Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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– No vamos a bajar -su voz sonaba firme, aunque yo le notaba la tensión.

– Compréndelo, Bonaplata -repuso Artur, como lamentándose de que Oriol fuera tan incívico-. Es sólo por no ensuciar la iglesia.

No hay escape, me dije, mientras evaluaba la situación. Estaba asustada, mucho, no le veía salida a aquello. Las linternas formaban un cuadrilátero de luz de lados móviles conforme los matones enfocaban una u otra cosa. Y nuestras caras eran el blanco de la luz de Artur.

Pensé que el anticuario quería que bajáramos con sus esbirros y así no presenciar nuestra muerte. Quizá aún tuviera algo de conciencia…

Pero justo cuando yo creía que Artur iba a dar orden de que nos asesinaran allí mismo, se oyó un grito, procedía de la nave de la iglesia, era uno de los matones. Las luces fueron allí e iluminaron una escena terrible. Sin soltar su linterna ni la pistola, uno de aquellos hombres trataba de forcejear con alguien que le agarraba de la mandíbula, por atrás, y en un instante, al brillo de una hoja de acero, la sangre empezó a correr a borbotones por su cuello. Un disparo estalló como una bomba en el espacio cerrado; aquel tipo disparaba sin atinar, al vacío, a su propia muerte que revoloteaba por encima de su cabeza. Reconocí al atacante, su pelo blanco corto y el brillo de locura en sus ojos. Era Arnau d'Estopinyá y acababa de seccionarle la yugular al sicario que cayó al suelo desangrándose. ¡Dios!, pensé. Sabe degollar, como en el sueño de la playa. Pero había poco tiempo para el pensamiento, los otros dos empezaron a disparar sobre el viejo y noté cómo Oriol me soltaba la mano para lanzarse encima de uno de los matones intentando arrebatarle el arma. Vi cómo Artur buscaba algo en su chaqueta. Sería otra pistola; estaba en una buena posición y casi sin pensar, como si fuera un resorte, me salió un puntapié que acertó justo donde la bragueta del pantalón se une con el culo del mismo. ¡Zas! Igualito que en Tabarca. Soltó un alarido sujetándose, otra vez tarde, las partes lesionadas. Pensé que yo debía de sentir algún tipo de atracción freudiana hacia aquel lugar de la anatomía del anticuario. Arnau intentó coger la pistola de su víctima pero cayó, en la oscuridad, abatido a tiros a un par de metros de la linterna que ahora iluminaba el suelo. Oriol forcejeaba sujetando con las dos manos la pistola de su oponente que parecía tenerla bien agarrada; su linterna había caído sobre las baldosas.

– Escapa, Cristina -me gritó-. ¡Escapa ahora! -y pude ver, entre luz y penumbra, cómo su adversario le propinaba un cabezazo en la cara.

Dudé un instante. ¡No podía dejarle solo! Recordé el juramento templario que nos unía. Pero me di cuenta de que si yo lograba salir de allí, no se atreverían a matarle. Así, casi en la oscuridad, ya que sólo uno de los matones conservaba su linterna, me puse a correr hacia la puerta de la iglesia que da al claustro, con la esperanza de que a su vez, las dos rejas que dan a la calle Rivadeneyra estuvieran abiertas. Por allí entramos, pero cuando estaba ya por la mitad de la nave recordé que habíamos cerrado las verjas, que sólo dejamos abierta la puerta que comunicaba la iglesia con el claustro y que era Oriol quien tenía las llaves. ¿Por dónde habrían entrado ellos? ¿Por la sacristía, como hice yo la primera vez? Era tarde para volver atrás.

– Que no salga afuera -dijo Artur con voz enclenque, pero audible.

La luz del matón buscó mi cuerpo y el estampido de otro tiro retumbó en el recinto sagrado. La muerte venía por mí.

– ¡Deténgase o disparo! -gritó el hombre justo cuando había terminado de hacerlo.

Sentí el vello de mi nuca erizándose y noté por un instante mis piernas débiles, pero continué en mi huida hacia aquella ratonera en que se había convertido el claustro cerrado. Recordé a alguien, que presumía de saber del tema, diciendo que era muy difícil, aun para un tirador experto, acertar con un disparo de pistola a alguien en movimiento, incluso a pocos metros, en especial si cambiaba de trayectoria. Y que a pesar de lo que pretenden que creamos en las películas, dar en el blanco, en esos casos, es más cuestión de suerte que de habilidad. Me dije que las tinieblas de la iglesia estaban a mi favor y me repetí que mientras no me cogieran a mí continuaríamos los dos vivos. Pero ese pensamiento esperanzado duró sólo segundos. A pesar de la oscuridad de aquel extremo del templo, había logrado alcanzar la puerta, con una buena delantera frente a mi perseguidor, cuando al cruzar el pequeño vestíbulo de madera y salir al claustro me di de bruces con un hombre que de inmediato me sujetó. ¡Artur tenía a otro de sus secuaces apostado en las tinieblas!

Sentí entonces, superando incluso el miedo, una gran pena. ¡Qué final tan triste! Hice un intento desesperado de zafarme de mi captor, que me tapaba la boca con su mano, y entonces vi a más gente en las penumbras del claustro. Fue el momento en que el hombre que me sujetaba me dijo que me calmara, que estaba a salvo, que era de la policía.

Busqué el muro para apoyarme y me di cuenta de que estaba al lado de una de las ventanas que comunican el claustro con la sala capitular, la de los ritos templarios. Definitivamente, me tuve que sentar en el suelo.

Lo que ocurrió después pasó muy rápido. El pistolero que me perseguía cayó en los brazos del mismo agente, sólo que a éste se le unieron un montón de policías y un par de pistolas encañonando la cabeza del individuo.

De las tinieblas apareció también Alicia, junto al párroco. Era ella quien había avisado a la policía, que también trataba de entrar desde la Porta de l'Angel, a través de los patios traseros y desde el acceso de la calle de Santa Anna, que da a la plaza de Ramón Amadeu, donde se encuentran la entrada principal y la del claustro.

Parecía como si la persona al mando fuera la propia Alicia. Siempre me ha sorprendido la autoridad de esa mujer. El capitán al frente de la operación le pidió un par de veces que callara, pero todos, incluido él mismo, terminaban siguiendo sus instrucciones. Acertaba en cada momento con lo que había que hacer.

Oriol se encontraba magullado, la nariz sangrando, pero bien y nos unimos en un abrazo. El sicario que quedaba en la iglesia, al darse cuenta de la situación, tiró su arma lejos y a Artur jamás le pudieron encontrar una. Me desalienta pensar que quedó en libertad condicional y que sólo pasó la noche en comisaría. El juicio aún está pendiente de celebración.

Los cadáveres quedaron tal cual estaban, en el pasillo central del templo, poco antes del crucero. No se podían mover hasta la llegada del juez.

Allí estaba el cuerpo de Arnau d'Estopinyá, tendido boca abajo rodeado de su daga ensangrentada, la pistola que arrebató a su víctima y un teléfono móvil. No cuadraba con el viejo templario. Luego supe que se lo había dado Alicia para que le avisara en el caso de que nosotros tuviéramos problemas. Ella comentó que para Arnau aquella iglesia era como su casa y más de una noche la pasaba en penitencia, rezando de rodillas hasta que terminaba dormido en el suelo o en uno de los bancos.

No murió al instante. Le dio tiempo para pintar en el suelo, con su propia sangre, una cruz patriarcal, la de cuatro brazos, la misma que estaba presente en todos los lugares de la iglesia. La muerte le llegó besándola. No puedo evitarlo y siempre he identificado a ese hombre con el Arnau histórico; para mí eran la misma persona. Y para mí, lo leído por Luis en aquellos legajos donde aparentemente Enric escribió ese relato, inventado, oído, intuido o todo a la vez, continúa siendo la historia verdadera de Arnau, el poseído, el viejo, el nuevo, ambos, el mismo. Muchas veces me había atemorizado su mirada de loco, su aspecto facineroso, fanático, pero al verlo allí tendido, en un charco de su propia sangre, se me llenaron los ojos de lágrimas y se me hizo un nudo de emoción en el estómago. Era un inadaptado, alguien situado en el siglo equivocado, un tipo marginal, solitario y físicamente violento, pero consecuente con su locura, con su fe, con sus ideales. No dudó en morir por su creencia. Quizá salvarnos no era su prioridad, pero lo hizo, y no dudó en ofrecer su única posesión como Pobre Caballero de Cristo: la vida, para evitar que el último de los tesoros del Temple cayera en manos impías.

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