Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¡Profesor Boswell! -exclamó la Roca, muy enojado-. ¡No puede llevarse a la doctora Salina!

– ¿Ah, no? Bueno, pues recuérdemelo esta noche. Le esperamos a cenar a las nueve en punto. No se retrase.

Y, diciendo esto, echamos los dos a correr como fugitivos, alejándonos del coche y del capitán Glauser-Róist, que, al parecer, tuvo que disculparnos repetidamente ante tan importantes autoridades religiosas. El octogenario Patriarca Stephanos II Ghattas fue quien más preguntó por Farag, al que conocía desde pequeño, y desde luego no se tragó en absoluto las torpes excusas que pronunció el capitán.

Nosotros, en cuanto abandonamos el coche, corrimos cargados con nuestros equipajes por una callejuela que desembocaba en la avenida Tareek El Gueish. Farag llevaba las dos maletas y yo su bolsa de mano y la mía. No podía evitar reírme a carcajadas mientras escapábamos a toda velocidad. Me sentía feliz, libre como una quinceañera que empieza a saltarse las normas. De todos modos, y como no tenía quince años, me alegré enormemente de haberme puesto un par de cómodos zapatos porque, de no llevarlos, habría dado con mis huesos en el suelo. En cuanto doblamos la primera esquina, redujimos la velocidad y caminamos tranquilamente recuperando el aliento. Según me explicó Farag, aquel era el distrito de Saba Facna, en una de cuyas calles su padre tenía un edificio de tres pisos.

– Él vive en la planta inferior y yo en la superior.

– ¿Vamos a tu casa, entonces? -me inquieté.

– ¡Naturalmente, Basileia! Dije lo de mi padre por no escandalizar a Glauser-Róist.

– ¡Pero es que yo también me escandalizo! -hablaba entrecortadamente porque aún me faltaba el aire.

– Tranquila, Basileia. Iremos primero a casa de mi padre y luego subiremos a la mía para duchamos, curarnos las escarificaciones, ponernos ropa limpia y preparar la cena.

– Lo estás haciendo a propósito, ¿verdad, Farag? -le increpé, deteniéndome en mitad de la calle-. Quieres asustarme.

– ¿Asustarte…? -se extrañó-. ¿De qué tienes miedo? -Se inclinó sobre mi cara y temí que me besara allí mismo, pero, por fortuna, estábamos en un país árabe-. No te preocupes, Basileia -sonreí al oírle; había tartamudeado-, lo comprendo. Te aseguro que, aunque me cueste la vida, no debes temer que pase… nada. No te doy una total garantía, por supuesto, pero haré todo lo posible. ¿De acuerdo?

Estaba tan guapo allí, parado en mitad de la calle, mirándome fijamente con esos ojos azul oscuro, que temí estar yendo contra mis auténticos deseos. Pero… ¿qué deseos? ¡Oh, Dios mío, todo aquello era tan nuevo para mí! ¡Yo debería haber vivido esas cosas veinte años atrás! Llevaba un retraso tan grande que temí estar haciendo el ridículo, o hacerlo más adelante, cuando… ¡Señor!

– ¡Vamos a casa de tu padre ahora mismo! -exclamé, angustiada.

– Espero que arregles pronto tus asuntos con la Iglesia, como dice Glauser-Róist. Va a ser muy duro estar a tu lado sabiendo que eres intocable.

Estuve a punto de decirle que era tan intocable como me dictara mi conciencia, pero me callé. Aunque, por arte de magia, fuera libre de mi condición religiosa desde ese mismo momento, no por ello estaría preparada para romper el segundo de mis votos sin haberme desligado antes de los compromisos que tenía con Dios y con mi Orden.

– Vamos, Farag -dije con una sonrisa y pensé que hubiera dado cualquier cosa por besarle.

– ¿Por qué me habré tenido que enamorar de una monja? -dijo a voz en grito en mitad de la calle, aunque, por suerte, utilizó el griego clásico-. ¡Con la cantidad de mujeres guapas que hay en Alejandría!

Volver a su casa lo había transformado. Era un hombre distinto al que yo conocía.

– Vamos, Farag -repetí con paciencia, sin borrar la sonrisa de mi cara. Sabía que tenía por delante unas semanas terribles.

La calle donde se encontraba la casa de la familia Boswell era un pasaje de edificios antiguos con elegantes fachadas de estilo inglés. Era oscura y fresca, y estaba prohibida al tráfico, pero eso no impedía que los carromatos y las bicicletas transitaran por ella libremente, sorteando a los tranquilos viandantes. A pesar de este aire europeo, las puertas y ventanas de las casas lucían armoniosos arabescos con decoraciones de hojas y flores. Era una calle bonita y la gente parecía agradable.

Farag, visiblemente emocionado, sacó el llavín del bolsillo y abrió la cancela. Un vago aroma a hierbabuena salió por el vano. El portal era amplio y sombrío, muy al gusto de un país tan caluroso como Egipto y no se veía un ascensor por ninguna parte.

– No hagas ruido, Basileia -me susurró Farag-. Quiero sorprender a mi padre.

Subimos silenciosamente la breve escalera y nos detuvimos frente a una gran puerta de madera con entrepaños de cristal esmerilado. El timbre estaba en el montante, a la altura de nuestras cabezas.

– Tengo llave -me explicó, pulsándolo-, pero quiero ver su cara.

El timbrazo se escuchó a varios kilómetros a la redonda y, mientras su eco seguía doblando aún en mis oídos, unos furiosos ladridos se fueron acercando desde el interior.

– Es Tara -musitó Farag muy sonriente-. Era de mi madre… Le encantaba Lo que el viento se llevó -añadió a modo de disculpa, adivinando lo que yo pensaba. Y lo que yo pensaba era que el nombre de la perra resultaba rematadamente cursi. No dije nada, por supuesto; al fin y al cabo, nombres peores de animales había oído a lo largo de mi vida. La gente, para estas cosas, siempre se vuelve un poco redicha.

Cuando la hoja de madera se abrió lentamente, divisé a un hombre alto y delgado, de unos setenta años, con el pelo blanco y los ojos -de un intenso color azul oscuro-, tamizados por los cristales de unas seductoras gafas bifocales. Era tan guapo como su hijo, y, de hecho, parecía una fotografía de Farag tomada en el futuro: los mismos rasgos judíos, la misma piel oscura, la misma expresión en el rostro… Comprendí que la madre de Farag lo hubiera abandonado todo por un hombre así y experimenté una lejana complicidad con ella por estar viviendo algo muy parecido.

El abrazo de Farag y su padre fue largo y emotivo. La perra, una desafortunada mezcla de yorkshire y scottish terrier, ladraba desesperada alrededor de ambos dando saltos en el aire igual que una liebre. Butros Boswell besaba una y otra vez el cabello claro de su hijo como si todos y cada uno de los días que Farag había pasado lejos hubieran sido una tortura para él. También murmuraba, en árabe, palabras de alegría e, incluso, me pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas. Cuando por fin se separaron, ambos se volvieron hacia mí:

– Papá, te presento a la doctora Ottavia Salina.

– Farag me ha hablado mucho de usted estos últimos meses, doctora -dijo en un perfecto italiano al tiempo que me estrechaba la mano-. Pase, por favor.

Seguidos por Tara que, encantada con las caricias de Farag, movía la cola frenéticamente, entramos en el recibidor de la amplia vivienda. Había libros por todas partes, incluso apilados sobre el aparador de la entrada y abundaban también las viejas fotografías familiares en el pasillo y por las habitaciones. La decoración era una mezcla abigarrada de objetos y muebles ingleses, vieneses, italianos, árabes y franceses: un jarrón de Lalique por aquí, una tetera de plata repujada por allá, un trumeau inglés de principios de siglo, una caja de madera taraceada con incrustaciones de nácar, un juego de vasos árabes, unas sillas de madera curvada en volutas alrededor de un antiguo velador sobre el que se veía un tablero de ajedrez con figurillas de marfil… Pero lo que más llamó mi atención fueron los cuadros colgados en las paredes del salón. Al descubrir mi interés, Butros Boswell se puso a mi lado y me explicó, no sin cierta dosis de orgullo, la identidad de todos aquellos personajes.

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