Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¡No lo haga, doctora! -me gritó Glauser-Róist. No sentí ningún dolor (tampoco lo había sentido cuando aquellos bichos me mordieron), pero, por más que estiré, no conseguí que me soltara. Su boca redonda era una ventosa y debía ejercer una succión muy fuerte-. Sólo se pueden quitar con fuego.

– ¿Qué dice? -me angustié; las lágrimas me rodaban por las mejillas de puro asco y desesperación-. ¡Nos quemaremos!

Pero la Roca ya se había subido sobre uno de los bancos y, estirándose todo lo largo que era, había cogido una antorcha. Le vi venir hacia mí con gesto decidido y una mirada fanática en los ojos que me hizo retroceder, espantada. Experimenté una incontenible arcada cuando, al chocar contra el muro, sentí que aplastaba una masa viscosa y elástica de gusanos que me succionaban la sangre por la espalda. No pude controlarme y vomité sobre aquellas preciosas alfombras, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de recuperarme, Glauser-Róist aplicaba la llama contra mi cuerpo y los animales empezaban a desprenderse como fruta madura. El problema era que me estaba quemando y el dolor era tan intenso que no podía resistirlo. Mis gritos se convirtieron en alaridos cuando la Roca aplicó la antorcha por segunda vez.

Mientras tanto, las sanguijuelas del cuerpo de Farag y del capitán seguían engordando. Se redondeaban e hinchaban por la cabeza, donde tenían la ventosa, pero la parte inferior, la cola, seguía fina y delgada como una lombriz. No sabía cuánta sangre podían tragar aquellos bichos pero, con la cantidad que se nos había pegado, debíamos estar perdiendo mucha.

– ¡Deje la antorcha, capitán! -gritó Farag de reprente, apareciendo por detrás de la Roca con una copa de alabastro en la mano-. ¡Voy a intentarlo con esto!

Metió los dedos en la copa y los sacó húmedos de un líquido que olía a vinagre, y, acto seguido, impregnó con él una de las sanguijuelas que yo tenía en el muslo. El animal se retorció como un demonio bajo el agua bendita y se soltó de mi piel.

– ¡En la mesa hay vino, vinagre y sal! ¡Mézclelo y rocíese como acabo de hacer con Ottavia!

Conforme Farag mojaba a los animalillos con aquel revulsivo, estos me abandonaban y caían inertes al suelo. Di gracias a Dios por aquella solución porque las zonas de mi cuerpo donde la Roca había aplicado la antorcha me dolían como si me hubieran clavado cuchillos. Pero, si las quemaduras dolían, ¿por qué no dolía la mordedura de las sanguijuelas? No sentía ningún dolor, no notaba su presencia, ni siquiera percibía que me estuvieran desangrando. Sólo me enfermaba la visión de nuestros cuerpos sembrados de lombrices negras.

Glauser-Róist, en lugar de aplicarse la mezcla él mismo, en cuanto la tuvo preparada se aproximó a Farag y le fue despegando, uno a uno, los gusanos que tenía en la espalda, unos gusanos que estaban ya tan gordos como ratas. Pero eran demasiados. El suelo estaba lleno de aquellos bichos que se estremecían pesadamente por la gran cantidad de sangre que habían ingerido y, sin embargo, no parecía que su número disminuyera sobre nuestra piel. Cuando uno de ellos se desprendía, en el centro de la marca enrojecida que dejaba la ventosa se veían tres cortes en forma de estrella (idéntica a la de la marca Mercedes Benz) de los cuales seguía manando la sangre en abundancia; o sea, que, además de succionar, también mordían y disponían para ello de tres afiladas hileras de dientes.

– Sería mejor la antorcha, profesor -comentó la Roca -. Tengo entendido que la mordedura de la sanguijuela sangra durante mucho tiempo. El fuego lo impediría. Además, recuerde el sexto circulo de Dante: el ángel que indicaba la salida era rojo y llameante.

– No, Kaspar, créame. Conozco a estos bichos. He visto sanguijuelas desde que era pequeño. Hay muchas en Alejandría, tanto en la playa como en las riberas del Mareotis [62], y no hay manera de cortar la hemorragia. Su saliva lleva un anestésico muy fuerte y un potente anticoagulante. La herida sangra unas doce horas -Farag tenía el ceño fruncido y estaba concentrado mientras hablaba, arrancándome un gusano detrás de otro-. Tendríamos que provocarnos unas quemaduras muy profundas para atajar la sangría y, además, ¿íbamos a cauterizarnos todo el cuerpo…? Lo único que podemos hacer es quitarnos de encima a estos bichos cuanto antes porque pueden tragar hasta diez veces su peso.

Yo tenía mucha sed. De repente sentía la boca seca y no podía dejar de mirar el agua y el karkadé que había sobre la mesa. El capitán, que conservaba aún las cincuenta o sesenta sanguijuelas que le habían mordido en la cisterna, se acercó inseguro hasta las copas y, cogiéndolas con pulso tembloroso, nos entregó una a Farag y otra a mí. Luego, bebió también del agua como un camello sediento, incapaz de controlarse. Farag eliminó el último de los gusanos que había en mi cuerpo y empezó a socorrer a Glauser-Róist, que, blanco como el papel, se tambaleaba sobre sus piernas igual que un borracho. Me apoyé, mareada, contra el suave tapiz de la pared y noté enseguida como se empapaba y se volvía pringoso. Hubiera dado cualquier cosa por poder beber más, pero la misma deshidratación y la terrible debilidad que me inmovilizaba no me lo permitieron. Incontables hilillos de sangre fluían de mis heridas en forma de estrella. Era un fluir imparable, que formaba charquitos dentro de mis zapatos y alrededor de ellos, en el suelo.

– ¡Bebe, Ottavia! -escuché decir a Farag desde muy lejos-. ¡Bebe, amor mío, bebe!

Su voz era casi inaudible pero en los labios noté de nuevo el borde de una copa. Me zumbaban los oídos; oía las notas interminables de cientos de ocarinas. Recuerdo haber entreabierto los ojos justo antes de caer inconsciente al suelo: el capitán, lleno de gusanos, yacía desvanecido junto a uno de los bancos de piedra, y Farag, frente a mí, estaba pálido y ojeroso, con las mejillas y los ojos hundidos, y su imagen anhelante y borrosa fue mi último recuerdo.

Estuvimos muy débiles durante una semana. Los hombres que nos cuidaban se esforzaban por hacernos beber mucho líquido y comer unas gachas que sabían a puré de verduras. Aún así, nos costó bastante recuperarnos de aquella salvaje pérdida de sangre. Mis períodos de inconsciencia eran prolongados y recuerdo haber vivido largos delirios y extrañas alucinaciones en las que las cosas más absurdas eran lógicas y posibles. Cuando los hombres nos daban de comer o de beber, abría levemente los ojos y veía un techo de cañas a través de las cuales se filtraban los rayos del sol. No estaba segura de si aquella imagen era real o formaba parte de mis desvaríos pero, en cualquier caso, yo no era yo, así que daba igual.

El segundo o tercer día -no podría precisarlo-, me di cuenta de que estábamos en un barco. Las oscilaciones y el ruido del agua contra el casco, cerca de mi cabeza, dejaron de formar parte sólo de mis pesadillas. También por aquellos días recuerdo haber buscado a Farag con la mirada y haberlo encontrado junto a mí, desvanecido, pero no tenía fuerzas para incorporarme y aproximarme a él. En mis sueños le veía iluminado por una luz anaranjada y le oía decir con voz triste: «Vosotros, al menos, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida. Yo dormiré para siempre.» Estiraba mis brazos hacia él para cogerle, para pedirle que no me abandonara, que no se fuera, que volviera conmigo, pero él, sonriendo con nostalgia, me decía: «Durante bastante tiempo tuve miedo de la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? Los hermanos gemelos, Hipnos, el sueño, y Thánatos, la muerte, hijos de la Noche… ¿te acuerdas?» Su imagen se convertía entonces en el perfil borroso que había visto antes de desvanecerme en la sala de banquetes funerarios de Kom el-Shoqafa.

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