Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– No parece que te asuste la diabetes, Farag -bromeé.

– Ni la diabetes, ni el sobrepeso, ni la hipertensión arterial -articuló con dificultad, engullendo un gran pedazo de konafa-. ¡Echaba de menos la buena comida!

– Alejandría ostenta el terrible privilegio… -empezó a recitar tétricamente la Roca, y el padre de Farag, escuchándole, se quedó con los ojos muy abiertos y el bocado a medio masticar-… de ser conocida por practicar perversamente el pecado de la gula.

– ¿Qué ha dicho usted, capitán Glauser-Róist? -preguntó, incrédulo, después de tragar su baklaoua con la ayuda de un rápido sorbo de cerveza.

– Tranquilo, papá -sonrió Farag-. Kaspar no está loco. Sólo ha gastado una broma de las suyas.

Pero no, no era una broma. También a mí, no sé por qué, me habían venido a la cabeza las palabras del mensaje de los Catones sobre aquella ciudad y su culpa.

– Tengo entendido -dijo de pronto la Roca, cambiando de tema-, que en los paises árabes, el acceso a Internet está restringido. ¿En Egipto también?

Butros plegó meticulosamente su servilleta y la dejó sobre la mesa antes de responder (Farag seguía comiendo konafa).

– Ese es un tema muy serio, capitán -anunció, con la frente fruncida por profundas arrugas de preocupación-. Que sepamos, aquí en Egipto no padecemos restricciones como en Arabia Saudí e Irán, paises que filtran y restringen los accesos de sus ciudadanos a miles de páginas de la red. Arabia Saudí, por ejemplo, tiene un centro de alta tecnología en las afueras de Riad desde donde controla todas las páginas visitadas por sus ciudadanos [58]y, diariamente, bloquea cientos de nuevas direcciones que, según el gobierno, van contra la religión, contra la moral y contra la familia real saudí. Aunque peor es el caso de Irak y Siria, donde Internet está completameiite prohibido.

– Pero tú, ¿por qué te preocupas, papá? Apenas sabes manejar el ordenador y en Egipto no tenemos esos problemas.

Butros miró a su hijo como si no lo conociera.

– Un gobierno no puede espiar a su propio pueblo, hijo, ni actuar como carcelero o censor de la opinión y la libertad de su gente. Y mucho menos puede hacerlo una religión, sea la que sea. El infierno del que hablan los libros no está en la otra vida, Farag; está aquí, a este lado, y lo forjan tanto los hombres que se dicen intérpretes de la palabra de Dios, como los gobiernos que restringen las libertades de sus ciudadanos. Piensa en lo que fue nuestra ciudad y piensa en lo que es ahora, y recuerda a tu hermano Juhanna, a Zoe y al pequeño Simón.

– No me olvido de ellos, papá.

– Busca un país donde puedas ser libre, hijo mío -siguió diciendo Butros, dirigiéndose a Farag como si ni el capitán ni yo estuviéramos delante-. Busca ese país y vete de Alejandría.

– ¡Pero qué estás diciendo, papá! -Farag había puesto las dos manos sobre la mesa y tenía los nudillos blancos por la fuerza que hacía contra la madera.

– ¡Vete de Alejandría, Farag! Si te quedases aquí yo no podría vivir tranquilo. ¡Márchate! Deja tu trabajo en el museo y cierra esta casa. Y no te preocupes por mí -se apresuró a decir, mirándome a mí y sonriendo con divertida malicia-. En cuanto encontréis ese lugar, venderé esta casa y compraré otra allá donde estéis.

– ¿Dejaría usted Alejandría, Butros? -le pregunté, sonriendo a mi vez.

– Las muertes de mi hijo Juhanna y de mi nieto sellaron mi ruptura con esta ciudad. -Su gesto amable apenas lograba ocultar el intenso dolor que sentía-. Alejandría fue gloriosa durante miles de años. Hoy, para los no musulmanes, sólo es peligrosa. Ya no quedan judíos, ni griegos, ni europeos… Todos han huido y sólo vienen como turistas. ¿Por qué tendríamos que seguir nosotros aquí? -De nuevo miró a su hijo con amargura-. Prométeme que te irás, Farag.

– Lo había pensado, papá -admitió Farag, mirándome de reojo-. Pero me siento tan feliz desde que he vuelto que me cuesta mucho hacerte esa promesa.

Butros se volvió hacia mí.

– ¿Sabe que si Farag se quedara en Alejandría podría morir a manos de la Gema ’a al-Islamiyya, Ottavia?

Yo me mantuve en silencio. Quizá Butros estaba demasiado obsesionado, pero sus palabras calaron dentro de mí y se lo hice saber a Farag con la mirada.

– Está bien, papá -dijo él, al fin, resignadamente-. Tienes mí palabra. No volveré a Alejandría.

– Busca un buen país, hijo, y un buen trabajo. Yo me encargaré de tus cosas.

Después de esta última frase, nos quedamos todos callados. Jamás hubiera imaginado que se pudiera vivir con tanto miedo y pensé con tristeza en la gente de Sicilia amenazada por familias como la de Doria y la mía. ¿Por qué el mundo podía ser un lugar tan horrible? ¿Por qué Dios permitía que pasaran estas cosas? Había estado metida en una campana de cristal y ya era hora de enfrentarme a la realidad.

– ¿Qué les parece si trabajamos un poco? -propuso la Roca, dejando su servilleta sobre la mesa.

Sacudí la cabeza como quien despierta de un sueño y le miré sorprendida.

– ¿Trabajar?

– Si, doctora, trabajar. Son… -miró su reloj de pulsera-, las once de la noche. Aún podemos aprovechar un par de horas. ¿Qué le parece, profesor?

Farag reaccionó con la misma torpeza que yo.

– ¡Bien, bien, Kaspar! -asintió titubeante-. Supongo que no tendremos ningún problema para acceder a la base de datos del museo. Espero que no hayan borrado mis claves de usuario.

Entre los cuatro recogimos la mesa y dejamos la cocina arreglada en un momento. Luego, como no era probable que tuviéramos ocasión de volver a verle antes de irnos, Butros se despidió de su hijo y de mí con unos fuertes y cariñosos abrazos y estrechó con afecto la mano que le tendió el capitán.

– Lleven mucho cuidado -nos pidió mientras bajaba el primer tramo de escalera.

– No te preocupes, papá.

Farag ocupó su sillón de trabajo en el despacho y encendió el ordenador, mientras la Roca quitaba una pila de revistas de encima de una silla y la acercaba hasta la máquina. Yo, que no tenía ninguna gana de acordarme de los staurofílakes, me puse a curiosear los libros de las estanterías.

– Muy bien, aquí estamos -oí que decía Farag-. «Introduzca su nombre de usuario.» Kenneth -reveló en voz alta-. «Introduzca su clave de acceso.» Oxirrinco. Fantástico, las ha aceptado. Estamos dentro -anunció.

– ¿Puede buscar imágenes?

– No, en realidad no. Pero puedo buscar textos concretos y acceder a las imágenes relacionadas. Buscaré «serpiente barbuda».

– ¿En qué idioma haces las búsquedas? -le pregunté sin volverme.

– En árabe y en inglés -me explicó-, pero suelo usar el inglés porque me resulta más cómodo con este teclado en caracteres latinos. Tengo otro en árabe dentro de aquella vitrina -la señaló con el dedo-, pero no lo uso casi nunca.

– ¿Puedo verlo?

– Por supuesto.

Mientras ellos se lanzaban a la caza y captura de serpientes barbudas, yo saqué de un rincón el teclado en árabe. Nunca había visto una cosa tan extraña y me hizo muchísima gracia. Era, naturalmente, igual que los nuestros, pero en lugar del alfabeto latino, presentaba los caracteres árabes en las teclas.

– ¿De verdad sabes escribir con esto?

– Sí. No es tan complicado. Lo más difícil es cambiar la configuración del ordenador y de los programas, por eso trabajo siempre en inglés.

– ¿Qué dice ahí, profesor? -inquirió la Roca sin quitar los ojos del monitor.

– ¿Dónde? A ver… Ah, sí, esa es la colección de imágenes de serpientes barbudas que hay en el museo.

– Perfecto. Adelante.

Se enfrascaron en la contemplación de fotografías de reptiles y culebras esculpidas o pintadas en los objetos artísticos pertenecientes a los fondos del Museo Grecorromano. Después de bastante tiempo llegaron a la conclusión de que ninguna de aquellas imágenes guardaba relación con el dibujo de los staurofílakes, así que empezaron de nuevo.

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