalmente, hermana, no tiene usted que hacer nada. Otra cosa es su contrición ante Dios. Eso es personal y lo asumirá en soledad. Lo correcto sería, en cualquier caso, que enviara usted una carta a la directora general comunicando su decisión y otra a la superiora de su comunidad, que es la hermana Margherita. Esas cartas quedarán archivadas en su expediente y, desde ese mismo momento, daremos por terminada su pertenencia a esta Orden.

– ¿Así de sencillo? ¿Estoy fuera? ¿Ya está? -no podía creer lo que oía.

– Lo estará en cuanto recibamos esas cartas. Si no quiere nada más, hermana… -su voz vaciló al pronunciar esta última palabra.

– ¿Y mi sueldo? ¿Empezaré a recibirlo íntegro y directamente desde el Vaticano?

– No se preocupe por eso. Lo arreglaremos todo en cuanto recibamos esas cartas. De todos modos, recuerde que su contrato con el Vaticano se fundamenta en su condición de religiosa. Me temo que tendrá que arreglar este asunto con el Prefecto del Archivo Secreto, el Reverendo Padre Guglielmo Ramondino. Y creo que es bastante probable que tenga que buscarse otro empleo.

– Ya lo sabía. Gracias por todo, hermana Sarolli. Enviaré esas cartas lo antes posible.

Colgué el teléfono y me invadió el vértigo. Tenía un precipicio frente a mí y el lado opuesto estaba demasiado lejos para dar un salto y alcanzarlo. Retroceder, sin embargo, no era posible y, desde luego, tampoco lo deseaba. Suspiré y eché una ojeada a la habitación de Farag. Cuando mi madre lo supiera no le daría un ataque al corazón, no; le darían dos o tres por lo menos y no podía ni imaginar la reacción de mis hermanos. Quizá Pierantonio fuera el único capaz de comprenderlo. Yo sólo quería estar con Farag el resto de mi vida pero el espíritu práctico de los Salina me impulsaba a sopesar cualquier eventualidad: a pesar de todos los pesares, volver a Palermo era una opción real. Allí siempre tendría un lugar en el que cobijarme. También tendría que buscar trabajo, aunque eso no me preocupaba porque, con mi historial profesional, mis premios y mis publicaciones, no resultaría muy difícil. Y ese trabajo, naturalmente, también determinaría el lugar donde tendría que vivir. Volví a suspirar. El miedo no entraba en la partida, no estaba permitido. De una manera u otra, saldría adelante y encontraría la forma de cruzar el precipicio.

La puerta de la habitación se abrió despacito y la barba de Farag apareció por el resquicio.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó-. Hemos oído en el otro teléfono que habías colgado.

– No te lo vas a creer -repuse enarcando las cejas-. Soy libre.

Farag abrió la boca de par en par y así la dejó, solidificándose en ese gesto como una estatua de sal. Yo me puse en pie y avancé hacia él.

– Vamos a cenar. Luego te lo contaré con detalle.

– Pero, pero… ¿ya no eres monja? -balbució.

– Técnicamente, no -le expliqué, empujándole hacia el pasillo-. Moralmente, sí. Por lo menos hasta que envíe mi renuncia por escrito. Pero vamos a cenar, por favor, que la comida estará fría y me siento culpable por tu padre y por el capitán.

– ¡Ya no es monja! -gritó cuando entramos en el salón-comedor. Butros sonrió, bajando la cabeza, expresando así una íntima alegría que debía estar muy relacionada con la de su hijo, y la Roca, con los ojos entornados, se quedó mirándome fijamente durante un buen rato.

La cena transcurrió en un ambiente muy agradable. Mi nueva vida no podía haber empezado mejor y comprendí, al margen de toda duda, por qué los staurofílakes habían elegido Alejandría para purgar el pecado de la gula. Hubiera sido difícil encontrar platos más suculentos ni mejor condimentados que aquellos típicamente alejandrinos. Antes del baba ghannoug, el puré de berenjenas hecho con tahine [53]y zumo de limón, y del hummus bi tahine, puré de garbanzos con el mismo aliño, probamos un surtido de ensaladas a cual más sabrosa y elaborada, acompañadas por una buena cantidad de queso y de fuul (unas enormes judías de color marrón). Según nos explicó Butros, los alejandrinos eran herederos directos de las cocinas romana y bizantina, pero habían sabido añadir, además, lo mejor de la comida árabe. No había guiso sin especias, y el aceite de oliva, la miel, el laurel, el yogur, los ajos, el tomillo, la pimienta negra, el sésamo y la canela no faltaban nunca en sus platos.

Tuve ocasión de comprobarlo. Desde el pan, esas sabrosas aish u hogazas preparadas con distintas harinas que acompañaban a los purés, hasta el gambari, unas deliciosas gambas gigantes con salsa de ajo que me dejaron con las frustradas ganas de chuparme los dedos, todo lo que comimos aquella noche estaba francamente delicioso. Hasta Glauser-Róist parecía más que encantado con la cena que nos estaba ofreciendo Farag y ni por un momento se tragó el cuento de que nosotros hubiéramos preparado aquellas maravillas culinarias. Butros siguió contándonos que, para él, los platos más sabrosos eran los de carne, aunque, salvo el delicioso hamam -pichones rellenos de trigo verde y asados a fuego lento-, no había ninguno más sobre la mesa. Sin embargo, nos dijo, los guisos de cordero eran los más apreciados por los propios egipcios y por los extranjeros, y los pescados, siempre frescos y bien condimentados, no se quedaban atrás.

Glauser-Róist se bebió un par de botellas medianas de cerveza de la marca egipcia Stella y el padre de Farag le superó en una más.

– ¿Sabían que la cerveza se inventó en el Antiguo Egipto? -dijo-. No hay nada mejor que tomar un buen vaso de cerveza antes de irse a la cama. Ayuda a conciliar el sueño y es un relajante natural.

A pesar de ello, Farag y yo sólo bebimos agua mineral y karkadé frío, un refresco de color rojo intenso y sabor ácido hecho con la flor del hibisco y que los egipcios en general toman abusivamente durante todo el día junto con el shaj nana, el té negro de fuerte sabor que acompañan con hojas de menta.

Lo peor, sin embargo, fueron los postres. Y digo lo peor porque no había manera de parar. Los alejandrinos, fieles a su tradición bizantina, eran, como los griegos, grandes amantes del dulce, y Farag, alejandrino de pro, había hecho un pedido de pasteles, hojaldres y pastas más adecuado a las necesidades de un ejército hambriento que a las de cuatro personas ya saciadas por una buena comida: om ali [54], konafa [55], baklaoua [56]y ashura [57], un postre típico que los musulmanes consumían especialmente el décimo día del mes de moharram, pero que Farag y su padre degustaban con glotonería a la primera ocasión que se les presentaba. Glauser-Róist y yo intercambiamos discretas miradas de sorpresa ante la inaudita capacidad de la familia Boswell para consumir dulces sin orden, número ni medida.

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