– Y a vos también, querido amigo, cuidad de mis hijos y de los demás.
– Sí, señora.
Ella le abrazó y él correspondió al abrazo, pero Corba no pudo recuperar la maravillosa sensación sentida hacía unos instantes.
El viejo se alejó con lentitud hacia el edificio, del que salía una débil luz.
Jaime contempló a la hermosa mujer oriental que, sentada a una mesa, sonreía conversando, a pesar del volumen de la música, con una amiga. Las minifaldas mostraban generosas unas bonitas piernas. Parecían solas. Pero él no intentaría nada sin antes tomar su trago.
La música era en vivo. Un grupo de calidad tocaba una rumba mientras la concurrencia seguía el ritmo de una forma u otra. La gente danzaba en una pista repleta mientras la música caribeña sonaba más alta que de costumbre.
Una variopinta selección de gentes concurría en el lugar, y los latinos no parecían ser mayoría; sin duda la salsa estaba de moda.
Los ojos de Jaime se movían en acto reflejo hacia la concurrencia femenina. Era su instinto cazador. Hermosas latinas, orientales, alguna muy atractiva morenita y bastantes rubias y castañas. ¡Aquella rubia de espaldas! ¡Era Karen! ¿Que haría allí? Estaba hablando con un hombre. Jaime se abrió paso entre la gente acercándose a Karen mientras su corazón se aceleraba; se sentía traicionado. ¿No dijo que se quedaba en casa? Le tocó suavemente el hombro cuando llegó a su altura. Ella se giró. Ojos azules, el mismo tono rubio de pelo, casi el mismo peinado, pero no era ella.
– Lo siento mucho -le dijo experimentando, al contrario, un gran alivio-. Creía que era otra persona.
Algo debió de ver la rubia en su cara, puesto que soltó una carcajada.
– Espero que la otra sea guapa.
– Desde luego, tanto como tú -contestó Jaime, cortés.
– Muchas gracias; eres muy amable -repuso ella.
La rubia quería seguir la conversación y había dejado con toda tranquilidad a su acompañante con la palabra en la boca dándole la espalda como si no lo conociera. ¡Buena ocasión!, pensó Jaime. Está más dispuesta al juego de la caza de lo que lo estoy yo. Pero su corazón aún latía acelerado con el pensamiento de Karen. ¡Lo que ahora necesitaba era una maldita copa!
– ¿Has venido con ella? -continuó la chica.
– Sí -dijo Jaime mintiendo-. La estoy buscando.
– Buena suerte -dijo la rubia encogiéndose de hombros con un gesto ambiguo, y se giró hacia el otro hombre.
– Gracias. -Se despidió, abriéndose paso hacia la barra-. Maldita Karen -murmuró-, se me aparece como un fantasma.
Cuando el camarero le sirvió el cubalibre, oyó:
– Estás invitado, hermanito.
Allí estaba Ricardo, tras la barra, con su sonrisa de hermosos dientes y su negro bigote. Jaime se quedó helado; aquella sonrisa, aquella entonación al hablar. De pronto Ricardo le recordaba a alguien, a alguien que había visto aquella misma mañana. No aquí, sino en un lugar muy lejano y en un tiempo remoto. No podía ser, pensó, pero era. Hug de Mataplana. ¡Tonterías! Jaime rechazó de inmediato tan absurda idea. La experiencia de la mañana le había afectado más de lo que imaginaba. Empezaba a sufrir alucinaciones.
– Qué honor tenerte aquí. -Le saludó estrechándole ambas manos. Luego repentinamente interesado y con sonrisa maliciosa añadió-: ¿Trajiste a la rubia?
– Qué placer verte -respondió Jaime con rapidez-. ¿Qué ocurre contigo? ¿Te alegras de verme a mí o querías ver a la rubia?
Ricardo rió.
– Pues sí, era una mujer espléndida y me encantaría volverla a ver. Pero tal como la mirabas parecías muy interesado. ¿Qué pasa? ¿Ya la cambiaste por otra?
– No. He venido solo -respondió escueto. Aun con la confianza que lo unía a Ricardo, Jaime no deseaba iniciar una conversación sobre Karen. No era el momento. No quería.
– Llegaste al lugar indicado. -Ricardo sabía intuir y respetar la intimidad de sus amigos-. Tengo lo que necesitas. -La sonrisa le iluminaba la cara de nuevo.
– ¿Y cuántos grados tiene el tequila?
– Vamos, Jaime. Tú no necesitas tequila. Tú necesitas una buena vieja.
– Creo que tienes razón, pero ¿es que te dedicas ahora a la trata de blancas?
– Amarillas, morenitas y la que se me ponga enfrente. Pero lo mío no es por dinero. Me gusta ver felices a mis amigos. ¡Espérame ahí!
Ricardo salió de detrás de la barra; tenía el negocio bajo control y podía dedicar su tiempo al placer. Y para Ricardo el primer placer eran las mujeres; la música y los amigos competían en segundo lugar. Jaime se decía que Ricardo había encontrado finalmente un negocio donde el trabajo le traía el placer a casa.
Cogió a Jaime por el hombro y le dijo con tono de gran confidencialidad:
– Hay una mejicanita nacida aquí pero con todo el sabor de Guadalajara para ti. Es muy cachonda. La amiga con la que va siempre está con un gringo. Quiero que la conozcas. Si te aplicas y le gustas, vas a ver lo que es bueno. Tiene un cuerpo y un ritmo para que te baile. Espero que no me hagas quedar mal. Un amigo mío no puede fallar en eso. ¿Entendido?
Jaime se encogió de hombros; era obvio que Ricardo tenía conocimiento de primera mano de lo que hablaba. No le importaba que lo tuviera. En su época bohemia habían intercambiado amigas mas de una vez, e incluso comparaban notas.
– O sea, que me vas a usar para promocionar el negocio, ¿eh? Aquí viene Jaime a explotar la dinamita que los demás no pudieron encender porque tenían la mecha corta. -Jaime sonreía con malicia mientras miraba a Ricardo con sorna-. No te preocupes. Estoy seguro de que, después de conocerme, no perderás a la cliente.
– Pinche cabrón -repuso Ricardo con una carcajada.
Karen sintió frío, pero no temor, y avanzó decidida hacia el otro extremo de la plazuela. Luego, tanteando las paredes, las estrechas callejuelas la llevaron a las defensas exteriores de la aldea. Llegando al muro del noroeste palpó la pared y miró a las estrellas encima de ella. Aún era de noche, pero lo sería por poco tiempo.
Empezó a escalar el muro lentamente y con cuidado. Oyó desde arriba que gritaban:
– ¡Alto! ¿Quién es? -Era un guardián.
Sonrió y bendijo a los que resistían hasta el final.
– Soy yo, Corba -le dijo con voz firme.
– Buenas noches, señora.
– ¿Frío?
– Mucho, señora.
– Que el Dios bueno os bendiga, soldado.
Continuó subiendo por la escalera, que ahora giraba, apoyada contra el muro orientado al este; la hoguera que los sitiadores mantenían pegada a la muralla se encontraba al otro lado.
– ¡Señora, vigilad no exponeros a la luz! ¡Los arqueros están al acecho!
– Gracias.
Al llegar a la parte alta de la fortificación Karen avanzó cubriéndose tras los parapetos para no ser vista desde el exterior. Llegando a un tramo descubierto lo cruzó con rapidez; las llamas no llegaban a aquella altura, pero sí se notaba el calor al cruzar el hueco.
Se quedó en aquel lugar, cubierta por el parapeto de la muralla pero cerca de la abertura.
Pronto despuntaría el día. Las estrellas brillaban rutilantes en el cielo helado de la primera noche de marzo.
Sentándose en una piedra tallada miró desde allí su casa fortificada; a duras penas adivinaba su silueta al otro lado del recinto. Sus hijos, su esposo, su madre estaban allí. El Dios bueno los cuidaría.
Continuaba sintiendo la paz en su interior y recordó tiempos pasados mejores, cuando el rey de Aragón se rindió a su amor. Ella había sido la bella entre las bellas, la noble entre las nobles, la dama de un mayor encanto. Cantada por todos los trovadores, pretendida por los más nobles de Occitania, Borgoña, Gascuña, Provenza, Aragón y Cataluña. Sus ojos verdes embrujaban, su voz seducía. Corba la Hechicera la llamaban las envidiosas.
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