Al cabo de una hora, poco más o menos, regresó el monje-mensajero con la noticia de que seríamos recibidos inmediatamente por el honorable Xu Benshan, abad de Wudang, en el Pabellón de los Libros de Zixiao Gong, el Palacio de las Nubes Púrpuras, y que, para protegernos de la lluvia que se había transformado en aguacero, el monasterio ponía a nuestra disposición unas elegantes sillas de mano con ventanas de celosía. De esta guisa ascendimos el último tramo hasta el mismo corazón de la Montaña Misteriosa.
El Palacio de las Nubes Púrpuras era una edificación enorme, casi como una ciudad medieval amurallada. Atravesamos un puente de piedra sobre un foso antes de llegar al templo principal, levantado sobre tres terrazas excavadas en la falda de un monte y construido con madera lacada de rojo y brillantes tejas de cerámica verde ribeteadas de dorado. Las sillas se detuvieron y, al bajar, nos encontramos frente a una elevada escalinata de piedra. No parecía haber ninguna duda, pese a que los porteadores no dijeron nada, sobre la necesidad de ascender aquella gradería para poder encontrarnos con Xu Benshan. El lugar era imponente, majestuoso, casi diría que imperial, aunque la implacable lluvia nos impidiese disfrutar de una tranquila contemplación. Chapoteando en los charcos, con las sandalias y los sombreros absolutamente mojados, comenzamos a subir a toda prisa mientras unos monjes ataviados como los de Tazi Gong descendían hacia nosotros llevando en las manos sombrillas de paja encerada. Ambos grupos nos encontramos en un rellano entre dos tramos de escalera, junto a una especie de caldero gigante de hierro negro con tres patas, y, con gestos amables, los monjes nos protegieron del diluvio y nos acompañaron hasta el interior del pabellón en el que, con la sencillez y, al mismo tiempo, la suntuosidad propia de un abad taoísta tan importante, Xu Benshan nos esperaba sentado al fondo de una habitación iluminada por antorchas en la que, a derecha e izquierda, se apilaban cientos o quizá miles de antiguos jiances hechos con tablillas de bambú. El lugar era tan impresionante que cortaba la respiración, pero no parecía el salón adecuado para recibir la visita de unos extraños excepto en el caso de que el abad supiera por qué estábamos allí y qué queríamos exactamente, así que supuse que el mensaje de Lao Jiang incluyendo el nombre del viejo maestro geomántico Yue Ling había sido como una flecha que se clava en el centro de la diana.
Nos fuimos acercando al abad con unos pasos cortos y ceremoniosos que imitábamos de los monjes que nos precedían. Una vez frente a él, todos ejecutamos una profunda inclinación. El abad no tenía ni barba ni bigote, así que no contaba con ningún indicio que pudiera servirme para adivinar su edad porque, además, llevaba la cabeza cubierta por un gorro parecido a una tartaleta puesta del revés. Vestía una rica y amplia túnica de brocado con motivos en blanco y negro y sus manos quedaban ocultas dentro de las largas «mangas que detienen el viento». En lo que sí pude fijarme al hacer la inclinación fue en sus zapatos de terciopelo negro, que me dejaron absolutamente perpleja: disponían de unas alzas de cuero de casi diez centímetros de grosor. ¿Como podía caminar con ellos? ¿O es que no caminaba…? En fin, por lo demás, y a pesar de su porte indiscutiblemente aristocrático, Xu era un hombre muy normal, más bien menudo, delgado, con una cara agradable en la que destacaban dos pequeños ojos rasgados muy negros. No parecía un peligroso guerrero aunque también era verdad que en aquel monasterio nadie lo parecía y, sin embargo, ésa era su característica más famosa.
– ¿Quiénes sois? -se interesó, y me sentí muy contenta al darme cuenta de que le había comprendido. Para sorpresa de los niños y mía, Lao Jiang le respondió con la verdad, ofreciéndole al abad toda la información sobre nosotros, incluyendo mi nombre español y el de Fernanda. Biao seguía representando su papel de traductor porque mi sobrina se empeñaba en no aprender ni una sola palabra de chino y a mí me venía bien porque todavía había muchos términos y expresiones que no conocía o de los que no identificaba correctamente el tono musical que les daba un significado u otro.
– ¿Qué asunto es ése relacionado con el maestro geomántico Yue Ling del que queréis hablar conmigo? -preguntó el abad después de las presentaciones.
Lao Jiang tomó aire antes de responder.
– Desde hace doscientos sesenta años obra en poder de los abades de este gran monasterio de Wudang el fragmento de un viejo jiance que fue confiado a su custodia por el maestro geomántico Yue Ling, amigo íntimo del Príncipe de Gui, conocido como emperador Yongli, último Hijo del Cielo de la dinastía Ming.
– No sois los primeros en venir a Wudang reclamando el fragmento -repuso el abad tras una breve reflexión-. Pero, al igual que a los emisarios del actual emperador Hsuan Tung del Gran Qing, debo informaros de nuestra completa ignorancia sobre este asunto.
– ¿Los eunucos imperiales de Puyi han estado aquí? -se inquietó Lao Jiang.
El abad se sorprendió.
– Veo que sabéis que se trataba de eunucos del palacio imperial. En efecto, el Alto Eunuco Ghang Ghien-Ho y su ayudante el Vice-Eunuco General visitaron Wudang hace sólo dos lunas.
Se hizo tal silencio en el salón que pudimos oír el tenue chasquido de las tablillas de bambú y el leve crepitar del fuego de las antorchas. La conversación había llegado a un punto muerto.
– ¿Qué ocurrió cuando les dijisteis que no sabíais nada del fragmento del jiance ?
– No creo que sea asunto vuestro, anticuario.
– Pero ¿se enfurecieron?, ¿os agredieron?
– Repito que no es asunto vuestro.
– Tenéis que saber, abad, que nos vienen persiguiendo desde Shanghai, donde miembros de la Banda Verde, la mafia más poderosa del delta del Yangtsé…
– La conozco -murmuró Xu Benshan.
– … a instancias de los eunucos y de los imperialistas japoneses, nos atacaron en los Jardines Yuyuan, lugar en el que recogimos el primer fragmento del viejo libro. También nos atacaron en Nanking, nada más recuperar el segundo fragmento, y hemos hecho el camino hasta aquí ocultándonos durante ochocientos li para pediros el último pedazo que nos falta y así poder completar nuestro viaje.
El abad permaneció silencioso. Algo de lo que había dicho Lao Jiang le estaba haciendo cavilar.
– ¿Tenéis aquí los dos fragmentos del jiance de los que habéis hablado?
Los ojos de águila de Lao Jiang brillaron. Estaban entrando en su terreno; era la hora de negociar.
– ¿Tenéis en Wudang el tercer fragmento?
Xu Benshan sonrió.
– Dadme vuestra mitad del hufu, de la insignia.
Lao Jiang se sorprendió.
– ¿De qué insignia habláis?
– Sí no podéis darme la mitad del hufu, no puedo entregaros el tercer y último fragmento del jiance.
– Pero, abad, no sé a qué os estáis refiriendo -protestó el señor Jiang-. ¿Cómo os lo podría dar?
– Escuchad, anticuario -suspiró Xu Benshan-. Por mucho que estéis en posesión de los dos primeros fragmentos del jiance de nada os servirá conseguir el tercero si no tenéis, o tenéis sin saberlo, los objetos imprescindibles para alcanzar vuestra meta. Observad que no os he preguntado en ningún momento por el propósito final de vuestro viaje y que pongo todo mi interés en ayudaros porque he visto sinceridad en vuestras palabras y creo que en verdad tenéis los dos primeros pedazos de la antigua carta del maestro de obras. Pero lo que no debo hacer en ningún caso es quebrantar las instrucciones del Príncipe de Gui que nos fueron transmitidas por el maestro Yue Ling. El tercer fragmento es el más importante y recaen sobre él protecciones especiales.
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