Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– Este es mi abuelo, Kenneth Boswell, el descubridor de Oxirrinco. Puede verlo también en esta vieja fotografía en blanco y negro junto a sus colegas Bernard Grenfell y Arthur Hunt en 1895, durante las primeras excavaciones. Y esta de aquí… -añadió señalando el cuadro siguiente desde el que nos observaba una hermosisima mujer ataviada con un elegante vestido de cóctel y unos larguísimos guantes negros que le llegaban casi hasta los hombros-. Esta era su esposa, Esther Hopasha, mi abuela, una de las judías más bellas de Alejandría.

Ariel Boswell, el hijo de ambos, y su mujer, Miriam, una egipcia copta de piel oscura y pelo teñido con henna, también colgaban de las paredes del salón, pero el lugar principal era para el retrato de una joven no demasiado hermosa pero con unos graciosos y chispeantes ojos que transmitían unas infinitas ganas de vivir.

– Esta era mi esposa, doctora Salina, la madre de Farag, Rita Luchese. -Su rostro se ensombreció-. Murió hace cinco años.

– Papá -resopló Farag, que cargaba a Tara en los brazos-. Tenemos que subir a mi casa para dejar el equipaje.

– ¿Cenaréis aquí esta noche? -quiso saber Butros.

– Cenaremos arriba, con el capitán Glauser-Róist. He pensado comprar algo en Mercure.

– Muy bien -repuso Butros-. Entonces ya te veré, hijo. No te vayas de Alejandría sin despedirte.

– Tú también estás invitado, papá -exclamó Farag, lanzando a Tara por los aires. La perra, que debía pesar bastante, cayó al suelo de modo impecable y, sin dudarlo un minuto, se vino directa hacia mí. Tenía unos ojos grandes y una mirada inteligente, y todo su pelo era de color canela excepto en el cuello y en el pecho, donde lucía una gran mancha blanca. Le pasé la mano por la cabeza con cierta aprensión y ella, tomando impulso, se incorporó y apoyó las patas delanteras en mi estómago.

– Espero que no le importe, doctora -observó Butros, sonriendo-. Es su manera de decir que usted le gusta.

– Tu padre es encantador -le dije a Farag cuando ya estábamos a punto de llegar al rellano de su casa, en el tercer piso. Nos habíamos despedido de él hasta la hora de la cena.

– Lo sé -repuso, abriendo y empujando la puerta.

– ¿Quién vive en el piso de en medio?

– Ahora nadie -me explicó Farag, adentrándose en el oscuro interior y soltando las maletas en el suelo-. Antes vivía mi hermano Juhanna con su mujer, Zoe, y su hijo.

– Todavía me cuesta creer lo que me contaste. Fue terrible lo que les pasó.

– Es mejor no recordarlo -dijo, quitándome las bolsas de las manos y cerrando la puerta tras de mí-. Hay otras cosas que debemos hacer.

Y sí, las había. Es verdad. Pero entre ellas no estaba encender la luz ni abrir las celosías ni tampoco conocer la casa. Nunca hubiera sospechado que me resultaría tan difícil, tan terriblemente difícil mantener mi segundo voto. Sabía que había un límite, pero yo… yo no tenía ni idea de lo sencillo que resultaba de cruzar. No lo hice, sin embargo. Pero no lo hice porque, en el último momento, luchando atormentadamente contra mis propios instintos y sentimientos, recordé que debía cumplir una promesa. Era absurdo, era una locura, era lo más ridículo del mundo, lo sabía. Pero, por alguna razón, debía ser fiel al compromiso que aún tenía con Dios, con mi Orden y con la Iglesia. Fue espantoso separarme de los labios de Farag, del cuerpo de Farag, de la ternura y la pasión de Farag. Fue como romperme en mil pedazos.

– Me aseguraste… Me aseguraste que me ayudarías -le dije mientras, con las manos, le apartaba de mí.

– No puedo, Ottavia.

– Farag, por favor -le supliqué-. ¡Ayúdame! ¡Te quiero tanto!

Se quedó en suspenso, inmóvil como una estatua durante unos segundos. Luego se inclinó hacia mí y me besó.

– Te amo, Basileia -dijo alejándose-. Esperaré.

– Te prometo que esta misma noche llamaré a Roma -le dije, poniéndole la mano sobre la barbuda mejilla-. Hablaré con la hermana Sarolli, la subdirectora de mi Orden y le explicaré la situación.

– Hazlo, por favor -susurró, besándome de nuevo-. Por favor.

– Te lo prometo -repetí-. Esta misma noche.

Mientras yo me duchaba, me cambiaba el apósito de la escarificación de las cervicales (esta vez, una cruz ebrancada) y me ponía ropa limpia, Farag, obedeciendo mis órdenes, abrió puertas y ventanas, quitó el polvo de los muebles y preparó su casa para recibir visitas. Después, intercambiamos los lugares, y él, que ya había encargado la cena por teléfono al restaurante del cercano hotel Mercure, se metió en el cuarto de baño -no sin invitarme a acompañarle, por supuesto- y me dejó libre en aquel lugar desconocido para que curioseara a mis anchas. Hipócritamente, le pregunté si había algo que no quería que fisgara.

– La casa es tuya, Basileia. Mira lo que quieras -dijo antes de desaparecer.

Y así lo hice. Si creía que yo no tenía dotes de espía estaba muy equivocado porque en la media hora que tardó en salir no dejé títere con cabeza. La casa de Farag, de paredes lisas y blancas y suelos de terrazo claro, sólo tenía dos habitaciones pero, como en todas las casas antiguas, las dimensiones eran tremendas. Una de ellas, muy austera, con una gran cama en el centro, era la suya; la otra, situada en el otro extremo de la vivienda, tenía dos camas más pequeñas y parecía no servir para otra cosa que para almacenar libros, docenas de libros, cientos de libros y revistas de historia, arqueología y paleografía. El salón, con un gran sofá y varios sillones de tapicería color crema, ocupaba el mismo espacio que el resto de la casa -cocina y despacho incluidos-, de modo que, en uno de sus lados, se había dispuesto una gran mesa de comedor de madera oscura. El resto del mobiliario era también del mismo material y tono: camas, armarios, librerías, mesas, cómodas, vitrinas… Debían gustarle mucho los cojines, porque, en la gama que va del cobrizo al blanco, los tenía por todas partes. Otra cosa eran las fotografías, tan abundantes como en la casa de abajo: Farag con su padre, con su madre, con su hermano, con su cuñada, con su sobrino, de nuevo con su padre y volvemos a empezar. Descubrí varias en las que se le veía, de pequeño, con los compañeros de clase, otras con los compañeros y amigos de universidad, y otras más con dos amigos que se repetían bastante. Pero las fotografías de viajes por el mundo eran, unívocamente, con chicas muy atractivas que se renovaban continuamente. Es decir, las fotografías tomadas en Roma, por ejemplo, mostraban a Farag bastante joven con una chica de nariz picuda y pelo rubio; las de París, con una morena de graciosa sonrisa; las de Londres, con una mujer oriental de pelo corto y negro; las de Amsterdam, con una escultural modelo de dientes perfectos; las de… En fin, ¿para qué seguir? Terminé por darme cuenta de que me había enamorado de Casanova o, lo que es peor, de un sinvergüenza de marca mayor. Y eso que no lo parecía.

Me dejé caer, desolada, en el sofá y abracé uno de los cojines mientras miraba el cielo del anochecer por los ventanales. Dudé seriamente si hacer esa llamada a la hermana Sarolli. Todavía estaba a tiempo de echarme atrás y refugiarme en la casa de Connaught. En ese momento, sonó la musiquilla del móvil de Farag, que descansaba sobre una de las librerías pequeñas que había en el pasillo, junto a la puerta del baño.

– ¡Ottavia! -gritó Casanova-. ¡Cógelo! ¡Debe ser el capitán!

No le contesté. Me limité a pulsar el botón verde del teléfono y a saludar a la Roca, que parecía disgustado.

– ¿Ha terminado ya la reunión, capitán? ¿Cómo ha ido?

– Como siempre.

– Pues salga de allí y véngase con nosotros. La cena ya está casi preparada. -Por la cuenta que me traía, esperaba que los del restaurante se dieran prisa.

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