Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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– O quizá no fuera así -dije.

– Quizá no. Tal vez lo trajeran por vía terrestre desde el castillo de Miravet. Pero el resultado final sería el mismo.

– Bien, de acuerdo. El tesoro templario está en la iglesia de Santa Anna. ¿Y ahora qué hacemos?

Oriol se rascó la cabeza como pensando. Estábamos en plena Rambla de las Flores, y el fulgor, el colorido de aquella tarde de verano y de la pintoresca multitud nos abrigaba. Se detuvo frente a uno de los kioscos y tomando un buqué de florecillas variopintas me lo entregó sazonándolo con un beso en los labios. No por desear el beso intensamente dejó de sorprenderme, tras el desapego que Oriol había exhibido en los últimos días, pero recuperé al instante mis reflejos, echándole los brazos al cuello y uniéndome a él en un besuqueo apasionado.

– Habrá que buscarlo -me dijo una vez nos separamos del abrazo-. ¿No crees? -sonreía y vi la felicidad dentro de sus ojos azules rasgados.

– Habrá -afirmé.

Y cogidos de la mano vagamos Rambla abajo, hablando de esto y de lo otro, riendo por nada, quizá sólo por vivir, por aquel instante de felicidad. ¿Qué importa el tesoro? Me decía. ¿Pero qué tesoro? ¿De qué tesoro hablamos?

Disfrutamos de la tarde, de la ciudad, de la noche; y la madrugada nos encontró sentados, desnudos sobre la cama revuelta de Oriol, con la ventana abierta sobre una Barcelona nocturna, callada, mirando a las tablas que un par de lamparillas iluminaban.

Al cabo de un tiempo de silencio, sin respetar la profunda meditación en la que había caído Oriol, que parecía tratar de sacarles todos sus secretos a los cuadros a base de poder mental, quise resumir mis propias ideas en voz alta:

– Sabemos, pues, que el conjunto pictórico es como un plano de la iglesia -dije-. Ahora habrá que encontrar la ruta en el mapa.

– Sí -concedió pensativo.

– Tendremos que encontrar cualquier cosa infrecuente…

– La disposición del Niño Jesús sentado a la derecha de la Virgen -me cortó-. Ya te dije que no es nada usual. La gran mayoría de las vírgenes góticas de esa época en el reino de Aragón, tanto en pintura como en escultura, sostienen al Niño a la izquierda de su regazo, como para poderle atender con la mano derecha. Pero no en ésta.

– ¡Otra pista!

– Exacto. Además el Niño acostumbra a aparecer en distintas actividades, sosteniendo un libro, jugando con pájaros, ofreciendo una fruta a su madre. La más común es bendiciendo.

– Eso es lo que hace en mi tabla.

– ¡No! ¡Fíjate bien! No bendice. La bendición se da con los dedos índice y medio de la mano derecha levantados. Como en la tabla de la izquierda en la que Jesucristo sale del Santo Sepulcro.

– El Niño sólo eleva el índice.

– Exacto, no bendice, señala.

– Pero ¿a qué? Apunta hacia el cielo y ligeramente a su izquierda, nada en concreto -y añadí pensativa-: debe de representar la promesa del reino de los cielos al creyente…

– ¡Nada de eso! ¡Fíjate! ¡Lo acabo de ver!

Oriol rodó la tabla del Santo Sepulcro sobre unos goznes inexistentes cerrándola como hoja de ventana sobre la tabla principal.

– ¿Dónde está el dedo del Niño ahora?

Miré por el ángulo que formaban ese momento las dos tablas.

– Señala el interior de la tumba, del Santo Sepulcro.

– En el interior de una tumba, en la capilla de la izquierda del altar principal en la iglesia de Santa Anna en Barcelona -recitó Oriol-. ¡La capilla de los sepulturistas, la Dels perdons !

Me quedé pensando. Todo aquello parecía muy rebuscado, pero tenía lógica. Intenté recordar la iglesia.

– ¿Estás seguro de que el tesoro está allí? -pregunté al fin.

Oriol se encogió de hombros.

– Es la única alternativa que nos queda.

– ¿Y cómo lograremos que nos permitan excavar el suelo de la iglesia?

– Hablaré con mi madre -repuso Oriol-. Estoy seguro de que ella será capaz de convencer al párroco para que nos deje explorar esa capilla. Ella y la «cofradía» que preside son los principales benefactores de la iglesia. Y tú cancela definitivamente tu regreso. No me dejarás solo en esto… Recuerda, hicimos juramento de no abandonarnos.

¡Vaya pregunta retórica! ¿Dejarle solo? Incluso si la bendita iglesia estuviera a punto de desplomar sus arcos, vueltas, bóvedas, columnas, ménsulas, dovelas y demás piedras suspendidas en el aire sobre nuestras cabezas, abandonar la aventura era lo último que yo haría en ese momento.

CINCUENTA Y CUATRO

Aquellas noches maravillosas las pasamos en su habitación, descifrando los misterios del cuerpo y del espíritu del otro ya que los de las tablas habían dejado de ser excusa válida. En la mía quedaba aún un caos de maletas por hacer… o deshacer.

Y pudimos hablar, del primer beso, del mar, de nuestras cartas perdidas… y también de lo ocurrido en los últimos días. La odalisca que Oriol rechazó la noche de Sant Joan resultó ser, alumna suya en la universidad y dijo que por eso y por tenerme a mí como invitada, consideró poco elegante ir a retozar con ella al bosque. Susi, el travestido, a la salida del bar Pastis, acudía a una obra asistencial promovida por uno de los grupos de acción social al que pertenece Oriol y ubicada en una casa ocupada del distrito. Él le siguió la broma de hacer un trío porque le divertía ver mi expresión de susto. Riéndose me aseguró que los travestidos no le atraían sexualmente. Después se puso serio para decirme que de gustarle eso, tampoco iría con Susi; tenía sida y el objeto de la obra asistencial era ayudar a afectados por el virus sin recursos. Lo hacía en honor a su padre. Me escandalicé diciendo que cómo alguien así se prostituía, que era un peligro, que por qué no se evitaba. Oriol encogió los hombros, dijo que sí, que quizá tuviera yo razón pero que a pesar de tener «eso», Susi continuaba siendo una persona, con todos sus derechos, que era libre, que sufría, que necesitaba trabajar para comer y amor para vivir. Reconocí que todo eso era cierto. Pero no me convenció, cada uno es esclavo de sus miedos. Tampoco me satisfizo su explicación sobre la broma; me despaché a gusto con respecto a su pésimo sentido del humor.

Los días que transcurrieron preparando nuestra búsqueda en la iglesia fueron inolvidables. Disfrutamos de una Barcelona esplendorosa, del recién estrenado verano y del amor. Y era el amor lo que hacía lo demás maravilloso. Yo dejé de usar el teléfono, desconectándome por completo de los Estados Unidos. Antes hice una llamada al filo de lo imposible pidiendo, otra vez, más tiempo al bufete. Otra para advertir a Mike que lo nuestro había entrado en crisis y que le enviaba el anillo por un servicio de mensajeros. Fue una larga conversación en la que él no se dio por vencido.

Y al fin hablé con una María del Mar abatida, resignada a esos hados implacables de los que el simple mortal es incapaz de zafarse por mucho que luche, para decirle que no se preocupara, que lo estaba pasando estupendamente con Oriol y que no sufriera por no saber de mí durante unos días; yo estaría bien. Muy bien.

Visitábamos Santa Anna con frecuencia, escudriñando hasta el menor indicio.

– La iglesia posee una cripta -me dijo una mañana Oriol.

– ¿Una cripta? -inquirí-. ¿Una capilla subterránea?

– Sí, estoy seguro, tiene que tenerla. La primitiva iglesia de Santa Anna debió de construirse a mediados del siglo XI, transcurridos unos cincuenta años sólo desde que Almanzor arrasara Barcelona, llevándose todo lo de valor que había en la ciudad y miles de esclavos. Las correrías moriscas eran aún frecuentes y el temor de que el saqueo se repitiera, lógico. Lo normal es que esta iglesia, situada fuera de la protección de las murallas de la ciudad, tuviera no sólo muros que la defendieran sino un escondite para los objetos de culto y valor, en caso de asalto.

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