Alrededor de las cinco de la tarde, el comandante de la nave anunció por los altavoces que estábamos a punto de aterrizar en el aeropuerto Al Nouzha. El tiempo era soleado y la temperatura alcanzaba los treinta grados en las pistas.
– ¡Ya estamos en casa! -exclamó Farag alborozado.
No hubo manera de mantenerlo en el asiento mientras tomabamos tierra, y eso que la pobre Paola se lo suplicó cien veces. Pero él quería ver su ciudad, quería llegar antes que el avión y por nada del mundo hubiera consentido que alguien se lo impidiera.
Ni en mis más extraños sueños hubiera imaginado que Alejandría se convertiría en un lugar especial porque terminaría enamorándome de un hombre de allí. Por supuesto, había leído a Lawrence Durrelí y a Konstantinos Kavafis y sabía, como cualquiera, algunas curiosidades sobre la ciudad fundada por Alejandro Magno en el año 332 antes de nuestra era: había oído hablar de su famosa Biblioteca, que llegó a albergar más de medio millón de volúmenes sobre todos los ámbitos del conocimiento humano; también de su Faro, que fue una de las Siete Maravillas del Mundo y que guiaba a los cientos de mercantes que entraban en su puerto, el más grande de la Antigüedad clásica; sabía que, durante siglos, había sido, no sólo la capital de Egipto y del Mediterráneo, sino también la capital literaria y científica más importante del mundo, y que sus palacios, mansiones y templos eran admirados por su elegancia y riqueza. Fue en Alejandría donde Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra, donde Euclides sistematizó la geometría y donde Galeno escribió sus obras de medicina, y fue asimismo en Alejandría donde se amaron Marco Antonio y Cleopatra. El propio Farag Boswell era un claro ejemplo de lo que había sido Alejandría hasta no hacía demasiado tiempo: descendiente de ingleses, judíos, coptos e italianos, acumulaba una mezcla de culturas y de rasgos que le conferían, al menos para mí, una condición única y maravillosa.
– ¿Vamos a tener comité de bienvenida, capitán? -pregunté a la Roca, que se había pasado un buen rato hablando desde el teléfono del avión.
– Por supuesto, doctora. Nos recogerá un vehículo del Patriarcado greco-ortodoxo de Alejandría, en cuya sede nos reuniremos con el Patriarca, Petros VII, con Su Beatitud Stephanos II Ghattas y con Su Santidad el Papa Shenouda III, líder de la Iglesia copto-ortodoxa. Está confirmada también la presencia de nuestro viejo amigo el arzobispo Damianos, abad de Santa Catalina del Sinaí.
– Esto empieza a parecer una fiesta… -gruñí-. ¿Sabe una cosa, capitán? Jamás hubiera creído que existiera tal cantidad de Papas, Santidades y Beatitudes. En este momento mi cabeza es un revoltijo de Santos Pontífices.
– ¡Y los que no va a conocer, doctora! -replicó con ironía, cruzando las piernas-. Para los ortodoxos todos los apóstoles eran iguales y tenían la misma autoridad a la hora de gobernar a su grey.
– Lo sé, pero me resulta difícil equipararlos al Papa de Roma porque, como católica, he sido educada en la creencia de que sólo hay un sucesor legítimo de Pedro.
– Hace mucho tiempo que aprendí que todo es relativo -me explicó en uno de esos raros arranques suyos de confianza-. Todo es relativo, todo es temporal y todo es mutable. Quizá por eso busco la estabilidad.
– ¿Usted? -me sorprendí.
– ¿Qué le pasa, doctora? ¿No puede creer que alguien como yo sea humano? No soy tan malo como le dijo su hermano Pierantonio.
Enmudecí porque me había pillado con las manos en el tarro de las galletas.
– Siempre hay una explicación para lo que hacemos y para lo que somos -prosiguió-. Y, si no, mírese usted misma.
– ¿También sabe lo de mi familia? -musité, bajando la cabeza, e inmediatamente me di cuenta de que no quería hablar de aquello con nadie y mucho menos con Glauser-Róist.
– ¡Naturalmente! -dijo soltando una de sus también raras carcajadas-. Ya lo sabía cuando la conocí a usted en el despacho de Monseñor Tournier. Como también sabía que era hermana de Pierantonio Salina, el Custodio de Tierra Santa. Ese es mi trabajo, ¿recuerda? Yo lo sé todo y lo vigilo todo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio y me tocó a mí. No me gusta, no me gusta nada, pero ya estoy acostumbrado. No es usted la única que va a dar un giro a su vida. Algún día, yo también me marcharé y viviré tranquilo en una pequeña casa de madera junto al lago Leman, dedicándome a lo que de verdad me gusta: cuidar la tierra, probar nuevos cultivos y sistemas de producción. ¿Sabe que estudié ingeniería agrícola en la Universidad de Zurich antes de convertirme en militar y guardia suizo? Esa era mi verdadera vocación, pero mi familia tenía otros planes para mí y no siempre es fácil escapar a lo que te inculcan desde pequeño.
Permanecí en silencio unos minutos, mirando por la ventanilla y pensando en las palabras del capitán.
– ¿Por qué creemos que vivimos nuestras vidas -dije, al fin-, cuando son nuestras vidas las que nos viven a nosotros?
– Eso es cierto-repuso, arreglándose el mugriento remate del pantalón-. Pero siempre tenemos la oportunidad de cambiar. Usted ya lo está haciendo y yo también lo haré, se lo aseguro. Nunca es tarde para nada. Voy a confesarle un secreto, doctora, y espero que sepa mantenerlo: éste va a ser mi último trabajo para el Vaticano.
Le miré y le sonreí. Acabábamos de sellar un pacto de amistad. Cruzamos las calles de Alejandría dentro del coche del Patriarca Petros VII, una limusina negra de fabricación italiana, con Farag absolutamente silencioso en el asiento delantero, mirando sin cesar a su alrededor. Yo me sentía un poco triste porque pensaba que estar allí, en Alejandría, de alguna manera le alejaba de mí, así que empecé a tomarle manía a la ciudad.
El vehículo circulaba por unas grandes y modernas avenidas, colapsadas de tráfico, que pasaban junto a playas interminables de arena dorada. En realidad, la Alejandría que contemplaba tenía poco que ver con la que había imaginado en mi mente. ¿Dónde estaban los palacios y los templos? ¿Dónde Marco Antonio y Cleopatra? ¿Dónde el anciano poeta Kavafis que recorría Alejandría al caer la tarde apoyado en su bastón? Podría haberme encontrado en Nueva York si no fuera por los ropajes árabes de las gentes que paseaban por las aceras.
Cuando abandonamos las playas y nos adentramos en el corazón de la ciudad, el caos del tráfico aumentó hasta lo indecible. En una calle estrecha, de una sola dirección, nuestro vehículo quedó atrapado entre la fila de coches que nos seguía y una incomprensible fila que venía de frente. Farag y el chófer cruzaron algunas frases en árabe y este último, abriendo la portezuela, salió y empezó a gritar. Supongo que la idea era que los que venían en dirección contraria retrocedieran para dejarnos avanzar, pero, en lugar de eso, dio comienzo una violenta discusión entre los conductores. Por supuesto, no había un solo guardia urbano en varios kilómetros a la redonda.
Pasado algún tiempo, Farag abandonó también el vehículo, habló con nuestro chófer y volvió. Pero, en lugar de regresar a su asiento, se dirigió al maletero, lo abrió y sacó su maleta y la mía.
– Vamos, Ottavia -me dijo asomando la cara por la ventanilla-. Mi padre vive a dos calles de aquí.
– ¡Un momento! -dejó escapar el capitán con cara de pocos amigos-. ¡Suba al coche, profesor! ¡Nos están esperando!
– Le esperan a usted, Kaspar -dijo Farag abriendo mi puerta-. ¡Todas estas reuniones con los Patriarcas son estúpidas! Cuando termine, llámeme a mi móvil. Aquí, en Egipto, vuelve a estar activo, y el vicario de Su Beatitud Stephanos, Monseñor Kolta, tiene mi número y el de mi padre. ¡Vamos, Basileia!
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