Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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– Interesadísimo. Mi corazón está empezando ya a curarse un poquito sólo de verte.

– Bien, pues ven conmigo a la pista. Me voy a dar el placer de tener dos galanes por un ratito -le dijo con un gracioso guiño-. Pero tú llevas un poco de ventaja.

Jaime la siguió hasta la pista pensando que Marta sabía jugar bien sus cartas. Ella le presentó a su acompañante y sin dar más explicaciones se puso a bailar. Con ritmo y provocativa, Marta evolucionaba entre los dos hombres, y sentir que tenía que competir por ella hizo que el deseo creciera en Jaime.

Luego de varias piezas empezó a sonar un bolero, y justo al identificar la música el rival de Jaime pidió el baile a Marta. Ésta se excusó diciéndole que Jaime le había solicitado el primer lento justo al entrar en la pista y cogió a Jaime para bailar.

– Espero que después de lo que le he contado a ese muchacho, sabrás bailar el bolero.

– Por favor, ¿no has notado mi acento cubano al hablar? ¡Mi abuelo inventó el bolero!

Marta rió alegremente, y ambos se concentraron en bailar.

Al cabo de un rato Jaime invitó a la chica a tomar una bebida en la barra. Hablaron. Ella era americana de primera generación y había prosperado; máster en ciencias económicas, trabajaba para un importante banco del sur de California. Hacía tiempo que se había independizado de su familia y del barrio, y vivía sola en su propio apartamento. Eso no les gustaba a sus viejos, aunque se sentían orgullosos de su hija. Pero la vida la había puesto en una situación en la que no tenía que depender de sus padres ni de ningún hombre, y ella disfrutaba de su libertad. Ricardo tenía razón hasta el momento. Era una mujer estupenda, y la emoción de la caza le estaba haciendo olvidar a Jaime la experiencia de aquella mañana.

Sobre las tres Marta miró el reloj, y Jaime le preguntó si deseaba irse. Ella dijo que sí, y Jaime la miró a los ojos con una leve sonrisa y preguntó:

– ¿Tu casa o la mía?

– La tuya -dijo Marta, y un pequeño escalofrío de placer anticipado recorrió el cuerpo de él.

Salieron a la transparente noche. Él la cogió por la cintura; ella hizo lo mismo y anduvieron hasta el coche en silencio, viendo el brillo de las luces.

De pronto a Jaime le pareció ver algo extraño, pero familiar en la oscuridad. Era como un destello azul, ¿quizá verde?, de unos ojos femeninos que le reclamaban desde la noche profunda. Veía los ojos y oía unas palabras que no entendía, pero que le llamaban. Algo fuera de su control ocurría en su interior.

Tenía a su lado una hembra como pocas tuvo antes. Y la deseaba. Pero algo lo atraía hacia otra mujer. Era una obsesión.

«Como mariposa a la llama», le avisó su voz interna.

– Tonterías -murmuró.

– ¿Dices algo? -preguntó Marta.

– ¡Oh! Nada, mi amor. Que estoy feliz de estar a tu lado -contestó Jaime abriéndole la puerta del coche.

DOMINGO

39

Cuando Jaime despertó, avanzada ya la mañana, en su cama, medio cubierta por una sábana dormía Marta; ambos estaban desnudos. Apartando las ropas contempló a su compañera.

De formas generosas pero sin exageración, Marta era un bello ejemplar de mujer. Otra vez Jaime comparaba. No pudo, a lo largo de la noche, quitar de su mente la imagen de Karen, hasta el punto de que en algún momento llegó a creer que era a ella a quien hacía el amor en el cuerpo de Marta. ¿Por qué?

Karen debía de ser bruja y él estaba embrujado. Las dos mujeres no se parecían en nada; Marta tendría casi la altura de Karen, aunque los miembros y curvas de Karen eran más estilizados. Una era de pelo rubio, la otra morena. Marta tenía la tez blanca con un ligero bronceado, Karen era más pálida. Una seducía con unos hermosos ojos oscuros almendrados, los otros eran de un azul intenso. El vello púbico de una era rubio y escaso, mientras que el de la otra formaba graciosos rizos negros. Con una hablaba en español, con la otra en inglés. Marta era más madura, más desinhibida en el sexo, tomando iniciativas que Jaime desconocía en Karen. Había sido una noche excelente, pero ¿qué era lo que estaba mal? Había traicionado a Karen. ¿Era eso lo que le dolía?

¿O era el obsesivo recuerdo de la experiencia del día anterior en el refugio secreto de los cátaros?

Cualquiera que fuera la causa, Jaime no experimentaba la satisfacción y el relajo que debía sentir luego de una noche de caza, en la que había cobrado una pieza tan hermosa como la que tenía en su cama. ¿Por qué?

Marta abrió los ojos. Miró a Jaime y, sonriendo, alcanzó la sábana para luego cubrirse pudorosa.

– Buenos días -saludó tapándose hasta la altura de la boca.

– Buenos días, Marta. ¿Cómo estás?

– Genial. ¿Y tú?

– Excelente. Ha sido una noche fabulosa.

– Bueno, me alegro. Misión cumplida. Ricardo me dejará volver al club.

– ¿No me dirás que lo has hecho por Ricardo? -preguntó Jaime escandalizado.

– No, tonto. Te conocí por él, pero luego yo escogí entre dos opciones y no me arrepiento de la elección.

– Menos mal.

– Bien -continuó Marta con una sonrisa burlona-. ¿Qué haces ahí de pie y en cueros? ¿Alguna exhibición de atributos por si no me enteré? Estuvo bien anoche, pero tampoco hay para tanto.

Jaime no esperaba la pulla. En realidad estaba tan concentrado en sus pensamientos que no se había dado cuenta de estar desnudo y en una posición exhibicionista. Rió con ganas.

– Decidía si ir a la ducha o a la cocina a preparar el desayuno.

– ¡A la ducha! -gritó Marta saltando alegremente de la cama. Jaime la persiguió.

En la ducha hicieron de nuevo el amor, bajo el agua, explorándose los cuerpos. Marta era imaginativa y una compañera alegre. Luego de secarse, fueron a la cocina, donde se vistieron sólo con los delantales. Jaime observó que el trasero de Marta no era elevado y respingón como el de Karen, pero era redondeado, contundente y tremendamente sexy.

Prepararon un abundante desayuno con aromáticas tostadas, huevos fritos, beicon y café. Todo estaba perfecto, pensó Jaime, pero ¿por qué se sentía inquieto? ¿Por qué no disfrutaba del momento y de la deliciosa mañana?

– Marta.

– Dime, Jaime.

– Hoy es el día que tengo para ver a mi hija y hemos quedado en comer juntos -mintió-. Espero que no te molestes si no te invito, pero tiene ocho años y es muy sensible a mis amistades femeninas.

Marta parecía desilusionada, pero sonrió.

– No importa -dijo-. Otro día será.

Cuando Jaime la dejó en su casa, ella le besó en los labios y se despidió.

– Llámame.

– Lo haré. Gracias por esta noche.

– Adiós, Jaime.

Pero los pensamientos de Jaime ya estaban en otro lugar y, olvidándose de la multa del día anterior, aceleró hacia donde su mente había pasado la noche. ¡Dios, por favor, que Karen esté en su apartamento!

El guarda de la puerta era desconocido para Jaime y con una desesperante parsimonia llamó por el telefonillo interior mientras Jaime agonizaba en la espera. ¿Habría salido?

Al fin le franqueó la barrera haciendo un gesto para que pasara y Jaime suspiró aliviado.

Al abrirle la puerta Karen vestía un viejo y cálido camisón; no dijo nada, se lo quedó mirando de arriba abajo y le tendió los brazos. Jaime la abrazó con fuerza, se sentía tan feliz que las lágrimas asomaron a sus ojos.

– Karen. Gracias por esperarme, amor mío.

Karen lo hizo pasar cerrando la puerta, y con el siguiente abrazo Jaime sintió que había llegado a casa. Al hogar. Ya no tenía más preguntas. Al menos no entonces. No quería más que disfrutar de aquel momento maravilloso.

Karen tampoco hizo preguntas. Sólo murmuró:

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