Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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Farag, por ser egipcio, sólo tuvo que pagar cincuenta piastras. El funcionario no le reconoció, a pesar de que sólo hacía dos años que había estado trabajando allí, y él tampoco se dio a conocer. Glauser-Róist y yo, como extranjeros que éramos, abonamos doce libras egipcias cada uno.

Nada más penetrar en el interior de la casa, encontramos un agujero en el suelo por el que descendía una larga escalera de caracol excavada en la roca que dejaba un peligroso hueco en el centro. Iniciamos la bajada pisando cuidadosamente los peldaños.

– A finales del siglo II -nos explicó Farag-, cuando Kom el-Shoqafa era un cementerio muy activo, los cuerpos eran deslizados con cuerdas a través de esta abertura.

El primer tramo de aquella escalera desembocaba en una especie de vestíbulo con un suelo de piedra caliza perfectamente nivelado. Allí podían verse -mal, pues la iluminación era muy deficiente- dos bancos labrados en la pared y decorados con incrustaciones de conchas marinas. Este vestíbulo, a su vez, se abría a una gran rotonda en cuyo centro se habían tallado seis columnas con capiteles en forma de papiro. Por todas partes, como había dicho Farag, podían verse extraños relieves en los que la mezcla de motivos egipcios, griegos y romanos guardaba un parecido asombroso con las extrañas Monna Lisa de Duchamp, Warhol o Botero. Las salas para los banquetes funerarios eran tan numerosas que formaban un verdadero laberinto de galerías. Podía imaginar un día cualquiera en aquel lugar, allá por el siglo I de nuestra era, con todas aquellas cámaras llenas de familias y amigos, sentados sobre los cojines que colocaban en los asientos de piedra, celebrando, a la luz de las antorchas, festines en honor de sus muertos. ¡Qué mentalidad tan distinta la pagana de la cristiana!

– Al principio -siguió contándonos Farag-, estas catacumbas debieron pertenecer a una sola familia, pero, con el tiempo, seguramente las adquirió alguna corporación que las convirtió en un lugar de enterramiento masivo. Eso explicaría por qué hay tantas cámaras funerarias y tantas salas de banquetes.

A un lado podía verse una enorme grieta en la roca abierta por un derrumbamiento.

– Lo que hay al otro lado es el llamado Salón de Caracalla. En él se encontraron huesos humanos mezclados con huesos de caballos -pasó la palma de la mano por el borde de la brecha como si fuera el propietario de todo aquello, y siguió hablando-. En el año 215, el emperador Caracalla se encontraba en Alejandría y, sin motivo aparente, ordenó que se hiciera una leva de hombres jóvenes y fuertes. Después de pasar revista a las nuevas tropas, mandó que hombres y caballos fueran asesinados [60].

Desde la rotonda, un nuevo tramo de escalera de caracol descendía hasta el segundo nivel. Si en el primero la luz era insuficiente, en éste apenas podía vislumbrarse otra cosa que no fueran las espeluznantes siluetas de las estatuas, a tamaño natural, de los muertos. La Roca, sin pensárselo dos veces, sacó su linterna de la mochila y la encendió. Estábamos completamente solos; el tropel de turistas japoneses se había quedado arriba. En el nuevo vestíbulo, dos enormes pilares, coronados por capiteles con decoración de papiros y lotos, flanqueaban un friso en el que se veían dos halcones escoltando un sol alado. Talladas en la pared, dos figuras fantasmagóricas, un hombre y una mujer también de tamaño natural, nos observaban con sus ojos vacíos. El cuerpo del hombre era idéntico al de las figuras del Egipto antiguo: hierático y con dos pies izquierdos; su cabeza, sin embargo, era de factura griega helenística, con un rostro muy bello y sumamente expresivo. La mujer, por su parte, lucía un rebuscado peinado romano sobre otro impasible cuerpo egipcio.

– Creemos que eran los ocupantes de aquellos dos nichos -indicó Farag, señalando las profundidades de un largo pasillo. El tamaño de las cámaras mortuorias era impresionante y sorprendían por su lujo y su peculiar decoración. Al lado de una puerta vimos un dios Anubis, con cabeza de chacal, y, al otro, un dios-cocodrilo -Sabek, dios del Nilo-, ambos ataviados con lorigas de legionario romano, espadas cortas, lanzas y escudos. Encontramos el medallón con la cabeza de Medusa en el interior de una cámara que contenía tres gigantescos sarcófagos, y también la vara de Dionisos, tallada en el lateral de uno de ellos. Alrededor de esta cámara circulaba un pasadizo lleno de nichos, cada uno de los cuales, según nos dijo Farag, tenía espacio para albergar hasta tres momias.

– Pero no estarán todavía ahí dentro, ¿verdad? -pregunté con aprensión.

– No, Basileia. Casi todos los nichos fueron despojados de su contenido antes de 1900. Ya sabes que en Europa, hasta bien entrado el siglo XIX, el polvo de momia se consideraba un medicamento excelente para todo tipo de males y se pagaba a precio de oro.

– Luego no es cierto que no hubiera otra entrada además de la principal -comentó la Roca.

– Jamás ha sido encontrada -repuso, molesto, Farag.

– Si por un afortunado derrumbamiento -insistió la Roca- encontraron el Salón de Caracalla, ¿por qué no puede haber otras cámaras sin descubrir?

– ¡Aquí hay algo! -dije, mirando un recodo en la pared. Acababa de descubrir a nuestra famosa serpiente barbuda.

– Bueno, ya sólo falta el kerykeion [61]de Hermes -dijo Farag, aproximándose.

– El caduceo, ¿verdad? -preguntó el capitán-. Me recuerda más a los médicos y a las farmacias que a los mensajeros.

– Porque Asclepio, el dios griego de la medicina, llevaba una vara similar aunque con una única serpiente. Una confusión ha llevado a los médicos a adoptar el símbolo de Hermes.

– Vamos a tener que bajar al tercer nivel -dije encaminándome hacia la escalera de caracol-, porque me temo que aquí no vamos a encontrar más.

– El tercer nivel está cerrado, Basileia. Las galerías están inundadas. Cuando yo trabajaba aquí ya nos resultaba muy difícil estudiar ese último piso.

– ¿A qué estamos esperando, pues? -manifestó la Roca, siguiéndome.

La escalera para bajar hasta lo más profundo de las catacumbas de Kom el-Shoqafa estaba, efectivamente, cerrada por una cadenita de la que colgaba un cartel metálico prohibiendo el paso en árabe y en inglés, de modo que el capitán, valiente explorador ajeno a todo convencionalismo, la arrancó de la pared e inició el descenso con los gruñidos de Farag Boswell como música de fondo. Sobre nuestras cabezas, una avanzadilla del grupo japonés se había animado a bajar al segundo nivel.

En un momento dado, cuando aún no había pisado el último escalón, noté que había metido el pie en un charco de liquido templado.

– El que avisa no es traidor -se burló Farag.

La antesala de aquel piso era bastante más grande que los dos vestíbulos superiores y, en ella, el agua nos llegaba hasta la cintura. Empecé a pensar que quizá Farag tenía razón.

– ¿Saben de qué me estoy acordando? -pregunté en tono de broma.

– Seguro que de lo mismo que yo -repuso él rápidamente- ¿No es como haber vuelto a la cisterna de Constantinopla?

– En realidad, no era eso -repliqué-. Estaba pensado que, esta vez, no hemos leído el texto del sexto círculo de Dante.

– No lo habrán leído ustedes -me espetó despectivamente Glauser-Róist-, porque yo sí lo hice.

Casanova y yo nos miramos con gesto culpable.

– Pues cuéntenos algo, Kaspar, para que sepamos de qué va esto.

– La prueba del sexto círculo es mucho más sencilla que las anteriores -comenzó a explicarnos la Roca mientras nos adentrábamos por las galerías. Había un intenso hedor a descomposición y el agua era tan turbia como en el tanque de Constantinopla, pero, afortunadamente, en esta ocasión su color blanquecino se debía a la piedra caliza y no al sudor de cientos de pies fervorosos-. Dante aprovecha la forma cónica de la montaña del Purgatorio para ir reduciendo las dimensiones de las cornisas y la magnitud de los castigos.

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