Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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A pesar de medir más de metro setenta y estar proporcionada en peso, la levantaron como a una pluma. El chico abrió la habitación con la tarjeta, y sin conectar las luces la empujaron hacia dentro. Linda tropezó, cayendo al suelo boca abajo. Al mirar hacia las ventanas vio una hermosa luna cuarto creciente que, en camino a su plenitud, lanzaba sus misteriosos rayos dentro de la habitación oscura. Las ventanas. Quizá su última posibilidad de escapar. Pero desde un quinto piso eso equivalía al suicidio. Y Linda quería vivir.

Al no poder escapar, sus mejores posibilidades de supervivencia estaban ahora en no enojar a aquellos individuos. Claro, se dijo, el tipo del hall había avisado al otro que ella subía. ¿Habría oído allí el número de su habitación? O lo sabían previamente. La respuesta era clave para saber si continuaría viva por la mañana.

Oyó un ruido como de goma a su espalda y se preguntó qué sería. Uno de los tipos se acercó a las ventanas, y después de correr los cortinajes el otro abrió las luces. A Linda le dolía la cara y se sentía desprotegida y vulnerable. El más joven puso la televisión y empezó a hacer zapping hasta encontrar algo que le satisfizo; eran las noticias de la CNN. Dejó el televisor a un volumen alto pero no tan excesivo como para que llamara la atención.

Linda oyó que a sus espaldas el otro abría un armario.

– ¿Te cuelgo la chaqueta? -preguntó.

– Sí, gracias.

Con toda tranquilidad y como si estuvieran en su propia habitación colgaron sus chaquetas. Luego tirándole de los cabellos la hicieron incorporar.

– Te has portado mal. Me has engañado dos veces. Y estoy a punto de enfadarme mucho. -Era el joven, que de pie frente a ella y a una distancia de veinte centímetros escasos de su cara le hablaba con su voz ronca y tono amenazante-. Quiero oír tu voz y quiero que me pidas perdón. Te voy a quitar la mordaza. Si chillas lo vas a pasar muy mal y luego te cortaré el cuello. ¿Me entiendes?

Linda afirmó con la cabeza.

– ¿Vas a chillar?

Hizo gesto de negación.

– ¿Me lo prometes?

Linda afirmó; no creía que aquel tipo bromeara. Sintió un fuerte tirón en los labios y las mejillas cuando el hombre le arrancó la cinta que le cubría la boca. Entonces se dio cuenta de que aquellos individuos se habían puesto unos guantes de goma como los de los cirujanos. No quieren dejar huellas, pensó. No parecía que hicieran aquello por primera vez.

– Bien, bonita, pídeme perdón. Dime: «Perdóname, Danny, no lo haré más.»

– ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué me hacéis esto?

– Primero pídele perdón -le dijo el otro cogiéndola de una mejilla en un pellizco-. Di: «Perdóname, Danny, no lo haré más.» Y díselo con tono cariñoso.

– Perdóname, Danny, no lo haré más.

– Buena chica. Paul, ¿qué quieres tú de esta monada? Díselo, no seas tímido. Cuéntale ahora lo que queremos.

Linda miró al otro hombre. Se había sentado en un sofá y los contemplaba con una sonrisa de satisfacción. De tez clara, aparentaba tener más de treinta años y era más grueso que el joven.

– Danny y yo somos ejecutivos como tú, tenemos que viajar y estar fuera de casa. Y nos hemos dicho: ¿Dejaremos que una preciosidad como ésa se aburra? ¡Tenerse que meter en la cama a las ¡hez de la noche! ¡Y solita! -El tipo disfrutaba-. Hemos pensado que te apetecería divertirte con nosotros un rato.

– Buena idea -convino Linda tratando de controlar algo de la situación-. Divirtámonos. Pero tener las manos atadas no me divierte nada. ¿Por qué no me soltáis y vamos a tomar unas copas por ahí? Invito yo. Nos divertiremos sin que vosotros os metáis en líos de los que luego os tengáis que arrepentir. ¿Qué os parece?

– ¡Qué buena idea! -dijo el grueso con tono burlón-. A mí me apetece. ¿Qué opinas, Danny?

– Sí, es una buena idea, pero hoy he llegado cansado de la oficina y me apetece quedarme en casa con mi mujercita. Y… hacerle el amor como se merece -añadió con una amplia sonrisa dirigiéndose a Linda-. ¿Qué te parece mi programa, cariño? ¿Te apetece hacer el amor conmigo esta noche?

– No en estas circunstancias. -Sospechaba que estaban jugando con ella, pero tenía que intentar reconducir la situación-. Desatadme, salgamos a tomar unas copas y seguro que luego también me apetece a mí.

– Lo siento, cariño -le respondió Danny poniéndole las manos en los pechos-. Mañana tengo que madrugar y será mejor que lo hagamos ahora.

Linda retrocedió un paso, pero él continuó acariciándole los pechos por encima del sujetador. Ella dio otro paso hacia atrás y le advirtió:

– Mira, Danny, lo que pretendes hacer es una violación, y te puedes pudrir en la cárcel por eso. Vamos a tomar una copa fuera, Eres un chico guapo y no necesitas meterte en líos para hacerle el amor a una chica. Luego lo hacemos con mi consentimiento, ¿de acuerdo?

– Mira, bonita -respondió ahora Danny con dureza-, ¿te crees que soy tonto? Claro que vamos a hacerlo con tu consentimiento. Y me demostrarás que eres una amante excelente, porque si no te corto el cuello. ¿Has entendido bien? Ahora te desnudaré, y tu colaborarás en todo si quieres salir viva de aquí. ¿Está claro?

– Sin darle tiempo a responder, el otro se levantó y le puso de nuevo la mordaza.

– No me fío de esta puta -dijo-. Es muy probable que muerda. Será menos divertido pero más seguro.

Danny empezó a desabrochar la blusa blanca que Linda llevaba bajo la chaqueta.

– Ahora me vas a demostrar lo bien que te portas, nenita -Luego, acariciándole la piel pasó las dos manos hacia atrás y le desabrochó el sujetador.

El contacto de la goma de los guantes era desagradable. Linda intentaba pensar. No podía hacer nada, salvo tratar de salvar la vida. El chico empezó a acariciarle los pechos y a morderle los pezones.

– No solamente eres guapa, sino que tienes unas tetas estupendas. ¡Qué ganas tengo de verte lo otro!

El hombre se sentó de nuevo en el sillón, acomodándose como quien va a ver un partido de béisbol. Danny tiró hacia atrás la chaqueta y la blusa sobre las manos que Linda tenía esposadas en la espalda, dejándola desnuda de cintura hacia arriba. Luego la empujó hacia atrás, y tropezando con el borde de la cama ella cayó de espaldas. Él encontró la cremallera lateral y bajándola le quitó la falda y las medias panty. Allí se detuvo y empezó a tocarle el cuerpo mordisqueándole de nuevo los senos. Después por encima de las braguitas le fue palpando el sexo. Linda le dejaba hacer sin oponer resistencia. Su objetivo era sobrevivir. La agarró de los brazos para incorporarla y le hizo dar dos o tres vueltas lentamente mientras la contemplaba a su gusto.

– Esto está pero que muy bien -murmuró satisfecho.

Luego la empujó otra vez a la cama.

Aquel sujeto se quitó la corbata y la camisa dejando al descubierto un ancho pecho de deportista, sin pelo. Linda lo pudo ver ahora con más detenimiento. Era guapo. No pudo evitar el pensamiento de que en otras circunstancias quizá le habría gustado hacer el amor con el muchacho. Él continuaba desnudándose. Los pantalones, los calzoncillos, y descubrió su sexo erguido. Se acercó a ella y quitándole los panties le abrió las piernas con las manos. Ella no opuso resistencia.

La penetró con los dedos diciéndole:

– Vamos, cariñito, debes mojarte un poquito más.

Se separó de ella, dejándola allí, abierta, y se puso un preservativo. Linda se sintió aliviada, preguntándose por qué aquella consideración; pero su temor volvió al pensar que lo que aquel tipo pretendía era evitar rastros genéticos en ella que pudieran servir de prueba. El hombre le apartó el vello y los labios con la mano y la penetró. Linda volvió la cara para evitar tenerla junto a la de él. Desde aquel lado veía al otro tipo, que puesto de pie y fumando un cigarrillo contemplaba interesado la acción. Cerró los ojos para no verlo. A pesar del lubricante del preservativo, el roce era doloroso. La tenía cogida por las nalgas y la sacudía con fuerza, pero por suerte parecía que Danny terminaría pronto. Y así fue; al cabo de pocos minutos aquel individuo terminó.

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