Pero, con esa capacidad que tenemos muchas mujeres de mantener dos conversaciones a la vez, mientras entretenía a Oriol en una controversia, que yo sabía de antemano estéril, iba lanzando miradas a las tablas preguntándome qué cosa rara podía ver en ellas.
– ¡Los arcos! -exclamé de repente.
Oriol me miró desconcertado. ¿Qué pintaban los arcos en el litigio entre intuición y método?
– Los arcos -repetí-, lo normal sería que los arcos de las capillas de la parte superior de las tablas laterales fueran iguales. ¿No crees? Eso es algo extraño.
– Sí, sí que lo es -me respondió tan pronto fue capaz de coger el hilo de la nueva conversación-. Y ese arco lobulado, el de la tabla derecha; me ha llamado la atención desde la primera vez que lo vi.
– ¿Tan extraño es?
– Sí que lo es, mucho… Creo que es el momento de volver a visitar la iglesia mayor de Santa Anna. Me acompañarás, ¿verdad?
Cerré mis ojos unos segundos tratando de fijar el momento de mi vida en el que me encontraba. Oriol y yo estábamos en su habitación contemplando las tablas, que supuestamente ocultaban las claves del tesoro, y al lado, en la mía, me aguardaba un revoltijo de prendas esparcidas, en proceso de ser colocadas en mis maletas, para ser enviadas, junto a una servidora, de vuelta a la gran manzana. Y justo ahora, Oriol me acababa de preguntar si mañana, el día de mi viaje de regreso, le acompañaría a desentrañar aquel misterio. ¿Y qué podía yo responder?
– Sí -dije.
Y al hacerlo me di cuenta de que, como diría mi madre, acababa de echar de nuevo mi futuro por la borda. Ni el reciente compromiso adquirido con mi bufete ni el viejo con Mike me reprimieron de pronunciar ese sí, quiero, que me casaba otra vez con la aventura. Pero ¿quién se podría resistir a algo semejante?
La mañana amaneció radiante, prometía ser uno de esos días de estío temprano, donde la brisa del Mediterráneo bendice Barcelona con aire transparente y temperatura benigna. El sol entraba por mi ventana y al desperezarme bajo su caricia recordé el amanecer troglodita la mañana de San Juan, la barahúnda, el baño y lo demás… No me importaría repetir. La ciudad zumbaba activa abajo, con los azules de mar y cielo como telón de fondo. Y arriba vi un avión brillante, que de pronto se me antojó negro moscardón, al recordarme Nueva York y «mis responsabilidades». Me sentía haciendo novillos. Habrá que disfrutar de ello, me dije corriendo hacia la ducha e imaginándome el desayuno con Oriol abajo en la rosaleda. Café humeante y aromático, cruasanes, tostadas, mantequilla, mermelada… y él; se me hacía la boca agua. Carpe diem , grité como coartada y antídoto contra remordimientos.
Entramos por el pórtico que se abre en el lado orientado al sur de la nave transversal, brazo corto de la cruz latina que forma la planta del edificio. Al contrario que en mis anteriores visitas, donde ni siquiera reparaba en los arcos, ahora éstos eran motivo de cuidada atención.
Nos situamos en el crucero, bajo el cimborrio, y de pronto resultó obvio que la iglesia sólo ofrece una alternativa que presente tres capillas alineadas tal como aparecían en las tablas: mirar hacia el ábside. En efecto; el presbiterio, en el centro, es mucho mayor que las capillas laterales, como en las tablas. A la izquierda se encuentra la capilla del Santo Sepulcro y a la derecha la capilla del Santísimo.
– Recuerda las tablas -me susurró Oriol-. Son tres y cada una, al uso de la época, luce un arco en la parte superior como si de un oratorio se tratara. La primera capilla, la de la izquierda, la de Jesucristo resucitando, presenta un arco de cañón, ligeramente apuntado, transición de románico a gótico. El arco no se asienta sobre ninguna ménsula, sino que descansa sobre el pilar sin mostrar discontinuidad.
– Igual que la capilla que aquí vemos a la izquierda -comenté excitada-. ¡Fíjate que coincide con la advocación! Santo Sepulcro en la pintura y Santo Sepulcro en el lugar correspondiente de la iglesia.
Oriol, afirmando sonriente con la cabeza, continuó:
– La tabla central posee otro arco semejante, pero se apoya en un pequeño reborde, y tiene encima un segundo arco aún más apuntado.
– ¡También coinciden!
– Y por fin, recuerda que la tabla de la derecha tiene un extraño arco, con un lóbulo central. Los arcos lobulados son corrientes en las tablas de la época, al estilo de las nuestras, pero tienen varios lóbulos, no uno solo como la allí pintada. ¿Y qué es lo que vemos aquí, a la derecha?
– La capilla del Santísimo, pero antes hay un par de bovedillas formadas por arcos rebajados, que descansan sobre unas ménsulas que a su vez se apoyan en las gruesas paredes laterales y en un muro central, más fino, que las separa.
– Pero si las quisieras dibujar de frente esas bovedillas aparecerían como arcos rebajados y el muro central como una columna. ¿No te parece?
– Cierto.
– Pues si le quitas la columna medianera tienes algo muy parecido en la iglesia y la tabla. Así pues, no se trataba de un arco con un solo lóbulo central sino el apoyo común de dos arcos rebajados en la misma ménsula. Además recuerda que, en la tabla, el palo mayor de la cruz coincide exactamente donde aquí está la columna. En realidad, representa este murete.
– ¿Será casualidad? -pregunté para provocarle.
– ¡No! ¡Diablos! -exclamó entusiasmado-. ¡Casualidad no! El pintor lo hizo a propósito. ¡Las tablas son como un mapa de este templo! Las capillas de la pintura reproducen las reales de la iglesia, mirando desde la nave al ábside. ¡Es aquí, Cristina!
Decidimos proveernos del mayor conocimiento posible sobre Santa Anna, era cuestión de analizar el detalle más insignificante. Dividimos el trabajo; yo buscaría información en fuentes modernas y él, dada su profesión, recurriría a documentos antiguos.
Hice acopio de cualquier escrito que mencionara aquel edificio y su historia, desde guías turísticas de la ciudad a sesudos volúmenes sobre arquitectura gótica catalana. Oriol, dada la vinculación de su familia con el templo, conocía ya mucho sobre él y me facilitó una joya: un libro de un respetable grosor sobre Santa Anna, recientemente publicado y de distribución muy limitada. Allí estaría todo lo que quisiéramos conocer. ¡Me iba a convertir en una autoridad sobre la iglesia!
La sonrisa irónica que mi amigo dedicó a mi arrebatada afirmación me sacudió en una mezcla de arrobo y ofensa. «Qué guapo está y qué pedante es», me dije.
Los siguientes días los dediqué a tiempo completo a leer y a visitar una y otra vez la iglesia, donde con cierta frecuencia podía encontrar a Arnau d'Estopinyá, que a veces ni respondía a mi saludo, otras lo hacía con un gruñido y jamás cedió a mis intentos de entablar una conversación de más de dos frases.
Aunque me tiente, no quiero aburrir con detalles de lo mucho leído sobre Santa Anna, pero su historia documentada parece empezar en el año 1141, a resultas del testamento del rey aragonés Alfonso I, que donó la totalidad de su reino a las órdenes militares del Temple, Hospital y Santo Sepulcro. En dicho año un tal canónigo Carfillius vino a negociar, por parte de los sepulturistas, con el heredero de la corona, por matrimonio, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, que pactó permutando bienes y prebendas con las tres órdenes para recuperar el reino.
Así que el Santo Sepulcro se encontró de la noche a la mañana con amplias posesiones en Cataluña y Aragón, entre las cuales estaba la iglesia extramuros de Santa Anna, sin duda anterior a ese momento y donde decidieron establecer el monasterio que continuó bajo la advocación de la santa y que no sólo llegó a tener posesiones en Cataluña, sino también en Mallorca y Valencia. En su agitada y turbulenta historia, pasó de unos primeros tiempos de esplendor y riqueza a siglos de decadencia, donde dejó de ser monasterio para convertirse en colegiata y al final parroquia. Sus cuantiosas posesiones se fueron vendiendo, incluidos los solares circundantes donde hoy se alzan los edificios que rodean los restos de aquel esplendor. La iglesia fue saqueada y clausurada en la invasión napoleónica, profanada por grupos armados y cerrada al público en 1873, durante la Primera República, e incendiada y expoliada en 1936, cuando la Segunda República. Fue entonces, tal como me había contado Artur, cuando la nueva iglesia fue dinamitada. Los únicos restos de aquel estilizado edificio neogótico que hoy podemos ver son unas paredes que limitan uno de los lados de la plaza de Ramón Amadeu.
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