Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¡Se puede saber por qué demonios nos ha hecho recorrer tres cuartas partes de la gruta! -bramaba, indignado-. ¡Estábamos casi al lado de Zéfiro cuando le encontramos! ¿No recuerda que Dante decía que había que ir hacia la derecha?

– ¡Cállese! -le replicó Glauser-Róist, autoritario-. ¡Eso es lo que hice!

– ¿Está loco? ¿No ve que hemos caminado en el sentido de las agujas del reloj? ¿No distingue la derecha de la izquierda?

– ¡Por favor! -exclamé, viendo que los ánimos estaban realmente alterados-. ¡Hemos salido y estamos bien! ¡Por favor!

– ¡Escuche, profesor Boswell! -tronó la Roca -. ¿Qué decía Dante? Decía que había que llevar siempre por fuera la derecha.

– ¡La derecha, Kaspar! ¡La derecha, no la izquierda! ¿Aún no lo comprende?

– ¡La derecha por fuera, profesor! ¡El que no lo comprende es usted!

Fruncí el ceño. ¿La derecha por fuera? En ese caso, tenía la razón la Roca. Dante y Virgilio avanzaban por la cornisa de una montaña y su derecha daba, obviamente, al precipicio, al vacío. Pero nosotros caminábamos pegados a una pared, de modo que nuestra derecha era el centro de la gruta, nuestro lado libre era el interior, no el exterior como en el caso de Dante. De todos modos, habíamos llegado a Zéfiro, aunque por el otro lado habríamos tardado menos.

– ¡Por el otro lado no habríamos llegado nunca, doctora!

– Pero ¿qué tontería está diciendo? -me sublevé.

– ¡Veo que ambos han olvidado a Trascias y Argestes, que eran, casualmente, los dos últimos vientos que había que atravesar antes de llegar a Zéfiro por el otro lado!

El silencio se hizo en aquel corredor abovedado, pues ni Farag ni yo fuimos capaces de contradecirle. El capitán nos había salvado de una buena o, en el mejor de los casos, de andar y desandar inútilmente un camino agotador. Jamás hubiéramos podido cruzar Trascias y Argestes, los vientos que descargaban enormes andanadas de granizo.

– ¿Lo comprenden ya o tengo que volver a explicárselo?

Tenía razón. Tenía toda la razón del mundo, y así se lo dije. Farag no tuvo reparos en pedirle disculpas en todas las lenguas que conocía, y, de hecho, empezó por el copto y luego siguió con el griego, el latín, el árabe, el turco, el hebreo, el francés, el inglés y el italiano. Al final, acabamos riéndonos y la tensión se disolvió. La Roca era un héroe y se lo dijimos.

– Déjense de tonterías y avancemos por este agujero.

– ¿Por qué tengo que ir yo siempre delante? -refunfuñé de nuevo, harta de tal honor.

– Doctora, por favor…

– Ottavia…

Y ya no hubo nada más que hablar, naturalmente.

A gatas, sujetando mi linterna entre dos botones de la blusa, inicié la marcha, lamentando de nuevo haberme puesto falda aquel día. Me pareció revivir el mal rato del túnel de las catacumbas de Santa Lucía, cuando llevaba, como ahora, a Farag detrás, y me prometí a mí misma que, si salíamos de allí, las tiraría todas a la basura sin contemplaciones.

La verdad es que me costaba gatear, que no podía con mi alma, y por eso me alegré infinitamente cuando un suave aroma a resma me llegó hasta la nariz.

– Creo que vamos a tener suerte -dije-. Esta vez nos libramos del golpe.

– ¿Qué dices, Basileia?

– Que nos duermen. ¿No hueles a resma?

– No.

– Bueno, no importa. De todos modos, me despido. Te veré cuando nos despertemos.

– Basileia…

Yo ya empezaba a notar un leve sopor y me encantaba.

– ¿Sí?

– Lo que te dije en el maratón era mentira.

– ¿Lo que me dijiste en el maratón?

Ahí estaba el humo blanco, el bendito humo blanco que, como un buen somnífero, me iba a proporcionar unas maravillosas horas de sueño reparador. Me detuve y me tumbé en el suelo. Que los staurofílakes hicieran lo que quisiesen con mi cuerpo, me daba exactamente lo mismo; yo sólo deseaba dormir.

– Sí, aquello de que si te ponías en pie y corrías hasta Atenas conmigo, no insistiría nunca más.

Sonreí. Era el hombre más romántico del mundo. Me hubiera gustado volverme. Pero no, mejor dormir. Además, la Roca estaba escuchándolo todo.

– ¿Era mentira? -La sonrisa subió también a mis ojos, ahora entornados por el sueño.

– Totalmente mentira. Tenía que avisarte. ¿Te parece mal?

– ¡Oh, no! Me parece muy bien. Estoy de acuerdo contigo.

– Vale, pues luego te veo -murmuró-. Kaspar, ¿usted también se duerme?

– No -masculló con voz amodorrada-. Su conversación es muy interesante.

¡Dios mío!, pensé. Y me adormecí.

6

Los gritos de unos niños que jugaban me despertaron. El sol de mediodía caía sobre mí como un chorro de luz. Parpadeé, tosí y me incorporé lanzando gemidos. Estaba tendida boca abajo sobre una alfombra de maleza. El olor era insoportable, un olor a basuras acumuladas durante años y fermentadas por el calor de Oriente. Los niños seguían chillando y diciendo palabras en turco, pero su sonido se alejaba de mí como si ellos o yo nos estuviéramos desplazando.

Conseguí sentarme sobre la hierba y abrí los ojos. Me encontraba en un patio en el que se veían restos de mampostería bizantina mezclados con cúmulos de basuras sobre los que sobrevolaban nubes de moscas azules tan grandes como elefantes. A mi izquierda, un taller de coches de aspecto más bien siniestro emitía ruidos de sierra mecánica y de soplete. Me sentía sucia. Sucia y descalza.

Frente a mí, Farag y el capitán permanecían echados sobre el suelo con la cara hundida en la hierba. Sonreí al ver a Farag, y me dio un tonto vuelco el estómago.

– ¿Así que era mentira? -musité acercándome a él y mirandole sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Le aparté las mechas de pelo de la frente y me entretuve observando las pequeñas rayas que tenía marcadas en la piel. Eran las huellas del tiempo que no había pasado conmigo, esos treinta y tantos años largos en los que, incomprensiblemente, había tenido una vida propia lejos de mí. Había vivido, soñado, trabajado, respirado, reído e, incluso, amado, sin sospechar que, al final del camino, yo le estaba esperando. Tampoco yo lo sabía, desde luego. Pero ahí estábamos, y no dejaba de resultar milagroso que alguien como Farag Boswell se hubiera fijado en alguien como yo, que ni en sueños poseía ese atractivo físico que a él le sobraba por todas partes. Desde luego, la belleza física no lo era todo pero, en fin, algo tenía que ver, y aunque eso era algo que jamás me había preocupado, en ese momento hubiera deseado ser guapa y atractiva para que, al despertar, se quedara totalmente deslumbrado.

Suspiré y, luego, me reí bajito. No era cuestión de pedir más milagros. Habría que conformarse. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Nadie me veía, así que me incliné muy despacio para, antes de que se despertara, darle un pequeño beso en aquellas lineas de la frente.

– Doctora… ¿Se encuentra bien, doctora Salina? ¿Y el profesor Boswell?

Me llevé el susto más grande de mi vida. Con el corazón latiéndome a mil por hora y la cara encendida, me incorporé como si tuviera un muelle en la espalda.

– ¿Capitán? ¿Está usted bien? -le pregunté, alejándome de Farag, que seguía dormido.

– ¿Dónde estamos?

– Eso quisiera saber yo.

– Hay que despertar al profesor. Él habla turco.

Se apoyó en las manos e inició el gesto de una flexión para levantar el cuerpo, pero un rictus de dolor le paralizó a medio camino.

– ¿Dónde demonios nos han marcado esta vez? -rezongó.

¡La escarificación! Inconscientemente me llevé la mano a la espalda por encima del hombro, a las cervicales, y sólo entonces sentí las familiares punzadas.

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