Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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Di un rodeo para situarme a los pies del féretro y vi, esculpido, un medallón con la misma figura imperial, a caballo, escoltada por otras dos figuras mucho más pequeñas que portaban coronas, palmas y escudos. Incrédula, observé que la cabeza de aquel emperador aparecía rodeada por el nimbo de los santos y que los escudos llevaban tallado en su interior el Monograma de Constantino. Sin poderme creer la absurda idea que estaba empezando a brotar en mi cerebro, continué con el rodeo para colocarme frente al otro gran lateral. La escena allí descrita era la de un Cristo Pantocrátor sentado en su trono ante el cual el mencionado monarca hacía proskinesis, es decir, llevaba a cabo el acto tradicional de homenaje a los emperadores bizantinos que consistía en arrodillarse y tocar el suelo con la frente extendiendo las manos en ademán de súplica. De nuevo la figura tenía la cabeza nimbada y los rasgos de su cara eran los mismos que en las dos escenas anteriores, así que estaba claro que todas representaban al mismo emperador y que los restos de ese emperador estaban contenidos en aquella cápsula de piedra.

– ¡Caramba, esto es increíble! -dijo en ese momento la voz de Farag a mi espalda y, luego, soltó un largo silbido de admiración-. Ottavia, ¿a que no sabes quién es este viejo Hércules alado con cara de mal genio?

– ¿Qué dices, Farag? -repuse, molesta, volviéndome hacia él. Sobre la boca de uno de los bothros, el Hércules del que hablaba Farag se empeñaba en lanzar soplidos por la boca mientras sujetaba a una joven doncella entre los brazos.

– ¡Es Bóreas! ¿No lo reconoces? La personificación del frío viento del norte. Mira cómo sopla a través de la caracola y cómo la nieve cubre sus cabellos.

– ¿Por qué estás tan seguro? -le increpé acercándome, pero obtuve la respuesta al leer la cartela que había debajo de la figura: «Boreas»-. Vale, no me lo digas, ya lo sé.

– Y aquel de allí enfrente es Noto, seguro -dijo mientras se apresuraba a comprobarlo-. En efecto, Noto, el viento cálido y lluvioso del sur.

– O sea, que cada una de esas doce cavidades semicirculares tiene un viento en la parte superior -comentó la Roca sin moverse del sitio.

En efecto, allí estaban los doce hijos del temible Eolo, adorados en la Antigüedad como dioses por ser la manifestación más poderosa de la Natu raleza. Para los griegos, y no sólo para ellos, los vientos eran las divinidades que mudaban las estaciones favoreciendo la vida, las que formaban las nubes y provocaban las tempestades, las que movían los mares y enviaban las lluvias, y era cosa de ellas, además, que los rayos del sol calentaran la tierra o la quemaran. Pero, por si esto no era suficiente, tomaron conciencia de que el ser humano se extinguía si el viento no entraba en su cuerpo a través de la respiración, de modo que de estos dioses dependía enteramente la vida.

Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, podía verse, en primer lugar, al viejo Bóreas en toda su rudeza, tal y como lo había descrito Farag; a continuación a Helespontio -simbolizado por una tormenta-; luego a Afeliotes -un campo lleno de frutas y grano-; al benéfico Euro -«el viento bueno» del este, «el que fluye bien», que aparecía como un hombre de edad madura con una incipiente calvicie-; a Euronoto; a Noto -el viento del sur, presentado como un joven cuyas alas goteaban rocío-; a Libanoto; a Libs -un adolescente imberbe de hinchados carrillos que portaba un aphlaston [46]-; al joven Zéfiro, el viento del oeste, quien, junto con su amante, la ninfa Cloris, derramaba flores sobre su negro hothros; a Argestes -mostrado como una estrella-; a Trascias, coronado de nubes; y, por último, al horrible Aparctias, con su cara barbuda y su ceño fruncido. Entre estos dos, se hallaba la boca condenada de la caverna por la que habíamos llegado hasta allí. Los cuatro vientos cardinales, Bóreas, Euro, Noto y Zéfiro, estaban representados por las figuras más grandes y acabadas; los demás, por figuras menores y de inferior calidad. La belleza de las imágenes, de nuevo de factura bizantina, era comparable a la de los relieves del suelo de la Cloaca Máxima, aquellos que hablaban de la soberbia. Sin duda el artista había sido el mismo y era una pena que su nombre no hubiera quedado registrado para la historia, pues su trabajo estaba a la altura de los mejores. Era posible, incluso -aunque eso habría que estudiarlo-, que sólo hubiera trabajado para la hermandad, lo que confería un valor exclusivo y añadido a su obra.

– ¿Y el sarcófago? -preguntó de pronto Glauser-Róist, abandonando el examen de los vientos.

– Es impresionante, ¿verdad? -murmuré, acercándome-. Las dimensiones son descomunales. Observe, capitán, que la lauda queda a la altura de su cabeza.

– Pero ¿quién está enterrado dentro?

– No estoy segura. Necesito examinar el altorrelieve del lateral superior.

Farag se aproximó también a la mole de pórfido, observándola con curiosidad. Yo me dirigí hacia la cabecera para contemplar el último de los grabados antes de atreverme a aventurar la delirante hipótesis que tenía en la cabeza. Pero todas mis dudas se vinieron abajo en cuanto reconocí el perfil clásico que aparecía delicadamente tallado en el lauraton de la roca púrpura: rodeado por una corona de laurel, podía distinguirse el mismo rostro de ojos elevados y cuello de toro que aparecía en los solidus, la pieza de oro conocida actualmente entre los historiadores como el dólar medieval, la poderosa moneda creada en el siglo IV por el emperador Constantino el Grande.

– ¡No es posible! -gritó Farag, haciéndome dar un brinco-. ¡Ottavia no vas a creerte lo que pone aquí!

Busqué inútilmente a Farag con la mirada, intentando localizar el origen de su voz, pero no lo conseguí hasta que su siguiente grito, justo encima de mí, me hizo levantar la cabeza. Allá arriba, a cuatro patas sobre la lauda del sarcófago, estaba el mismísimo profesor Boswell, con los ojos abiertos de par en par y un rictus de estupor en la cara.

– ¡Ottavia, te juro que no me vas a creer! -seguía gritando-. ¡Te juro que no me vas a creer pero es cierto, Ottavia!

– ¡Deje de decir tonterías, profesor! -vibró la voz del capitán a mi derecha-. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?

Pero Farag siguió ignorándole y mirándome a mí con cara de loco.

– ¡Basileia, te lo aseguro, es increíble! ¿Sabes lo que pone aquí encima? ¿Sabes lo que pone?

Mi corazón se disparó al oír que, de nuevo, me llamaba Basileia.

– Si no me lo dices -vacilé, tragando saliva-, dudo que pueda adivinarlo, aunque tengo una ligera sospecha.

– ¡No, no, no la tienes! ¡Imposible! ¡Ni en un millón de años averiguarías el nombre del muerto que está aquí dentro!

– ¿Cuánto te apuestas? -le dije, burlona.

– ¡Lo que quieras! -exclamó muy convencido-. ¡Pero no subas mucho la oferta porque vas a perder!

– El emperador Constantino el Grande -afirmé-, hijo de la emperatriz Santa Helena, la que descubrió la Vera Cruz.

Su cara reflejó una sorpresa mayúscula. Se quedó en suspenso unos segundos y luego balbució:

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Por las escenas grabadas en el pórfido. Una de ellas exhibe la cara del emperador.

– ¡Menos mal que no apostamos nada!

Según Farag, en la lauda, además del Crismón del emperador, había una sencilla inscripción que rezaba Konstantinos enesti, es decir, «Constantino está aquí». Aquel era el descubrimiento más grande de la historia, el hallazgo más importante de cuantos se habían producido en los últimos siglos. En algún momento, entre el año 1000 y el 1400, la tumba de Constantino se perdió para siempre bajo el polvo de las sandalias de los cruzados, los persas o los árabes. Sin embargo, nosotros, ahora, nos encontrábamos junto al sarcófago del primer emperador cristiano, del fundador de Constantinopla, y esto venía a demostrar, una vez más, que los staurofílakes estuvieron siempre dispuestos a salvar cualquier cosa que tuviera que ver con la Vera Cruz. En cuanto esta dichosa alegoría del Purgatorio estuviera resuelta y tras terminar, como pensaba, con mis muchos años de trabajo en el Archivo Secreto, me encerraría en la casa irlandesa de Connaught y prepararía una serie de artículos sobre la Verdadera Cruz, los staurofílakes, Dante Alighieri, Santa Helena y Constantino el Grande, y daría a conocer al mundo entero el emplazamiento de los importantes restos del emperador. No albergaba la menor duda de que ganaría todos los premios académicos conocidos y eso me ayudaría mucho a restañar mi vanidad, herida tras dejar el todopoderoso Vaticano.

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