– ¿Dónde va a dormir usted esta noche, doctora? -me preguntó a bocajarro.
– Pues… -vacilé-. No lo había pensado. ¿Dónde dormirá usted?
– ¿El profesor tiene habitaciones suficientes para los tres?
– Si. Tiene dos habitaciones y tres camas.
– Aquí, en el Patriarcado, también hay sitio. Quieren saber qué vamos a hacer.
– ¿Necesitamos ordenadores o alguna otra cosa para preparar la prueba?
– ¿Es que el profesor no tiene? -preguntó Glauser-Róist, muy sorprendido, entendiendo al revés mi pregunta.
– Sí, tiene uno en su despacho, pero no sé si estará conectado a la red.
– ¡Sí lo está! -gritó Casanova, que, al parecer, seguía punto por punto nuestra conversación-. ¡Tengo conexión a Internet y acceso a la base de datos del museo!
– Dice que sí tiene, capitán -repetí.
– Pues decida usted, doctora. -Y me pareció percibir un cierto tono de desconfianza en su voz. Supongo que se sentía inseguro.
– Véngase, capitán. Aquí estaremos más cómodos. ¿Cuál es la dirección de esta casa, Farag? -pregunté a mi príncipe sin corona a través de la puerta.
– ¡El 33 de Moharrem Bey, último piso!
– Ya lo ha oído, capitán.
– Dentro de media hora estaré ahí -dijo, y colgó sin despedirse.
Afortunadamente, el repartidor del restaurante Mercure llegó antes que la Roca, así que arreglamos la mesa con rapidez para seguir haciendo creer al capitán que la habíamos preparado nosotros.
– ¿No prefieres llamar a la hermana Sarolli antes de que llegue Kaspar? -me preguntó Farag mientras sacábamos de la cocina los vasos y la copas. No se me ocurrió qué decir, así que me mantuve callada. Pero él insistió-. Ottavia, ¿no vas a llamar a la hermana Sarolli?
– ¡Pues no lo sé, Farag! ¡No lo tengo claro! -exploté.
– Pero ¿qué dices? -se sorprendió-. ¿Me he perdido algo?
Si le explicaba el motivo, seguramente se reiría de mi. No dejaba de ser ridículo sentir aquellos celos absurdos, pero es que tampoco tenía claro que fueran celos. En realidad, se trataba más de un agravio comparativo: mientras que yo no tenía a nadie en mi pasado y era como un piso a estrenar, él coleccionaba un surtido variado de ex amantes y parecía una habitación de hotel con derecho a cocina. Por muchas vueltas que le diera y por más balances que hiciera, yo salía perdiendo.
Algo debió notarme en la cara porque, dejando sobre la mesa lo que llevaba, se acercó a mí y me rodeó los hombros con sus brazos.
– ¿Qué pasa, Basileia? ¿Vamos a empezar ya a tener secretos?
– ¡De eso se trata! -clamé, extendiendo un dedo acusador hacia el grupo de fotografías de viajes-. ¿Has estado casado? Porque, si es así… -dejé la amenaza en el aire.
– No he estado casado nunca -balbuceó-. ¿A qué viene esto?
Continué señalando acusadoramente las fotografías, pero, para mi desesperación e incredulidad, él seguía sin comprender.
– ¡Dios mío, Farag! ¿Es que no lo entiendes? ¡Ha habido demasiadas mujeres en tu vida!
– ¡Ah, bueno! -suspiró-. ¡No sabía que te referías a eso! -Entonces, reaccionó-. ¡Pero, vamos a ver, Ottavia! No esperarías en serio que me hubiera mantenido virgen hasta los treinta y nueve años. -Fue tan amable de añadir uno para igualarse conmigo.
– ¿Por qué no? ¡Yo lo he hecho!
Si esperaba unas excusas o que me rebatiera con aquello de que yo era monja, me quedé con las ganas, porque todo lo que hizo fue tirarse en el sofá, cuan largo era, riéndose a carcajadas como un loco. Cuando vi que no se le pasaba el ataque y que tenía la cara congestionada y totalmente mojada de lágrimas, cogí mi orgullo herido y me fui con él hacia la habitación donde estaba mi equipaje. Pero no pude llegar, porque, a grandes zancadas, el profesor Boswell me alcanzó por el pasillo y me acorraló contra la pared.
– No seas tonta, Basileia -dijo entre hipos, intentando todavía aguantarse la risa-. Sólo te lo diré una vez y espero que te quede claro: haz esa llamada a Italia, despídete de la hermana Sarolli y de la Venturosa Virgen María y borra de tu mente a todas las mujeres que haya podido haber en mi vida. No sentí por ninguna lo que siento por ti. Esta es la primera vez que estoy seguro de lo que siento y lo que siento es que te amo como no he amado a nadie antes. -Se inclinó despacito y me besó-. Mientras hablas con Sarolli, quitaré de en medio todas esas fotografías y las haré desaparecer, ¿vale?
– Vale.
– Entonces, vale -asintió cabeceando, rozando su nariz con la mía-. Tienes cinco segundos. Coge el maldito teléfono de una maldita vez.
– Ya hablas como Glauser-Róist.
– Creo que empiezo a comprenderle.
Continué mi camino hacia la habitación bajo la inquisitiva mirada de Farag. Prefería hablar desde allí, a solas y tranquilamente, antes que tenerle pegado a mí como una sombra, pendiente de mis palabras. Cuando escuchaba ya la señal de comunicación con la casa central de mi Orden en Roma, oí también el timbre de la puerta. El capitán acababa de llegar y Butros subió poco después.
Fue una conversación bastante difícil la que mantuve con la hermana Giulia Sarolli. Utilizó el mismo tono despectivo que cuando me anunció que había sido desterrada a Irlanda, lejos de mi comunidad y de mi familia. Por más que insistía, no conseguía que me explicara cuáles eran los pasos que tenía que dar para dejar la Orden. Se obcecaba en repetirme, una y otra vez, que la parte jurídica del asunto no era importante, que lo único que importaba era el espíritu, la donación que yo había hecho de mi vida.
– Esa donación, hermana Salina -me decía-, es una donación de amor, de un amor que trata de superar los propios egoísmos abriéndose a los demás. Para eso está la vida en comunidad, y el ideal al que todas las hermanas aspiramos es a poder decir como San Pablo «tengo libertad para hacer esto o aquello pero también tengo libertad para no hacer lo que yo quiera sino lo que los demás esperan de mí». ¿Lo comprende?
– Lo comprendo, hermana Sarolli, pero le he dado muchas vueltas y estoy segura de que no podría volver a ser feliz si continuase con la vida religiosa.
– ¡Pero esa vida consiste en seguir a Cristo! -Giulia Sarolli no podía entender que yo renunciara voluntariamente a tan alta meta y hablaba como si cualquier otra opción no fuera digna de tenerse en consideración-. Usted fue llamada por Dios, ¿cómo puede hacer oídos sordos a la voz de Nuestro Señor?
– No se trata de eso, hermana. Comprendo que sea difícil de entender, pero las cosas no son siempre tan sencillas.
– No se habrá enamorado de un hombre, ¿verdad? -preguntó con voz tétrica, después de unos segundos de silencio.
– Me temo que sí.
El silencio persistió algunos segundos más.
– Usted hizo unos votos -recalcó acusadoramente.
– No los he incumplido, hermana. Por eso quiero que usted me explique qué debo hacer exactamente para reintegrarme en la vida seglar.
Pero tampoco esta vez hubo suerte. Sarolli no entendía, o no quería entender, que cuando ciertas cosas llegan a su fin, no hay camino de retorno. Así que siguió intentando convencerme de que debía recapacitar un poco más antes de adoptar una decisión tan grave. Sabía que aquella conversación telefónica sería larga, pero no sospeché que tanto.
– Debe confiar en que Dios la sigue llamando -me repetía.
– Escuche, hermana -le dije, molesta y cansada-. Dios, seguramente, me sigue llamando, pero yo la estoy llamando a usted desde Egipto y usted tampoco me responde, así que estamos en las mismas. Por favor, ¡dígame de una vez qué debo hacer para dejar la Orden!
La subdirectora enmudeció, pero debió darse cuenta de que, puesto que no había nada que hacer, ya era hora de quitarme de en medio:
Читать дальше