Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¿Y qué se supone que tenemos que ordenar? -pregunté, desconcertada.

– Ya hablaremos de eso luego -masculló Lao Jiang con tono de rabia contenida.

– Piénsenlo -concluyó el abad poniéndose en pie-. No tengan prisa. Hay veinticuatro posibilidades pero sólo admitiré una en una única ocasión. Pueden quedarse en Wudang todo el tiempo que quieran. Aquí estarán a salvo. Además, ha comenzado la época de lluvias y, en estas condiciones, resulta peligroso abandonar el monasterio.

Fuimos amablemente alojados en una vivienda con un pequeño patio interior lleno de flores alrededor del cual se distribuían las habitaciones. Lao Jiang ocupó la principal, Fernanda y yo la mediana y Biao la más pequeña, que también servía para recibir a las visitas. El comedor y el cuarto de estudio estaban en la planta superior y daban a una estrecha galería de madera y con celosías que discurría alrededor del patio, siempre lleno de los charcos causados por el interminable aguacero. Las paredes estaban decoradas con hermosos frescos de inmortales taoístas y había por todas partes un penetrante olor al aceite perfumado que se quemaba en las lámparas, al incienso de los altarcillos y al que desprendían los antiguos y pesados cortinajes que cubrían las entradas. Pero se trataba del mejor alojamiento que habíamos tenido en cerca de dos meses y no era cuestión de ponerle pegas porque, en verdad, no las tenía. Durante los días siguientes, dos o tres niños de poca edad aparecieron en distintos momentos para traernos comida y hacer la limpieza, a pesar de la cual la casa producía la impresión de ser un lugar particularmente sucio por culpa del barro y la lluvia.

Aquella noche, después de hablar con el abad y mientras cenábamos una magnífica sopa con sabor a minestrone, Lao Jiang nos planteó de una forma más comprensible el asunto de los cuatro caracteres de piedra:

– ¿Qué es lo más importante para un taoísta de Wudang? -preguntó, mirándonos de hito en hito-. ¿La longevidad o, quizá, conseguir la paz, la paz interior?

– La paz interior -se apresuró a responder Fernanda.

– ¿Estás segura? -inquirió el anticuario-. ¿Cómo podrías tener paz interior si sufres una dolorosa enfermedad?

– ¿La salud, entonces? -insinué yo-. En España decimos que las tres cosas más deseables son la salud, el dinero y el amor.

– Pero es que, entre los cuatro ideogramas que nos han enseñado, no estaban los del «Dinero» ni el «Amor» -objetó mi sobrina.

– Esos no son conceptos importantes para los taoístas -farfulló el anticuario.

– ¿Y cuáles son? -preguntó Biao engullendo un gran pedazo de pan mojado en la sopa.

– Precisamente eso es lo que nos ha preguntado el abad -repuso Lao Jiang, imitándole.

– Es decir, que tenemos que combinar por orden de importancia los objetivos taoístas de longevidad, paz, felicidad y salud -concluí.

– Exactamente.

– Pues sólo hay veinticuatro posibilidades -recordó Fernanda, de no muy buen humor-. Será fácil, desde luego.

– Creo que deberíamos aprovechar el tiempo que las lluvias nos van a obligar a pasar en este monasterio para preguntar a los monjes y conseguir la información -comenté-. No puede ser tan complicado. Sólo debemos encontrar a uno que nos lo quiera decir.

– ¡Es cierto! -sonrió Biao-. ¡Mañana mismo podemos saber la respuesta!

– Ojalá sea cierto -deseó Lao Jiang, llevándose a los labios el cuenco con los restos de la sopa-, pero mucho me temo que no va a ser tan sencillo. Hay que conocer y comprender la sutileza y profundidad del pensamiento chino para ser capaz de resolver un problema tan aparentemente sencillo. Opino que los libros entre los que nos ha recibido Xu Benshan, esos jiances que llenaban la sala, pueden ser también una buena fuente de información.

– Pero sólo usted sabe leer chino -observé.

– Cierto. Y de ustedes tres sólo Biao sabe hablar la lengua. Así que les propongo lo siguiente: yo buscaré la información en las bibliotecas del monasterio y usted, Elvira, con la ayuda de Biao, hablará con los monjes.

– ¿Y yo qué? -preguntó Fernanda con un dejo ofendido en la voz.

– Tú te unirás a las prácticas taoístas de los novicios del monasterio. Lo que aprendas de las artes marciales de Wudang quizá nos ayude también con el problema.

Por raro que parezca, la niña no protestó ni montó en cólera pero sus labios se quedaron blancos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo último que ella hubiera deseado en este mundo era una inmersión semejante en una cultura y unas prácticas que rechazaba de plano. De todas formas, no le iba a venir nada mal. Ahora que tenía una figura tan bonita y que su cara redonda había dado paso a un rostro fino y agraciado, un poco de ejercicio físico tendría sobre ella un efecto higiénico muy beneficioso.

Así que, a la mañana siguiente, después de los ejercicios taichi, de lavarnos y de desayunar un cuenco de harina de arroz con vegetales en vinagre y té, cada uno empezó con sus tareas. Lao Jiang pidió a los sirvientes un buen montón de libros que le fueron traídos en cajas cerradas y se recluyó con ellos en la habitación de estudio de la planta superior. Fernanda recibió un atavío completo de novicia y desapareció con cara abatida en pos de dos monjas jóvenes que a duras penas podían sostener, al mismo tiempo, los paraguas y la risa. Y el niño y yo, muy animados, nos lanzamos a la caza y captura de algún monje parlanchín saludando con simpatía a todos con cuantos nos cruzábamos por aquellos señoriales caminos empedrados. Sin embargo, y para nuestra desgracia, nadie parecía dispuesto a entablar una agradable conversación bajo el aguacero, envueltos por una luz oscura más propia del anochecer que de primera hora de la mañana. Por fin, cansados y mojados, nos recluimos en uno de los templos donde un viejo maestro estaba impartiendo una clase a un grupo de monjes y monjas que, sentados en el suelo sobre almohadillas de colores, parecían estatuas.

– ¿Qué dice?

Biao frunció el ceño e hizo un gesto de aburrimiento.

– Habla de la naturaleza del universo.

– Bueno, pero ¿qué dice?

– ¡Pero si no se entiende nada! -protestó.

Una mirada gélida bastó para que empezara a traducir precipitadamente. El Tao, explicaba aquel anciano maestro de blanca barbita, es la energía que anima todas las cosas. En el universo hay un orden que podemos observar, un orden que se manifiesta en los ciclos regulares de las estrellas, los planetas y las estaciones. En ese orden podemos descubrir la fuerza original del universo y esa fuerza es el Tao.

Sí que era complicado el asunto, pensé, aunque adjudiqué buena parte de tal complejidad a la desganada traducción de Pequeño Tigre.

Del Tao nació el qi, el aliento vital, y ese aliento vital se condensó en los Cinco Elementos de la materia: el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego, que representan transformaciones distintas de la energía y que se organizan bajo un orden dual conocido como yin y yang, los opuestos complementarios, que, al apoyarse y oponerse recíprocamente, generan el movimiento, la evolución y, por lo tanto, el cambio, que es lo único constante del universo. El yin se asocia a conceptos como quietud, tranquilidad, línea partida, Tierra, femenino, flexibilidad… El yang a dureza, potencia, línea continua, Cielo, masculino, actividad… Estudiando el Tao podremos unirnos a la fuerza original del universo pero, como no todas las personas son iguales, decía el maestro, ni tienen las mismas necesidades y destinos, existen cientos de maneras de realizar tal propósito.

A pesar de mi interés, aquellas ideas me parecían muy complicadas y, además, no terminaba de ver qué relación tenían el metal, el agua, la madera, la tierra y el fuego con el yin y el yang. Sin duda, me dije, en esta vida todo tiene su yin y su yang, es decir, su cara y su cruz, aunque el maestro no parecía estar haciendo una valoración simplista en el sentido de bueno o malo sino que aseguraba, sencillamente, que ambos opuestos, al relacionarse, generaban el movimiento y el cambio de las cosas.

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